Me case con una puta perversa y egocéntrica

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De pequeño, cada vez que podía acompañaba a mi padre a su trabajo. Si bien era muy aplicado en el colegio y me preocupaba por ser un buen alumno, mi total felicidad pasaba por estar con él, y siempre estudiaba para tener las mejores notas, porque mi madre conocía mi punto débil y prohibirme ir con él era el peor de mis castigos.

Papá era locutor en nuestro pequeño pueblo, la figura central del noticiero de cada mediodía, y poder verlo era mi mayor orgullo. A él le gustaba que lo acompañara; era un hombre conocido, todos lo saludaban al pasar, siempre vestía impecablemente, con traje y corbata, y llevaba el cabello corto y hacia atrás. Se afeitaba cada mañana y hacía lo imposible para mantenerse en forma. Su característica eran esas rebeldes canas prematuras que le arruinaban su tono castaño perfecto.

En el colegio todos me conocían por ser el «hijo de», y muchas veces me preguntaban cómo era esa vida tan popular que mi padre lucía.

Pero mi fascinación iba más allá de tener un padre conocido; me fascinaba todo su ámbito de trabajo: el canal, el estudio, todo el movimiento del detrás de escena y ese mundo reservado para pocos.
Y sabía que debía permanecer en silencio cuando estaba al aire y mantenerme distante en las pausas, porque papá «estaba trabajando» y no era momento para molestarlo.

Así se hacía ese noticiero diario, con la humildad de un canal de pueblo, donde todo costaba demasiado sacrificio.

Recuerdo que solo había dos cámaras, un tanto obsoletas, y esa era mi atracción.
El viejo Juan José era uno de los camarógrafos de esa época, un hombre calvo y barbudo que siempre me trataba muy bien, siempre llevaba dulces en los bolsillos y, en sus ratos libres, me dejaba jugar un poco. De él aprendí un oficio sin querer.

Ya en mi adolescencia, Juan José me dejaba reemplazarlo en algunos tramos de su jornada y sabía que ese sería mi futuro.

El tiempo pasaba para todos: mi maestro de cámaras estaba enfermo del corazón y buscaba un retiro anticipado, y también pasaba el tiempo para papá, que llevaba muchos años haciendo lo mismo. Su figura se había ido erosionando con el tiempo y ahora corrían nuevos aires, nuevas generaciones que venían a reclamar su lugar, apegadas a las nuevas tecnologías, a las que mi padre ya no podía afrontar.
Y las cosas cambiaban para mí también: no podía esperar a vivir la misma vida que Juan José, no podría trabajar cincuenta años tras esa cámara que empezaba a caerse a pedazos, donde la paga mermaba año a año y donde las épocas doradas ya no volverían.

Y fue mi propio padre, al darse cuenta de lo que pasaba, quien me tendería un puente hacia la gran Capital Federal. A pesar de ser solo una persona del interior, siempre había tenido contactos con sus pares de los grandes canales capitalinos, y en un abrir y cerrar de ojos empezaba una nueva vida como camarógrafo de uno de los grandes medios de Buenos Aires.

Me establecí y aprendí a defenderme en esa jungla de cemento. Tuve que pasar de ser un inocente pueblerino a un creído porteño, porque si no, me hubieran devorado las fieras.
Cuando tuve todo listo, viajó Estefanía para establecerse conmigo, mi novia de toda la vida. Tal y como habíamos acordado cuando me fui, volveríamos a encontrarnos para no separarnos nunca más.
Nos casamos por lo civil de forma desprolija; solo estábamos nosotros dos en ese sitio y algunas amistades que empezábamos a forjar. Decidimos dejar la gran fiesta de la iglesia, el vestido de blanco y todas esas cosas para un futuro próximo, en nuestro pueblo, con nuestras familias.

Pero pronto, antes de lo esperado, llegaría Candela, nuestra primera hija, y no mucho después Anahí, la segunda. Todos esos cambios en nuestras vidas postergarían por siempre esa gran fiesta que habíamos soñado.

