Sandra una ejecutiva empoderada
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Sandra es una ejecutiva que ronda la cuarta década, una persona empoderada que lleva adelante una pyme familiar.
Una mujer que ha dedicado su vida a los negocios y que no se ha permitido el lujo de enamorarse, tal vez por trabajo o tal vez por la mezquindad de tener que compartir su pequeño trono con alguien más.
Siempre me pareció un tanto despótica y dictatorial; seguramente, la vida la había forjado así y, como leona, había tenido que defenderse de todo el mundo que la rodeaba; por eso, hacía y deshacía a su antojo.
Era muy hábil en las discusiones, siempre le dejaba escuchar a su oponente lo que quería escuchar y sabía poner las culpas en terceros. Podía reunirse con sindicatos, con pares empresariales, con políticos, con medios gubernamentales, con proveedores y con clientes, y siempre, pero siempre, llevaba agua para su molino.
No destacaba físicamente, pero tampoco pasaba desapercibida. Sin embargo, Sandra era de esas mujeres que se hacían interesantes: por su forma de caminar meneando las caderas de lado a lado, e incluso acompasando los hombros con los contoneos; por su estampa; por su mirada directa; por su voz grave e intimidante; por su forma de pararse frente al mundo.
Generalmente vestía camisa, un traje entallado a la cintura y falda ajustada a media pierna del mismo color, lo que le marcaba un culito que se hacía sexy, con zapatos de tacón alto y brillantes, siempre impolutos. Tenía en sus genes ese sex appeal que hacía que los hombres se calentaran solo con verla, con esa mezcla de buen vestir y poder, ella lo sabía, era consciente y siempre lo utilizaba en su beneficio.
Me llamo Carlos, «Carlitos» para los amigos. Tengo treinta años, estoy casado con Florencia y soy padre de Carlitos Junior, de tres años.
Flor es profesora de inglés en institutos y yo tengo algunos estudios de principios de la enseñanza terciaria que nunca terminé. Alguna vez tuve que trabajar y ya no pude compaginar ambos trabajos.
Modestia aparte, debo decir que tengo un pene demasiado largo y grueso, y puede parecer pedante por mi parte, pero no es así, mi verga siempre fue objeto de burlas entre mis amigos y con las mujeres… Bueno, con las mujeres no me iba bien, porque una cosa era el morbo visual e imaginar, y otra cosa era la realidad en la cama, donde comprobé en carne propia que mi tamaño terminaba siendo un problema.
Honestamente, creo que me casé con Flor porque me aceptó tal y como era, se enamoró de mí, aunque quizá fui yo quien se acostumbró a ella por miedo a quedarme solo, una tontería.
Yo era vendedor de zapatos, siempre había vendido zapatos, solo sabía vender zapatos, y trabajaba de empleado en una conocida zapatería del centro.
Todo iba bien, pero las cosas cambian y un cambio de gobierno traería consigo cambios de políticas. Una cosa llevó a otra y fue evidente que el famoso negocio de la zapatería iba cada vez a menos, hasta que terminaría sucumbiendo y cerrando sus puertas.
Me encontré en la calle con unos pesos que no me durarían mucho y mi currículum en otras zapaterías quedaba archivado entre tantos otros que esperaban una oportunidad.
Tuve suerte, de entre una veintena de candidatos que había esa mañana, fui uno de los elegidos para ocupar una de las dos vacantes disponibles.
Empecé a trabajar a la semana siguiente y me fui adaptando poco a poco a mi nuevo empleo, que era sencillo y aburrido: una línea de montaje en la que casi te obligaban a usar las manos durante las ocho horas continuas de trabajo, de modo que el cerebro quedaba desenchufado; incluso un mono las hubiera podido hacer con un poco de entrenamiento.
Mis compañeros de trabajo, nuevamente y sin querer ser peyorativo, eran personas toscas y brutas; muchos eran analfabetos, y no me costó sobresalir entre el resto con tonterías que, sin embargo, me sirvieron para hacerme notar.
Apenas había pasado un mes cuando una mañana, al terminar la jornada, me llamaron de Recursos Humanos. Me dijeron que había quedado vacante el puesto de secretaria de gerencia y que la señora Sandra había pedido varias carpetas personales. Me seleccionaron para el puesto y me informaron de que el cambio no era negociable y de que mi paga aumentaría en un cincuenta por ciento, con posibilidades de más subidas, capacitaciones y otros beneficios.
