Mi profesor me cogió en la discoteca

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Había empezado a estudiar ingles en un instituto de mi ciudad. Creo que, de todos los alumnos yo era una de las más jóvenes. La verdad es que, desde el principio, noté que mi profesor me miraba de una forma bastante pícara. Durante los primeros días del curso la cosa pasó a mayores. Sin embargo las intenciones del profesor con respecto mí estaban clarísimas, y la verdad es que a pesar de saber que era mi profesor y mayor que yo, le dejé hacer. A mi edad ya era muy experta en las artes amatorias, tengo que reconocer que el sexo me encanta. Me vuelve loca.

Hasta que por fin un día discretamente me invito a salir. Acepté su invitación para salir a tomar algo, puesto que, al fin y al cabo, yo era su alumna preferida. No era un hombre guapo, pero sí atractivo y a pesar de su edad (28 años) tenía un cuerpo juvenil. Para él yo debía ser una especie de “soplo de aire fresco”.

Fuimos a una discoteca ruidosa. La verdad es que me extrañó, porque no lo imaginaba en semejante ambiente. Aquella noche me sentí generosa conmigo misma, y, tengo que admitirlo, algo “perversa”. Me puse una minifalda negra y ropa interior negra (me había comentado que le encantaba). Los zapatos de tacón que llevaba puestos estilizaban mis piernas (dicen que las tengo muy bonitas). Me maquillé mucho y me puse una colonia de un dulce aroma de vainilla. Quería provocarle, y que él pensara que yo le decía “cómeme”. Me gustaba aquel juego de seducción en la que yo obraba como una inocente.

Parecía como si el DJ conociera mis intenciones, y la música se convirtió en un ritmo cálido, latino y frenético. Nuestros cuerpos se rozaron en el baile, y yo, entre acercándome y queriéndome alejar, sé que le encendía como nadie. Me sentía triunfante y eufórica. Y decidimos acercarnos a una de las barras que estaban más alejadas, y en la cual no se veía camarero alguno. Había poca gente. Me quité la chaqueta. La camisa blanca brillante hacía inútiles esfuerzos por disimular mi generoso busto y la ropa interior obscura. Nos sentamos en unas cómodas sillas, él empezó a hablarme y yo me acerqué para saber qué decía:

– Siéntate encima de mí, preciosa, que hay mucha gente y así economizamos espacio.

Sonreí, e hice lo que me decía. Noté que al hacerlo él levantaba mi faldita y colocaba mi trasero sobre su pantalón. Oí que me susurraba al oído:

– ¡Mmmm! Llevas ropa interior negra, justo como a mí me gusta… ¡Cómo me excitas, cariño!

En efecto. Estaba notando bajo mis nalgas que su sexo estaba queriendo independizarse del resto de su cuerpo. Y parecía bastante imponente, a juzgar por lo que yo percibía. No me moví, pero sentí sus manos, pasar por encima de mis muslos, en dirección a mi entrepierna. Yo ya estaba empezando a excitarme, notaba que me estaba humedeciendo, y sus suaves movimientos de cadera (al ritmo de la música) estaban haciéndome recordar cuánto me gustaba todo aquello. Su lengua besó mi lóbulo con lentitud. Un lametazo largo recorrió mi cuello.

– ¡Qué bien sabes!

No dejaba de decirme cosas hermosas, referentes a mi cuerpo, a mis curvas, al morbo que le provocaba; hasta que las palabras fueron subiendo de tono mientras me decía lo que estaba dispuesto a hacerme. Sus susurros estaban reverberando en mi oído, excitándome junto con sus manos, que se hallaban desde el principio bajo mi faldita acariciándome justo en la ingle. De pronto pasó la mano mas hacia dentro. Suspiró fuerte cuando notó que casi no encontraba vello en mi pubis, que casi no había impedimentos para notar mi humedad creciente. De hecho, en un alarde de coquetería, me había depilado completamente, a excepción de un pequeño lugar, sobre mi pubis.

Me arqueé cuando su mano se metió dentro de mi sexo. Dos dedos potentes, duros, como flechas, se habían clavado muy dentro de mi vagina. Él me susurró que no hiciera movimientos raros, que mientras estuviéramos así, nadie se daría cuenta de nada. Eso era tremendamente excitante. La gente ni siquiera nos prestaba atención, pero de haberlo hecho, sólo hubiera visto una pareja moviéndose, y una mano bajo una falda, quizá acariciando los muslos de su chica. Sin embargo, él ya había desabrochado su pantalón y yo ya notaba su trozo de carne dura bajo mi cuerpo. Él me iba indicando lo que tenía que hacer. Primero tuve que moverme sobre él, restregándome sobre su tensa verga, en espera de lo que vendría, mientras él estaba usando sus dedos para separar mis labios y llegar a mi clítoris, que se estaba reventando de duro, abultado y excitado. De vez en cuando me obligaba a guardar silencio levemente, ante el miedo de que un grito me delatase. Me prometió que me cogería después de que notase que un orgasmo me recorría. “Tendrás lo que quieres, perrita, en cuanto me des lo que quiero, y lo que quiero es que te corras en mis dedos. Hasta entonces no te daré mi verga”.