Llegué a mis treinta años y tenía todo lo que había deseado tener: amaba mi trabajo, a mi esposa, a mis niñas, la paga era excelente y ganaba más de lo que podía gastar; cada día me levantaba con una sonrisa y todo era perfecto en mi mundo perfecto.

Me llamarían entonces para un nuevo proyecto, un nuevo programa que se emitiría muy pronto, todos los sábados y domingos, desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche. Sin duda, un horario agotador, un programa en vivo de música tropical, cumbia y otras cosas que no me gustaban nada, nada atractivo, salvo una paga con muchos ceros. Cuando acepté, sin saberlo, le estaba diciendo que sí a una tormenta que se avecinaba en mi vida.

Como dije, esa mal llamada música lastimaba mis oídos y tenía que tomar aspirinas para mitigar el dolor de cabeza. Grupos que pasaban uno tras otro y que solo dejaban entrever la decadencia de la sociedad, aunque la audiencia respondía muy bien.

Entre tantas cosas guarras que tenía ese programa, siempre había algunas chicas que bailaban de fondo, eran putitas que lucían como putitas, a las que no les importaba verse como putitas, siempre con medio culo al aire, en falditas, en shorts o exagerando las tetas siliconadas escapando por los escotes, siempre sonriendo, sin importarles que los planos cortos dejaran en evidencia que sus culos fueran más importantes que sus rostros.

Y todo seguiría así hasta que Yanina, una nueva bailarina, se incorporara al equipo. Ella no tardaría en destacar entre sus compañeras: era más alta, tenía más tetas y más culo, y un carácter avasallante. En poco tiempo, se haría con el centro de la coreografía, y resultaría realmente llamativa.
Tampoco tardaría en hacerse odiar por sus colegas; justamente, la trataban de puta, es decir, era puta entre las putas, y los conflictos estarían a la vuelta de la esquina.

Y mi problema fue que Yanina, en cada corte, en cada oportunidad, venía a mi lado y me hablaba de cualquier tema, se me pegaba como un perrito faldero, tal vez porque fuera casi el único que le dirigía la palabra. Cuando nos enredamos entre las sábanas supe que había dado el mal paso.

Mi mujer y mis hijas no tenían nada que ver, me había cargado a una amante que era dinamita pura, solo había sucedido, solo había pasado, y Yanina era tan buena en la cama que solo no podía cortarla.
Su estancia en el programa no duraría mucho, se había desatado una guerra entre ella y el resto de las chicas. Yanina no era buena persona, era conflictiva y nunca se callaba, y desde el canal notaron que habían puesto una víbora en una canasta de víboras. Era más fácil limpiar a una que a todas.
Ella siguió su camino, pero nunca dejamos de ser amantes a escondidas. Se convirtió en mi obsesión, en mi perdición, hasta el punto de darme cuenta de que pensaba más en ella que en mi propia familia.

Yanina ahora se ganaba la vida como promotora, pero sobre todo los fines de semana recorría los distintos circuitos del país en carreras de autos. Empezó a comportarse celosa conmigo por mi mujer, por mis niñas. Estuvimos tirantes, discusiones y conflictos de una mujer que tenía que conformarse con una parte y que se cansaba de ese rol. Ella fue tajante: todo o nada, o me olvidaba de mi mujer y las niñas o me olvidaba de ella.

Yanina era tan puta como perversa y egocéntrica, no tenía piedad, y, al notar que yo jamás me decidiría a dar el paso y que solo mantendría el status quo con falsas promesas, fue ella misma quien se presentó en mi casa cuando yo estaba trabajando para hablar a solas con mi mujer y ponerla al tanto de todo lo que yo hacía a sus espaldas.