También me dijeron que me despidiera de mis compañeros de piso de planta y que al día siguiente dejara de lado mi ropa de trabajo para presentarme en la oficina de gerencia con pantalón adecuado, camisa y zapatos.
Todo un cambio: la sonrisa me iba de oreja a oreja y, en ese momento, creí que mis habilidades y conocimientos habían sido notados en el entorno laboral. No sé, tonterías que te llenan de ego.
Las cosas se complicaban, Flor ganaba bien, pero era justo para los dos y fue ella quien, a través de una colega que conocía a alguien que sabía que en una empresa necesitaban empleados, me llevó hasta las puertas de la pequeña fábrica de Sandra.
Esa noche salimos a festejar con Flor la buena noticia, a gastar dinero en un prestigioso restaurante, a descorchar champán y a terminar con un rico sexo.
Al día siguiente, llegué de punta en blanco, puntual e incluso antes de hora, pero ella ya estaba en su despacho. Era una enferma por el trabajo, así que solo me senté y, sin saber qué hacer, empecé a hacer cosas casi por instinto.
Poco después, me llamó a su oficina por el intercomunicador, entre y presté atención a su despacho con una sonrisa marcada y muchas ganas de hacerle propuestas. Tenía muchas ideas, pero me plantó en seco, sentada en su escritorio, marcando con premura las letras de su ordenador portátil con la vista clavada en la pantalla, inmutable; solo me dirigió la palabra, pero jamás la mirada.
—Carlos Franco, ¿cierto? Casado, un hijo, de meses, por cierto (en esos días acababa de ser padre)—, bien, aquí se usa la cabeza y hay mucho trabajo. ¿Soy clara?
No alcancé a decir que sí, porque ella ya seguía monologando.
Quiero que sepas que yo misma examiné tu carpeta y, ciertamente, apuesto a que será un desafío para ti, pero de lo poco que tenía eras el mejor. Veremos, espero no defraudarte y estar a la altura.
También quiero que sepas que yo misma autoricé tu aumento de sueldo y eso no será barato: el secretario que necesito y espero debe estar al tanto de todos los detalles de mi vida, dentro y fuera del trabajo. Deberás llevar los horarios de mi padre en el asilo, sus medicinas, que nada falte, y estar atento a todos los problemas, también de mis mascotas, sus alimentos, sus calendarios de vacunación, llevar la contabilidad hogareña y velar porque todos mis impuestos estén pagados y al día. No quiero problemas.
Claro, obviamente, sin descuidar todo lo laboral: agendas, problemas, reuniones, viajes… Y, hablando de viajes, seguramente tendrás que acompañarme a posibles reuniones que tengamos en alguna provincia y a otras cosas que ya irás aprendiendo, ¿entendido?
Hice un tímido sí con la cabeza que ella ni percibió puesto que seguía en lo suyo. Antes de retirarme, dijo:
Esto no es negociable…
Sentí que había pasado por esa puerta con ganas de comerme el mundo y, al salir, el mundo me había pasado por encima. Mi jefa era una mujer despótica que me hizo sentir como si no existiera.
Pero las cosas empezarían a funcionar de alguna manera, creo que no tan mal como me hubiera imaginado, pero tampoco tan bien como ella hubiera querido.
Pasaron los días, los meses, mi jefa parecía conforme, aunque jamás tenía un gesto, una sonrisa, una mirada. Lo hablaba mucho con mi mujer, los detalles, y era ella quien me apuntalaba, porque la paga era muy buena y no conseguiría muchos empleos como ese.
Pero aún quedaba una parte de la historia por conocer.
Una mañana me llamó, no me pareció raro porque era algo que pasaba habitualmente, entré en la oficina y cerré la puerta, como siempre. Sandra estaba sentada en su gran sillón, un poco de lado, con las piernas cruzadas, de manera que su falda se había subido naturalmente y me dejaba ver lo largas que eran. Creo que sería la primera vez que me miraría a los ojos y sería ella quien tomaría la palabra; bueno, ella siempre era la que monologaba.
—Carlos, jamás me llamabas «Carlitos»—, resultaste un buen chico, pero seguro que te diste cuenta de que no te elegí por tus actitudes. Te sorprendí gratamente, pero me pareces un poco tonto.
Yo no entendía, pero noté que bajó su mirada fija de mis ojos a mi entrepierna, de manera que hasta me cohibía, y siguió hablando.
—Yo aquí soy Dios, todo lo sé, todo lo veo y sé de tu fama, y quiero saber cuán cierto es.
Estaba mudo, sin reaccionar, entonces se apresuró.
