Mi profesor caballo

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Mi experiencia es corta, como mi relato: tendría 25 años y estaba estudiando terapia y rehabilitación física deportiva. Nuestro profesor era también entrenador de gimnasio, por lo que tenía un físico impresionante y era casi inevitable no fijarse en su parte por la ropa deportiva que llevaba puesta. Una tarde, al salir del instituto, yo y mi amiga estábamos en el paradero, a cinco minutos de distancia, cuando un coche se detuvo donde estábamos. Era el profesor que se había ofrecido a llevarnos. Le agradecimos el detalle, pero insistió y, al final, subimos las dos. Dialogamos sobre las clases y mi amiga le pidió que la dejara en la siguiente esquina, de donde haría un transbordo.

Me quedé sola con el profesor, que avanzó un par de manzanas, se detuvo y me pidió que pasara adelante para conversar mejor y no parecer taxista. Ambos reímos. Me preguntó si podía invitarme a comer o si tenía algún inconveniente. Pensé rápido y me dije que me convenía, así podía haber más confianza y poder solicitarle información y conocimiento sobre el estudio. Acepté, porque todavía no era de noche. Pedimos algo de picar y unos traguitos para amenizar la conversación, que se tornó amena después de un rato. Le dije que me disculpara para ir al baño. Al regresar, se incorporó para ayudarme con la silla y ahí discretamente me di cuenta de que su bulto, a través de su buzo, se notaba más grande. Creo que no fui tan discreta y él se hizo el desentendido.

Al rato, pidió la cuenta y nos retiramos. Ya en el coche, se ofreció a llevarme lo más cerca posible a mi casa. Yo le respondía, pero estaba nerviosa y trataba de no mirar hacia su lado, porque sabía que mi mirada se dirigía instintivamente hacia su entrepierna; aparte, estaba un poco mareada por los brindis.

Luego de unos minutos se detuvo cerca de un parque. Esta vez volví mi mirada hacia él para ver qué pasaba, por qué se había detenido, y en ese momento me sorprendió la mano y me dijo: «¿Por qué me tienes miedo?». No le respondí, así que me preguntó: «¿Le tienes miedo a él?». Todo fue tan inesperado y rápido que ya tenía la mano izquierda sobre su pene, aunque estaba extendida, pero podía sentir la tibieza de esa cosa. Me quedé atónita, nerviosa, molesta y excitada por la inesperada experiencia, cuando él me hizo cerrar la mano sobre su pene y me dijo: «¿Quieres verlo?». Yo solo solté un «ah». … —¿Qué dices? —le respondí, pero él metió hábilmente la mano debajo de su buzo y sacó su miembro. No podía creer que fuera una cosa enorme y muy caliente; mi mano no lo cubría, por el contrario, resaltaba más la cabeza de ese pene, que tenía casi el color de un fuego incandescente y que engrosaba más dentro de mi mano.

Creo que alcancé a decirle que podían vernos, entonces ocultalo me dijo, mientras con su otra mano me jalaba la cabeza hacia su verga. Puse un poco de resistencia, pero tener tan cerca esa vergota, tan cerca de mi cara, le dije: «Está bien, pero solo un beso y ya». Pero, al acercarme, estaba tan duro que me empujó y ya lo tenía por lo menos la mitad dentro de mi boca.

Podía sentir claramente cómo su cabeza empujaba la campanilla de mi garganta y, entre mi lengua y paladar, no había espacio, de tal manera que, en cada vez que lo metía y sacaba, me ahogaba y casi no respiraba. Pero era una sensación exquisita.

Luego, tras un rato, me lo saqué de la boca y ya dejé los modales y le dije cómo podía caminar con semejante cosa. Él no respondió, solo sonrió y me lo volvió a meter con las manos. Me manoseó todo el cuerpo. Yo no dejaba que me quitara la ropa y le dije que la próxima vez. Y, por temor a perder la oportunidad, se dedicó a que yo se lo chupara.

Así estuve como media hora, lo miraba, esa verga, su cabeza, su cuerpo, me lo metía a la boca, lo chupaba, le pasaba la lengua, lo besaba. Hice toda mi fantasía hasta que pasaron muchas horas y me acabé corriendo, quería ver cómo se embarraba toda esa pingasa. Creo que lo entendió, me miró y me dijo: «Sigue así, que ya me voy a venir». No le dije nada, no iba a ensuciar la ropa. Él cogió un tapete de tela y me lo puso como babero. Por suerte, se estremeció y al rato se vino. Lo saqué de mi boca y, en el segundo chorro, me cayó en la nariz y en los ojos. Podía sentir lo tibio de su semen y cómo chorreaba hacia mi mentón. ¡Qué venida! Me limpié como pude con el trapo y pude ver su pene lleno de leche hasta los huevos y su cazadora negra llena de leche. Me acerqué y le di un beso a ese miembro. Me sacó un rollo de papel higiénico y me ayudó a limpiarme. Yo también lo ayudé dandole unas cuantas mamadas a su sabrosa pinga. Nos acomodamos en el coche y, esta vez sí, fuimos a comer y quedamos en vernos el fin de semana.

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