El desenlace fue previsible, porque Estefanía era una mujer extremadamente buena que podía aceptar cualquier cosa, menos una infidelidad, y menos con una puta de ese calibre. Así que una mañana emprendió el viaje de retorno a nuestro querido pueblo con una maleta bajo el brazo, el rostro enjuagado en lágrimas y las dos pequeñas escondidas entre sus faldas sin entender lo que estaba sucediendo.
La separación fue dura, pero al mismo tiempo empezaba mi vida de pareja con Yanina, la mujer que me enloquecía en la cama y en los pensamientos. Era como esa droga que sabes que te mata poco a poco, pero que aun así es tan adictiva que no puedes dejarla.

Cogíamos mucho, demasiado, era una perra, pero yo me negaba a ver que, aunque ella fuera la única mujer en mi cama, tenía sin duda muchos hombres en la suya; todo lo indicaba: su forma de vestir, sus contactos, sus salidas, sus gestos, hasta sus descuidos.
Miraba sus redes sociales y solo veía a ella, en fotos demasiado sugerentes, esas fotos que solo sirven para cazar clientes, fotos de una mujer que se sabe muy llamativa, fotos que hasta me hacían preguntarme por qué diablos mantenía una relación conmigo si parecía gritar a los cuatro vientos que era una persona libre y sin ataduras.

Incluso cuando charlábamos al respecto, no admitía sus engaños, pero tampoco los negaba. Y justo ella era la persona que me había obligado a romper con mi pareja por sus ridículos celos.

Estaba llegando a los treinta y cinco, ella apenas tenía veintiséis, y ya me había acostumbrado en cierto modo a mi papel de cornudo consciente. Janina era muy conocida en el mundo de las promotoras y las carreras, y sus fotos sensuales pasaron a ser provocativas, hasta que se hizo una portada con un modelo conocido para una revista de hombres, ya sin nada de ropa…

En marzo llegaba una carrera de MotoGP a Santiago del Estero, en el circuito internacional de Termas de Río Hondo, y en el mundillo interno del canal me enteré de que estaban preparando un programa sobre la vida de las promotoras. Eran esos programas en off que cuentan un poco de la vida de la gente, reportajes desde un ángulo crítico, podía ser de cualquier tema. Recuerdo haber sido el camarógrafo de turno en algunos rodajes, como la vida de los bomberos, la de una maestra de escuela de pueblo y también haber vivido arriba de un barco pesquero.
Y esta oportunidad sería mi oportunidad: mi mujer, su trabajo, el mío, todos reunidos en un mismo sitio.

La filmación y las tomas empezarían el mismo jueves, donde mi mujer, una vez más, sobresaldría por su voluptuosidad y personalidad. Ese día llevaba unas mallas blancas con publicidad en letras rojas a lo largo de las piernas y se le marcaba claramente la pequeña tanga que llevaba debajo. Todo se le metía en la concha de forma muy morbosa. También llevaba un top ajustado y brillante de color celeste, que marcaba sus pezones de forma obscena. Pero lo peor de todo era que, mientras filmaba a mi propia mujer, a la que siempre tenía en la cama, sentía una profunda erección incontenible entre las piernas.

Esa tarde la tendría libre, así que ella tendría que hacer su trabajo y, como no me gustan las carreras, fui a conocer un poco la ciudad. Sin querer entrar en política, me dio la sensación de que ese circuito era como un circo romano, porque todo el entorno era muy humilde y se notaba a flor de piel la humildad, el analfabetismo y la pobreza extrema de las personas con las que me cruzaba. Todo ese majestuoso mundo que rodeaba al complejo no era para ellos, jamás lo sería, y era notorio el contraste entre un lado y el otro.

Así que me dediqué a pasear y, de hecho, podría decir que lo recordaba mucho como un paralelismo con mi querido pueblo natal, lo que me llevó a recordar a mi expareja, a mis hijas y el tiempo que hacía que no las veía. Un frío sudor de culpa corrió por mi espalda, porque era yo quien había elegido a una prostituta para vivir esta vida y estar en un lugar que jamás había imaginado.