Giré la cabeza y le susurré al oído que me lo diera, que lo quería dentro de mí penetrándome con fuerza, hasta el fondo. Le noté sonreír y moverse hacia arriba, clavándome su dura verga, incitándome a imaginar qué me esperaba, pero sin dármelo. Ya me había retirado las bragas hacia un lado para poder acceder mejor, pero en ese momento noté que acaba de cortar los enganches superiores, de forma que acaba de perderlas. Eso me excitó más. Me arqueé y traté de dirigir sus dedos, pero él se negó y me dijo que continuara con mis manos sobre mis rodillas, disimulando. Su voz viril me dijo que lo que iba a hacerme era para prepararme. Noté que su otra mano, se deslizaba entre los dos cuerpos y que con su fuerza masculina, separaba mi coñito totalmente lubrificado, casi al máximo.

Me tranquilizó diciéndome que su verga era algo gruesa, así que tenía que prepararme muy bien. Tras ello, metió tres dedos de golpe en mi interior, susurrando “¡Mmmmmmmm!, Cariño, ya estás más que preparada. Quiero que te corras, perrita, vamos”. Yo estaba arrugando la ropa a causa del inmenso placer que sentía y la imposibilidad de demostrarlo. Un espasmo me recorrió. Él supo que casi había llegado el momento. Sus dedos se movieron frenéticos sobre mi clítoris, yo iba cerrando los ojos y mordiéndome los labios para evitar gritar. Clavé mis largas uñas en sus muslos para anunciarle que un violento y delicioso orgasmo estaba recorriendo todo mi cuerpo. Él me levantó levemente. Para cuando volví a caer su verga estaba clavada dentro de mí. No pude ahogar una exclamación, pero nadie la escucho.

Tal y como me había dicho, era bastante gruesa, y él sentirle en mis paredes, poco acostumbradas a ese tamaño, con una fricción favorecida por mis fluidos, me enloqueció. De pronto, hizo un movimiento y entró totalmente en mí. Estuvo así durante unos minutos. Luego noté que me tomaba de la cintura y que su mano volvía a mi clítoris, el cual estaba tan hinchado que creía que me iba a estallar. Con un vaivén algo más salvaje, me hizo cabalgarle. Sus dedos siguieron dándome placer, mientras sus caderas, rápidas, expertas se balanceaban ahora más salvajemente, hacia arriba, hacia los lados, en círculos; mientras una serie de orgasmos me iban recorriendo por entero uno tras otro, envolviéndome en un éxtasis bestialmente morboso y excitante. Noté que iba acelerando, que iba empujándome más y más, metiéndose hasta lo más profundo.

Me di cuenta que algunas veces sacaba su verga dura y gruesa y me hacía levantarme levemente. Mi seductor profesor, acariciaba todo mi sexo con la punta de su verga. Su capullo hirviente, grande, mojado de mí, extraía mis jugos, sin poder yo creer que aún me quedaban. Las piernas me flaqueaban ya, de la excitación. Y él seguía ideando perversiones para su alumnita preferida. Ahora me hundía la punta de su lubrificado capullo en mi culito, luego volvía a restregármelo contra mi sexo; así estuvo buen rato. Finalmente, en un último alarde de experiencia, unió a su verga gruesa y dura, un dedo. Un dedo que me dio un dulce suplicio al abrirme más para él. Explotamos los dos en un descomunal orgasmo. No se movió hasta que se hubo vaciado completamente dentro de mí. Yo podía sentir claramente sus chorros rebotando mi interior, ¡Que delicia!. Los dos sentíamos flaquear las piernas.

Pasados unos minutos, noté que él sacaba unos pañuelos del bolsillo. Me indicó que no me moviera, mientras él intentaba que nada se notara. No sé cómo lo hizo, pero él parecía que no hubiera hecho nada, mientras yo notaba mis fluidos y los suyos rezumando. Me sorprendió cuando le noté haciendo un improvisado tampón con dos pañuelos de papel. “Tendremos que arreglarlo para que nadie lo note. No pienso volver a darte las braguitas esta noche, cielo, así que nadie puede saber lo que te he hecho”. Con una palmada en mi trasero me hizo bajar de la silla del bar. Me besó en la boca lánguidamente, con la lengua dura apretándose en mi interior, y aplastándome contra la barra. Noté que metía su mano bajo mi falda y que allí recogía los líquidos que ya caían y hacía luego un tapón con los kleenex. Tuve otro orgasmo muy delicioso con ese solo hecho.

Después de recuperar el aliento, me prometió que ahí fuera, en el estacionamiento, probaría con mi boquita y con mis labios lo que había experimentado en mi interior.

¡Me alegró mucho saberlo!

Karin

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