Un caballo para las mujeres (I)
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Sin saber exactamente cómo, ni porqué, me desperté un poco atontado. Lo último que recordaba de anoche era que una joven y hermosa mujer, delgada, de estatura mediana, blanca, de ojos y cabellos negros, se me había acercado en el bar y me brindó una bebida. Luego de eso no hay más nada en mi cabeza hasta ahora que me despierto.
Me encuentro tirado sobre un montón de paja, las paredes del lugar son de madera, puedo ver a mi lado derecho, en el piso y pegado a la pared, lo que parece ser un comedero. Delante de mi se encuentra una puerta un poco ancha pero chica, si acaso de un metro de altura, y sobre la cual entran los rayos del día.
Traté de ponerme de pie pero un tirón de mi cuello me llevo nuevamente hasta el suelo, estaba amarrado por el cuello a una argolla que se encontraba en la misma pared en la cual estaba el comedero. Pude percatarme también que no tenía nada puesto más que calzón negro. Por lo demás, no tenía ni medias, ni zapatos; nada. El comedero estaba dividido en dos secciones: la una tenía agua, y la otra lo que parecía ser avena. Empecé a llamar a gritos a cualquiera que me escuchara pero nadie venía. Luego de casi una hora de estar en esto, el hambre se empezó a hacer más fuerte, por lo que decidí probar un poco de la avena que había en el comedero. Todo esto tenía que hacerlo a cuatro patas ya que el comedero estaba en el suelo y además era lo que me permitía la soga que me amarraba del cuello.
Luego de un rato pude vislumbrar dos siluetas que se acercaron a la puertilla del lugar donde me encontraba. Dado que el sol entraba por allí, no podía ver claramente quienes eran, pero por la silueta pude ver que eran dos mujeres, una de las cuales traía puesto un sombrero vaquero. La puerta se abrió y ambas entraron, ya dentro las pude ver mejor. Una era una mujer alta, rubia y de ojos claros. La del sombrero vaquero era la chica con la que había platicado la noche anterior. Ambas estaban de pie frente a mí vestidas con jeans, unas botas y camisa de cuadros. Sin dudarlo les dije que me soltaran y que pagarían por esto. Inmediatamente después de mis palabras, la rubia me dio una cachetada con mucha fuerza y me gritó que me callara. Literalmente dijo: “Cállate! aquí no tienes ningún derecho, aquí solo eres un animal!”. Al tratar de responderle me dio una patada en el pecho que me hizo tumbarme a sus pies. Continuó diciendo: “Aquí eres solo un animal, un caballo, y como tal serás amaestrado. Te dejarás montar por cualquier mujer de las que estamos en este establo de entrenamiento”. A lo que yo le contesté: “¿Cómo? ¿Qué es lo que les sucede a ustedes?” Seguidamente a mis palabras hubo otra patada dirigida esta vez a mi cara. Esta me estremeció más aún, dejo mi nariz sangrando.
La rubia dijo: “Cállate, los caballos no hablan. En adelante contestarás sólo sí o no con un movimiento de tu cabeza, ¿entendiste?” Con tal de no recibir otra patada no me quedó más opción que hacer un gesto de afirmación con mi cabeza. “Así me gusta” dijo la rubia, y continuó al tiempo que me tiró una pequeña toalla “toma, límpiate la nariz con esto, ya que te van a ensillar para empezar tu entrenamiento. Mónica se encargará de eso”. Y diciendo aquello, la rubia dio media vuelta y se marchó dejando la puerta de mi establo abierta. Mientras, Mónica se dirigió al lado izquierdo de mi establo donde había una silla de montar que allí se encontraba y de la cual yo no me había percatado antes.
Yo estaba en cuatro patas. Tomó una especie de riendas que también habían allí y se acercó a mí. Mientras me las iba poniendo en la cabeza me dijo: “Esto es un negocio, probablemente cuando estés listo serás vendido a alguna clienta, mientras tanto confórmate con saber que ahora eres nuestro caballo y como tal serás entrenado, montado y cabalgado.” Al tiempo me iba instalando el sistema de las riendas que cubrían la parte superior e inferior de mi boca, lo que no me dejaba abrirla del todo. Luego, como en las riendas de los caballos, la mía empezaba a un lado de mi boca, pasaba por detrás de mí, a mi espalda dónde iban a ser manejadas y terminaba en el otro extremo de mi boca. Yo no podía creer que me encontraba en esta situación, siendo arreglado para ser montado por una jineta como si yo fuera un caballo. Luego, tomó la silla de montar la cual tenía tenia sus estribos igual a la silla de los caballos y pude sentir el olor a cuero de la misma cuando me la fue acercando. Posteriormente dejó caer la silla sobre la parte inferior de mi espalda. La misma se amoldaba a la forma de esta área de mi espalda. Ella se agachó y amarró las correas de la silla por debajo mío, en mi abdomen. Mónica se volvió a poner de pié, soltó la soga que me ataba el cuello y me dijo: “Ya estás listo para ser montado”.
Debo admitir que la mujer era bella, estaba de pie frente a mí vestida con sus botas chocolates, jeans azul y camisa de cuadros. Un sombrero de vaquera y su cabello negro suelto, mirando hacia abajo, a mí, tenía un aire de superioridad. Prosiguió: “lo primero que debes aprender es que cada vez que una jineta te vaya a montar, la misma se parará enfrente de ti, así como estoy yo en este momento, y tú deberás agacharte a sus pies y besárselos, esto lo harás como muestra de tu sumisión y obediencia, cada vez que te vayan a montar. Si te montan 100 veces en el día, las 100 veces deberás agacharte y besarle los pies a tu jineta. “¿Entendiste?” A mí no me quedaba más remedio que aceptar aquello, así que hice un gesto de afirmación con mi cabeza. Ella dijo entonces: “bueno, ¿qué esperas?”. Ya sabía lo que quería que hiciera. Yo, sintiéndome totalmente humillado me fui inclinando lentamente hasta llegar a sus pies. Estando allí acerqué mis labios y le besé las botas una vez cada una. La humillación era terrible. Ella dijo entonces: “muy bien”, y habiéndolo dicho caminó hacía uno de mis costados, se detuvo y pasó una de sus piernas por encima de mi espalda. Estando ya allí, se dejó caer sentada sobre mi espalda. La misma se me dobló un poco con su peso. Luego estuvo acomodándose un poco, se levantaba un poquito y se volvía a dejar caer dando como saltitos, como probando la amortiguación de mi espalda para que la misma se hundiera un poco y poder ella estar más cómoda sobre mí. Y en efecto me dijo: “encorva un poco más la espalda, húndela más”.
Tuve que hacerlo. Esto era para mí algo inaudito y extremadamente humillante. Tenía montada sobre mí a una mujer que, además de que me iba a cabalgar, me exigía tener doblada mi espalda, lo que era doloroso, sólo para que sus nalgas estuvieran más cómodas sobre mí. Luego de hacerlo, y de que ya estuvo cómoda, metió una de sus botas en el estribo de mi lado izquierdo, y luego acomodó la otra en el estribo del lado derecho. Ya estaba completamente sentada sobre mí, todo su peso era soportado por mi cuerpo. Luego dio un pequeño salto más para terminar de acomodarse bien, y tomó las riendas templando un poco mi cabeza haciéndome mirar hacia el frente. Entonces ordenó: “Muy bien, camina” al tiempo que sacudió las riendas. Así que lentamente di mi primer paso con ella encima. Ibamos hacia fuera del establo.
(Mi historia como caballo no terminó aquí, apenas empezaba. Continuará)
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