Pero llegaría la noche y con ella nuevas historias…

Desde producción querían que hiciéramos un gran reportaje de «detrás de las escenas», y el seguimiento de la vida de las promotoras debía ser las veinticuatro horas. Incluso en una cena vip que se desarrollaba esa noche, Yanina lucía un esplendor de supermujer y superputa, con un vestido de algodón tan vulgar como provocativo, tan corto que se le veía el culo. Tan escotado que se le escapaban las tetas, y tan adherido al cuerpo que se dibujaba a la perfección la tanga que llevaba y los pezones saltones, evidenciando que no llevaba sostén. Solo tragué saliva, porque esa era la mujer que yo había elegido, y si se mostraba tan puta en mi presencia, no me atrevía a imaginar lo que sería en cada uno de esos fines de semana en los que no nos veíamos.

Tomé mi cámara y, junto al entrevistador, nos dirigimos a la carpa donde se celebraría esa cena. Al entrar, dos custodios nos salieron al encuentro y nos dijeron: «Nada de cámaras».
No sirvieron de nada nuestras explicaciones, nuestras credenciales de medios de televisión, nuestras exigencias sobre libertad de prensa ni nuestros intentos de soborno. Probamos todas las tácticas, pero la respuesta nunca cambiaría: «Nada de cámaras».
Así que dejamos nuestras cámaras en un lugar seguro y volvimos tiempo después.

Para entonces, mi mujer ya estaba demasiado efusiva, había bebido y estaba un poco ebria. Entendí que esa fiesta era un puterío barato y Yanina estaba con dos hombres: uno la ceñía muy fuerte por la cintura y ni siquiera cuando ella me presentó como «su esposo», el tipo pareció incomodarse; por el contrario, en un español notable, me felicitó por la mujer que tenía y me dijo que sentía envidia sana.
El otro tipo hablaba francés y no entendía demasiado más allá de lo que el español traducía. Entonces me di cuenta de que, como siempre, era solo parte de un todo y de que a mi mujer jamás la pondría nerviosa la situación de que su esposo estuviera presente; no le incomodaba, no estaba en sus genes.
Y poco a poco me hice a la idea de que esos tipos podrían hacerle lo que quisieran, que ese era su mundo, donde ella se movía como pez en el agua y donde yo siempre sería un invitado a la fiesta.

Sería molesto para mí que, tiempo después, el mismo español del que ni siquiera recordaba el nombre me sugiriera que siguiéramos la fiesta en su habitación con el francés y mi mujer, y que obviamente yo estaría invitado.

También sería incómodo que Yanina, ebria y molesta, me rogara aceptar su fantasía de una fiestita caliente en la que quería tener varias pollas al mismo tiempo, tan molesto como ver que en unos minutos mi mujer, yo y dos extraños nos desnudábamos en torno a una cama, y lo peor aún, cuando ella, sin pelos en la lengua, al ver que mi idea era participar, dijera:

—No, mi amor, vos no. ¿Acaso no sos el camarógrafo? ¿Acaso no estás aquí para saber de la vida de las promotoras? ¿Acaso no querés llegar al fondo? ¡Además, a vos ya te conozco! ¡Vamos! Coge la cámara y haz tu mejor trabajo!

Y solo hice eso, lo que sabía hacer, como ella dijo, mi mejor trabajo.
Tal vez por una cultura diferente, el español y el francés parecieron no incomodarse por que su marido filmara lo que sucedía en ese cuarto. Tal vez para la puta de mi mujer no fuera la primera vez, pero Janina empezó a besar a uno y a otro, muy perra, muy puta, mientras ellos se llenaban descaradamente las manos con los enormes glúteos y los perfectos pechos que en un abrir y cerrar de ojos habían quedado desnudos, despojados del indiscreto vestido que apenas los cubría.