—Dale, pelotudo, mostrame esa verga que tenés.
Estaba paralizado y, con timidez, sin saber si era cierto o una broma, empecé a soltar la hebilla de mi pantalón, pero ella estiró una mano y me aferró con fuerza a su lado. Me bajó los pantalones y mi ropa interior con una mano, y con la otra abrió exorbitados los ojos.
¡Oh, my god! ¡Esto es increíble!
Solo rodó sobre las ruedas de su silla para acercarse a mi lado, me acarició un poco, se puso dura y abrió su boca como una serpiente al tiempo que me embestía con su pene. No daba crédito, pero mi jefa me estaba mamando, pero no lo hacía por mí, lo hacía por ella. Era como un juguete, lo disfrutaba, lo degustaba, lentamente, y era cierto que mi sorpresa por lo que hacía era proporcional a la suya por el tamaño de mi sexo.
Sandra apenas me pasaba la lengua por el glande desnudo, me lo besaba, me acariciaba los testículos y se mordía los labios degustando mi sabor.
En algún momento, bajó su mano derecha y sus piernas se abrieron como si un resorte las obligara a hacerlo, la falda se había subido tanto que pude ver el frente de su ropa interior negra, para luego notar cómo sus dedos se colaban por debajo y empezaba a masturbarse.
Mi jefa lo hacía con muchas ganas mientras no dejaba de chuparme la polla, de una manera que, por desgracia, pude darme cuenta de que solo se encerraba en su propio placer y de que poco importaba lo que pasaba por mi mente.
Me venía, lo hacía muy bien y le había avisado un par de veces de que no podría contenerme mucho tiempo, pero ella no paraba y la sentí gemir, noté cómo fruncía el ceño en señal inequívoca de que ella misma estaba logrando un orgasmo. Cuando una catarata de semen caliente invadió su boca, solo pude exhalar con fuerza el aire contenido.
Sandra siguió chupando y tragando hasta la última gota, masajeándome las bolas con ganas, hasta que terminó.
Entonces se incorporó y, al cabo de un rato, dijo:
Esto queda aquí, eres inteligente, ahora necesito que me traigas la carpeta del caso Fracasi, parece ser una buena oportunidad de negocio.
Mi jefa había dado vuelta de página en un abrir y cerrar de ojos, como si tal cosa.
Esa noche en casa sería la peor noche de mi vida. No podía mirar a los ojos a mi amada esposa, Flor, precisamente la mujer que me había presentado a Sandra.
Me rompía el corazón no poder contárselo porque sabía que no hubiera habido retorno, pero tampoco podía hacer como mi jefa y decir que no había ocurrido nada. Me sentí el peor de los maridos. La amaba, y cuando ella me tomaba de la mano y me decía: «Carlitos, ¿qué te pasa? Estás muy callado», solo quería llorar.
Dicen que el tiempo cura las heridas y, con el paso de los días, había empezado a dejar atrás esa intimidad que había tenido con mi jefa, aunque Sandra ahora me parecía una mujer mucho más intrigante. Además, ahora la miraba con ojos de hombre.
Pero mi jefa era una mujer empoderada, una «jugadora de toda la cancha», y en poco tiempo surgiría un viaje programado por temas de negocios a la ciudad de Rosario.
La ciudad, «cuna de la bandera», nos recibiría con su imponente monumento a la bandera a orillas del río Paraná, pero fue apenas una parada casual, puesto que teníamos el horario justo para llegar al hotel, hacer los trámites de rigor y dirigirnos a nuestras habitaciones.
Llegamos a la convención de la sala principal y me pareció bastante tediosa; yo era solo un simple secretario que nada entendía de negocios, pero Sandra me mantenía a su lado, como si fuera su fiel mascota.
La jornada se haría larga y aburrida. Terminamos cuando ya prácticamente era de noche. Subimos a nuestros cuartos por una ducha y bajamos en poco tiempo para cenar en el bufet del mismo hotel. Sandra no quería perder ni cinco minutos recorriendo la ciudad y, cuando terminamos el postre, subimos nuevamente puesto que había que regresar al día siguiente.
Sería el momento en que ella me ordenaría que fuera a por el portátil a mi cuarto y luego al suyo. Teníamos que terminar unos temas pendientes, aunque yo pude adivinar que era todo una mentira.
Al entrar en su habitación, Sandra me esperaba casi desnuda, a media luz, y no me dio tiempo a nada: ya estaba de rodillas chupándome la polla como una loca, y en segundos estaba enorme. Se golpeaba el rostro por un lado y por el otro, luego me llevó a la cama para que me recostara.
