Perdí mi virginidad abriendo las piernas con miedo
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Era una noche de otoño. Estaba en mi cama, completamente desnuda. Me había sucedido algo que nunca había experimentado. Peter me susurró al oído: «Mi amorcito, relájate, abre las piernas». Me levanté bruscamente y Peter me miró con frustración. Me dio un beso en la mejilla y se tumbó a mi lado. Lo abracé muy fuerte y con ternura por lo que me había hecho disfrutar.
Tenía 18 años y unos días más. Peter era mi enamorado desde los catorce años. Con él me lucí en mi fiesta de quince años. Mi padre estaba muy celoso, pero también orgulloso. Hasta esa fecha, con Peter solo habíamos dado algunos besos. Fui educada por mi padre de manera muy cariñosa y mi madre siempre se mostró muy interesada en mí. Conocía todos mis pasos y estaba muy atenta a mi relación con Peter.
Habían pasado cuatro años de relación con Peter. Ya no eran solo besos, eran besos apasionados. Recuerdo una tarde en mi casa en la que empezamos a besarnos y noté que me agarraba los glúteos con las manos. Me quedé helada, él lo notó y me soltó. Pero siguió besándome. Bajó a mi cuello, lo que me hizo jadear y motivó que me besara en la blusa hasta llegar a los senos. Lo estreché a mi cuerpo y lo cogí de la cabeza. Me gustó mucho.
No sé cómo lo hizo, pero cuando me di cuenta ya no llevaba sujetador, con razón lo notaba más excitante. No lo aparté, sino que le di todo el confort que podía en el sofá. Nunca le había permitido recorrer mi cuerpo ni besar mi cuello. Observé cómo besaba mis senos, pero estaba mamándolos. Mis senos rosados estaban muy duros, él tenía los ojos cerrados y yo apenas podía abrir los míos. Mi respiración era muy rápida y empecé a decirle que lo amaba, lo que provocó que él tratara de meterme casi todos los senos en la boca.
Me sentía muy rara, temblaba, pero yo le acariciaba el cabello y él me acariciaba la espalda con mucha fuerza. Era la primera vez que me tocaba esas partes de mi cuerpo. Dejó mis senos, empezó a besarme los labios con mucha pasión, sacó las manos de mi espalda y empezó a tocar mis rodillas y a subir por debajo de mi falda. No sabía si detenerlo o dejarlo. Todo era muy rico, sentir cómo acariciaba mis redondas piernas. Yo apretaba sus manos con mis piernas y eso me producía más placer. Lo detuve cuando ya estaba en la mitad del camino.
No sé cómo lo hice, pero estaba temblando. Insistió y me dijo: «¿No te gusta?». Le respondí que sí. —¿Entonces? —dijo él. No supe qué responder, pero logré apartarle las manos y aparté la cara. Corrí al baño. Me sentía contenta y culpable a la vez, amada y usada. Sentía una calentura muy fuerte. Decidí lavarme el rostro. Practicaba varios deportes y nunca me había excitado tanto. El contacto con el agua me provocó un deseo de orinar y entonces me di cuenta de que tenía la vagina muy mojada, lo que me asustó mucho. Pero al tocarme, sentí un placer que me gustó y del que no pude escapar durante un momento. Salí del baño y vi que mi madre había llegado; no pude mirar a Peter a la cara durante varios días.
Después de unos días, Peter volvió a la carga. Cierta noche, con facilidad, tomó lo que ya consideraba suyo: la mitad de mi cuerpo. Desde mi ombligo para arriba. Pero esta vez me quitó la camiseta que llevaba y el sujetador que llevaba puesto. Me dejó semidesnuda. Disfruté mucho más de sus caricias, besos y de la succión de mis senos, que provocaban movimientos raros en mí y me hacían decir «te amo». Él me decía cosas bonitas.
Esta situación se repitió varias veces. Mi madre sabía del avance de las muestras de cariño. Me dio nuevamente el sermón del que me había intimidado durante toda mi adolescencia. Pero esta vez me sorprendió cuando me habló de usar preservativo. Sentí que mi madre me daba permiso para hacer feliz a Peter.
