Mi noche con Adela, las mas perra de todas
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Adela la conocí dando un curso en una Universidad de provincia. Yo iba dos días, una vez al mes, y a la quinta visita, penúltima, consumé la conquista. Era la más brillante alumna del grupo. Tenía 22 años, y era de mediana estatura, grandes ojos color miel, cara sonriente y pecosa y cabello castaño claro, con tonalidades rojizas. De cuerpo estaba aún mejor: fuertes y blancas piernas que solían enfundar en ajustados jeans o presumir bajo pequeñas minifaldas, un culo alegre de vivir y unos grandes melones sobre una cintura de sueño. Usaba blusas tejidas que apenas contenían sus grandes pechos, y yo, mientras daba clase, no podía dejar de verlos.
El diplomado que estaba impartiendo era los jueves en la tarde y los viernes en la mañana, y la penúltima semana terminé a eso de la una de la tarde. Se quedaron dos chavos y Adela, y tras responder las dudas de ellos, ella empezó a plantearme las suyas, que no eran de respuesta sencilla, así que nos dio casi la una. Ese día llevaba sus ceñidos jeans y una blusita de algodón con el cuello tejido que dejaba desnudos su cuello y sus brazos, y apenas cubría sus redondos pechos, y yo decidí que, después de tanto desearla, esa noche sería mía (ella tampoco era de la ciudad en que estábamos, sino de otra, una ciudad grande en el otro extremo del estado, y viajaba expresamente para el diplomado), así que la invité a comer.
Comimos charlando de la tesis que estaba por terminar, de sus intereses por obtener una beca de postgrado en la capital de la República, que se yo… la comida era buena, el vino abundante y aún mejor, y yo la miraba a los ojos sin darle tregua. Salimos bastante alegres, cerca de las cinco de la tarde. Yo llevaba su mochila, pues se suponía que tomaría el autobús de regreso a su ciudad, y caminábamos rumbo a la estación, platicando ella del novio con el que había tronado, mientras yo le contaba que mi vida “emocional” no iba del todo bien, cuando llegamos a una esquina maravillosa, con cuatro preciosos edificios coloniales de cantera rosa, y nos paramos un momento para admirarlos. Entonces la tomé del brazo y le dije: “Adela: quédate a dormir conmigo”. Me miró extrañada y yo se lo dije otra vez, igual, o casi: “por favor. Me encantas… quédate a dormir conmigo”. Ella respondió con un beso, un beso prolongado y ardiente bajo el tibio sol, en una esquina maravillosa. El resto de la tarde, besándonos y acariciándonos como dos adolescentes, la pasamos de plaza en plaza y de bar en bar, admirando aquella ciudad y bebiendo cerveza. No había prisa: teníamos todo el día por delante y estábamos ambos dulcemente excitados.
Llegamos a mi hotel, y en la habitación, cuando empecé a besarla, ella sacó del fondo de su mochila un paquete de mota y lió un gordo canuto, lo dejó a un lado y empezó a desvestirse: “quiero darme un baño largo”, dijo, “quiero dármelo contigo”, añadió, y empezó a llenar la tina de la bañera. Pocas veces he visto con tanto placer cómo se desnuda una chica: sus grandes, blancas y firmes tetas con unos pequeños pezoncitos rosados, su duro estómago, sus anchas caderas, la delgada línea de vello púbico color rojo fuego que había escapado a la depilación del resto… así desnuda tomó el porro y se encaminó al baño, y yo me desnudé rápidamente y la seguí.
El baño fue largo y relajante, aunque la polla no disminuyó de nivel. A un lado y otro de la tina nos acariciábamos y dábamos largas caladas. Terminamos el porro y yo, con el pié, levanté el tapón de la tina. El agua empezó a irse y yo me levanté y la atraje sobre mí. Volví a besarla como al principio. La cargué como a una novia y saliendo del baño la deposité en la cama, viéndola acostada, con las piernas abiertas, dispuesta para mi entrada, pero en lugar de eso, me bajé al mar. Su coño estaba casi en la orilla de la cama, de modo que yo me hinqué en el suelo y mi cabeza quedó a la altura de su templo, y empecé a mamar. Mi lengua recorrió primero sus labios vaginales y hurgó un poco en la entrada de su vagina. Iba de uno a otro, acariciando y succionando, sin prisa y con amor. Luego subí al clítoris, pequeño y rígido para entonces, y lo empecé a besar, a succionar, a acariciar como un niño su paleta. Ella gemía y me decía despacito “que perversito, que perversito eres…”, y a su vigésimo perversito subí y le ensarté el pito, que se deslizó suavemente en su cálida caverna. Fui dibujando ochos con mi cadera, sobre ella, sin dejar de besarla, mientras ella gemía “dame clase, papito, dame clase”. Se vino, finalmente, en medio de agudos grititos.
Me tendí sobre ella, embarrándome de mis propios jugos, mientras le besaba y le mordía las tetas. La viscosidad del semen y la suavidad de su piel fueron parándomela otra vez; pero ella se movió, fue al servibar y sacó dos cervezas, dos más. Me jaló a la tina, que no habíamos vaciado, y me lavó el pene con la chela, que, fría como estaba, hizo que se me encogiera. Entonces me sentó y dijo “quiero más chela”, y me pidió que semiacostado, dejara escurrir muy despacio el líquido de la otra sobre mi estómago, hacia abajo. Cuando terminó la cerveza ya estaba yo firme otra vez, quise pararme, pero ella siguió mamando hasta beberse toda mi leche. Destapó entonces la bañera y abrió las llaves del agua, enjabonándome todo y comiéndome a besos. Recién bañados nos fuimos a acostar y yo la hubiera follado otra vez, pero mi hijo dilecto no respondió. Así que la abracé y pegándome a su culo, me fui quedando dormido.
Al día siguiente me maravillé al despertar con ella al lado, desnuda y despatarrada en la ancha cama. La admiré y la acaricié con mucho cuidado. Abrí un bote de lubricante y empecé a aplicárselo en el coño, y sin despertarla, le fui abriendo el coño y le metí la cabeza de la verga con mucho cuidado. Una vez encarrilada, se la metí de un golpe, aunque me lastimé un poco. Ella dio un gritito y abrió los ojos, y al verme musitó “¿Otra vez ahí, pillín?”.
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