Mi jefa vino sobre mí y se la metió toda de un empujón, o al menos hasta donde le entraba.
—¡Qué hermosa pija tienes, hijo de puta! ¡Me encanta!
Y solo empezó a mover sus caderas, frotando su clítoris contra mi pubis, mientras gimió y gritó. Yo solo era su juguete, su fetiche.
«¡Dale! ¡Rompeme toda! ¡Dale! ¡Haceme acabar!
Mis manos iban de sus pechos a sus caderas y, de vez en cuando, dejaba de hablar para besarme profundamente; gemía dentro de mi boca. Entonces, ella apretó mis manos con las suyas y empecé a llenarla de semen, hasta la última gota.
Ella no perdió tiempo, salió de donde estaba, invirtió la posición, acomodó su sexo sobre mi boca y empezó a chupármela para que no perdiera la erección.
Enterraba con fuerza su concha contra mis labios y, mientras mis manos se llenaban con sus nalgas, yo solo podía chuparle su sexo, impregnado de una mezcla de nuestros jugos.
Luego se estiró, saliendo de mi alcance; ahora jugaba con sus tetas y mi pene, todo junto, y sentía la suavidad de sus pechos en mi sexo. Sandra era un volcán en erupción y tan cambiante como una tormenta de verano.
—Nalgueame. —dijo en tono de orden—.
Solo le di una nalgada suave en uno de sus glúteos, porque, a pesar de todo, no podía sacarme de la cabeza que yo siempre sería su empleado y que estaba ahí solo para satisfacerla. Entonces, repitió: —Nalgueame.
«¡Dale, maricón! ¡Dale con ganas! ¡Marcame toda, hijo de puta!».
Le di algunas nalgadas con más fuerza, sabiendo que mi marca quedaría marcada en sus blancos cachetes. Ella volvió a cambiar y, poniéndose en cuatro, dijo en tono de orden:
—Quiero que me rompas el culo, dale, dale.
Fui por detrás para solo untar mis dedos con saliva e intentar aflojar su esfínter. Ella fruncía, así que le di una fuerte nalgada para marcar mi posición, y me gustó, porque era la primera vez que hacía algo que no fuera por expreso pedido de ella. Por el gemido profundo que dio, intuí que a ella también le había gustado.
Solo le apoyé el gordo glande y parecía que no entraba, pero ella, como una chiquilla, empezó a sacudir sus piecitos al tiempo que reclamaba.
—No, no, me duele, es grande.
Pero yo no pensaba parar y empujé y empujé hasta que su trasero se rindió y mi glande pasó por su diámetro.
Lo hice con fuerza, entrando y saliendo todo lo que podía hasta topar con sus intestinos. Ella gritaba y eso me gustaba, al compás de palabras como: «¡No, no, no! ¡Me duele! ¡Es grande!».
—Es muy grande, nunca he tenido una tan grande —gritaba—. Ayyyy, ayyyy.
Forceé más y más hasta que, por mi propio peso, caímos hacia delante. Ella estaba indefensa, trabé mis piernas con las suyas y ya solo pudo soportar mis embates. Entre gemidos de puta arrepentida, parecía sollozar porque era muy grande y solo le hacía doler, y para mí se hacía demasiado caliente, porque, sinceramente, las mujeres con las que me había acostado huían ante una propuesta de sexo anal. Cuando no pude más, solo eyaculé en su interior.
Me retiré agitado y vi que mi jefa había quedado con el culo en pompa, su esfínter todo dilatado chorreaba leche y ella, con los dedos, tanteaba el hueco, aún incrédula por cómo la había dejado.
¡Hijo de puta! ¡Me has destrozado!
Fueron sus últimas palabras.
El tiempo ha pasado, mi vida con Florencia va bien, demasiado bien, aunque ella aún no sepa de mi doble vida con mi jefa. Lo disfruto como puedo y Carlitos junior está cada día más grande. De hecho, él me pide un hermanito que, tarde o temprano, llegará.
En cuanto a mi empleo, no puedo quejarme: gano buena plata y ser el juguete de la dueña ya no me hace meya; Sandra me usa como su cable a tierra, como quiere, cuando quiere y donde quiere, aunque su interés solo pase por mi pene duro.
El futuro? No sé, trato de no pensar en él y, por ahora, con que los caminos de mi jefa y de mi mujer no se crucen, es suficiente.
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