Recuerdo que un viernes por la tarde fuimos a un almuerzo por un compromiso en el club. Peter estaba precioso, con traje. Peter es alto y atlético. Era muy sexy, acaparaba todas las miradas. Yo no iba nada mal, llevaba tacones muy altos, un vestido escotado, corto y muy ceñido, que se sujetaba al cuello. Dibujaba todo mi cuerpo. Además, llevaba un sujetador que levantaba la base de mis senos, pero las dos mamas quedaban expuestas dentro del vestido y llevaba un diminuto hilo dental para evitar marcas. Era un regalo de mi cariñosa madre; seguro que dejé a Peter y a los demás mirones boquiabiertos.
Al terminar el almuerzo, me llevó a casa. Habíamos bebido y quería besarlo, que me hiciera esas cosquillas. Entramos y me cercioré de que mi madre no estuviera cerca. Papá estaba de viaje. —Mejor vamos arriba —le dije—. Subimos y Peter se sentó en el salón de lectura y me dijo: «Ven, siéntate. Me senté en el sofá, pero él señaló sus piernas. Le hice caso y, inmediatamente, empezó a besarme con mucha fuerza. Notaba su corazón junto al mío, me mordía con pasión y me decía cosas bonitas. Por primera vez noté su pene, lo que me provocó miedo.
Lo noté muy duro, más grande de lo que decían mis amigas. Intenté moverme para evitarlo, pero Peter me agarró y lo noté aún más. Me besaba todo el cuello y empezó a morderme los senos, pero encima del vestido. Había un problema: ahora mis senos no estaban a su merced. Mi vestimenta no se lo permitía. Decidí colaborar, quería darle lo que ya le pertenecía: la mitad de mi cuerpo. El vestido era de los que llevan el cierre oculto en uno de los costados. Empecé a soltarlo desde mi axila hasta llegar a mi cintura. Inmediatamente, Peter se apoderó de mis pechos, ya que quedaban expuestos por el tipo de sujetador que llevaba puesto.
Yo quería complacerlo y sentir esas cosas ricas. Pero la situación no lo permitía. Empezó a besarme de nuevo y su mano derecha acariciaba mi espalda y mi trasero. Sentí una descarga eléctrica en todo el cuerpo. Al ver que no llevaba ropa interior, se detuvo. Cogió cada nalga a su entero gusto, fue excitante, me estaba desvanciendo y le dije: «Eres mi macho, soy tu mujer». Esto lo encendió más, sacó su mano y, en un solo movimiento, retiró el resto del cierre y empezó a acariciar mis piernas y entrepiernas. Mis glúteos quedaron a su merced y los cogió con mucha fuerza. Ahora noté su pene más fuerte y él se movía contra mi cuerpo haciéndome sentir su cosa más dura y grande. Me decía cosas que me excitaban. Ya no podía hacer nada para evitar lo que se avecinaba.
Me llevó a mi dormitorio, me quitó el vestido y me quedé con mi pequeño hilo dental. La vergüenza me mataba. Nunca olvidaré su mirada. Se quedó boquiabierta. «¿Eres más linda sin ropa?», me dijo. Se arrodilló y empezó a besar mis piernas redondas. Llegó a mi vagina. Me besaba y mordía por encima de mi hilo.
No sé qué pasó, pero caí en la cama como una rendida y él no dejó de besarme. Yo tenía los ojos cerrados y, cuando me di cuenta, Peter había retirado mi pequeño calzón y él estaba completamente desnudo, pero besando mi vagina por dentro y por fuera. Sentía su larga lengua dentro de mi vagina depilada y la mordía con delicadeza y brusquedad.
No recuerdo mucho, pero sentía como si me arrancaran la vida. No sentía la vida, no tenía fuerzas. No sé cómo explicarlo, pero era una descarga extraña de energía que entraba y salía; yo solo cerraba las piernas con fuerza. No podía más, pero Peter no paraba. No recuerdo las palabras que yo decía, pero sí que decía algo. Recuerdo que él me dijo: «Mi amorcito, relájate, abre las piernas».
Aquella noche fue la mejor de todas, nunca olvidaré como me fue penetrando despacio; pero seguro. Llegamos al orgasmo casi juntos. Mi cuerpo temblaba y tenia un sentimiento de paz, de placer y muchas cosas que en ese tiempo no sabía explicar.
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