El francés no perdió tiempo: le levantó el vestido por detrás y el enorme y majestuoso culo de mi mujer quedó ante sus ojos. Él le corrió la tanga y, con poco esfuerzo, se la metió por el culo, provocando un apenas simulado reproche de mi esposa, que empezó a gemir conforme el tipo se la daba sin parar, aferrándola por la cintura.

Y yo, al otro lado de la cámara, me sentía un tonto sin cura por mi trabajo. El español la apretaba con fuerza simulada por la garganta, pareciendo disfrutar de ese sadismo, mientras le acariciaba las tetas al mismo tiempo.
Solo continuarían esos juegos, en los que mi mujer se concentraba en su sexo con la misma pasión que ponía en ser una excelente actriz porno ante mis ojos.

Notaba que buscaba los mejores ángulos para que su rostro y las vergas que chupaba al mismo tiempo cupieran en plano, y nuevamente noté una profunda erección entre mis piernas.

Ella comenzó a montar al español. Su piel morena contrastaba con sus largos cabellos teñidos de rubio, mientras que el francés parecía tener una obsesión con el sexo anal. Fue por todo a una doble penetración, placer que Yanina recibió con mucho entusiasmo, pues era ella quien se movía con lujuria entre los dos machos. Sacudía sus caderas entre ambos y solo pude obtener un plano trasero típico de las dos pijas penetradas por cada uno de sus agujeros disponibles, hasta que el francés no pudo más y, en esos movimientos, el semen empezó a chorrear desde el culo de mi mujer, incluso bañando el sexo del español.
Cuando se retiró exhausto, la cámara tomó el primer plano del culo todo dilatado chorreando leche de mi propia mujer, mientras el otro la seguía cogiendo sin parar.

El español decidió cambiar de postura y empezó a frotar su sexo entre las ricas tetas de mi amada, y así un poco más. Yanina esperaba el final con una sonrisa en los labios y el último plano que tomé fueron sus pechos llenos de leche y ella acariciando todo su cuerpo, en una masturbación final.
Recuerdo dejar la cámara a un lado para ir a un baño a masturbarme en soledad, como un inmaduro adolescente.

Al día siguiente tendríamos mucho trabajo por delante: entrevistas con otras promotoras, reuniones de trabajo, ediciones… Mientras tanto, ella se pavoneaba como una diva por el asfalto entre motos ruidosas y pilotos decididos a jugarse la vida en cada curva solo por ser el mejor del resto.
Y solo puedo decir que todo lo que había vivido esa noche volvía a repetirse una y otra vez en mi cabeza: podía estar trabajando, tomando un baño, mirando la televisión o incluso recostado sin hacer nada, pero, ocupara lo que ocupara mis pensamientos, esa historia nunca se borraba.

Y hablamos de ello a nuestra vuelta, pero no sería más que eso, hablarlo, porque ella nunca cambiaría y yo siempre sería una parte de su mundo. Comencé a replantearme seriamente si estaba viviendo la vida que quería vivir.

Ese domingo por la mañana miraba la televisión, en directo, una carrera de coches desde San Juan. La pantalla me dejaba ver la parrilla de salida, donde las promotoras hacían sus típicas propagandas, y, como siempre, los primeros planos se iban a Yanina. Todo me recordaba lo vivido y me llevaba a imaginar lo que seguramente estaba haciendo a mis espaldas.
Tuve la idea de llamar a Estefanía, siempre lo hacía porque hablábamos mucho de Candela y Anahí, pero esta vez quería hablar con ella, saber de ella, solo escuchar su voz, porque tal vez…
Pero me daría la noticia de que se iba a vivir con Nicanor, un arquitecto del pueblo, y bueno, las chicas y todo eso de las familias ensambladas. Comprendió que había dejado pasar el tren.
Ella me preguntó cómo iba mi vida con mi pareja. Miré de nuevo la pantalla, aún era centro de atención de las cámaras, y solo le pude responder con resignación: «Me casé con una puta».

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