Las bragas usadas de mi vecina dolores
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El domingo fue un día penoso. Tenía una resaca de caballo y me sentía a morir. Había salido la noche anterior, hasta muy de día, y hasta me quedé a desayunar churros, que me sentaron como el culo.
Uno de los recuerdos que me quedan de la velada es llegar a casa, y mientras intentaba abrir la puerta de la calle (sin éxito), mi vecina Dolores me abrió. Se dirigía, como cada domingo, a por el pan y el periódico. Lo sé porque los pocos fines de semana que no salgo y me emborracho, la veo llegar a mediodía con un pan y un periódico.
– ¡Buenos días! ?me saludó?. Hoy has madrugado mucho, eh Tomasín ?dijo bromeando. Como me conoce desde que nací prácticamente, siempre me ha llamado Tomasín.
– Buenas? pues sí, hoy se me ha hecho un poco tarde? ?acerté a decir.
– ¿Qué tal tus padres? Hace mucho que no los veo y que no vienen por aquí? ?observó.
Mis padres se fueron a vivir al pueblo hace un par de años, hartos de residir en la ciudad. De manera que me dejaron el piso en el que habíamos vivido siempre. Tenía a mi disposición una amplia vivienda de 120 metros, en pleno centro de Zaragoza. Lo cual, para un soltero de treinta años, con trabajo y sin hipoteca, era un auténtico chollo.
– Pues bien? por el pueblo están ?dije; tenía resaca y no me apetecía que me diera el coñazo.
– Dales un beso ?me pidió.
– De tu parte.
– Anda tira a dormir, que vaya cara me llevas ?se despidió finalmente, dándome dos suaves palmadas en la mejilla.
La verdad es que a lo largo de mi vida han caído bastantes pajas con la Dolores, sobre todo cuando era más joven; pero esa mañana sólo tenía ganas de echarme a dormir.
Para mí había sido un mito erótico en mi adolescencia, cuando ella tenía treinta y tantos: por entonces era un pibón que estaba soltera, morena de grandes pechos, y enseñando casi siempre las piernas llevando faldas. Además simpática, siempre tenía un saludo afectuoso o una palabra agradable, muy risueña y dulce. Lo que se dice una mujer de bandera. Pero ahora, le había pasado como al buen vino: había mejorado con el tiempo. Con cincuenta años, seguía vistiendo igual. Su figura no sólo no había envejecido, sino que se veía cada día mejor. Se notaba que se cuidaba. Y seguía tan amable y soltera como siempre.
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A la semana siguiente, llegué un día a casa a la hora de comer. Mientras subía las escaleras (escaleras grandes de bloque viejo), me crucé con la Dolores.
– ¿Qué, ya te has recuperado? ?se interesó con una sonrisa.
– Buf, sí, el domingo estuve muerto todo el día ?contesté.
– Si es que ya no tienes edad ?dijo riendo, mientras me cogía del brazo. Siempre ha sido muy tocona, y no ha tenido reparos en agarrar del brazo, coger el hombro o tocar la cara. A mí, por supuesto, nunca me ha importado lo más mínimo.
– Deja, que yo siempre rockanrolearé ?aseguré.
– Ya verás cuando tengas mis años, ¡que ya no te queda tanto! ?bromeó.
– Anda ya Lola, si tú te conoces todos los garitos del Casco y la Zona ?le vacilé, mientras yo ya subía las escaleras y ella se alejaba bajando.
– ¡Anda tira! ?se despidió.
Pero cuando ya casi había llegado al siguiente tramo, me giré para mirarla, momento en el que ella también se giró mirando hacia arriba, con una bonita sonrisa en el rostro. Nuestras miradas se cruzaron un segundo, antes de que ambos desapareciéramos de la vista del otro.
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Ella vivía sólo un piso más arriba, en la misma letra. Había estado allí algunas veces, cuando era más pequeño: había ido con mi madre de niño, alguna vez que tomaban café juntas; o cuando me mandaban a por un huevo o un poco de leche porque se nos había acabado. Ahora hacía mucho que no me dejaba caer por allí. Tampoco era lo mismo, ya que con quien tenía más confianza, obviamente, era con mi madre.
Tan sólo dos semanas después de aquel encuentro en la puerta de la calle, el domingo por la mañana, volví a salir hasta altas horas. Regresé bastante perjudicado, pero no tan tarde como la vez anterior porque aún era de noche.
No recuerdo casi nada nítidamente, pero sí que llegué y en esta ocasión no tuve problemas con la puerta de abajo. Pero al llegar arriba, metí la llave y no abría. Algo relativamente habitual, cuando llegas bolinga a casa, porque o bien no escoges la llave adecuada, o bien no aciertas en la cerradura, o ambas. Llevaba ya un rato en mi lucha particular con la puerta, cuando ésta se abrió tan de repente que casi caigo hacia delante.
– ¡Uy! ¡¿Pero qué haces tú aquí!? ¡Vaya susto me has dado!
Era Lola. Yo no entendía nada. ¿Qué narices hacía en mi casa?
– Anda pasa, que vas muy borracho ?dijo.
Sin ninguna resistencia por mi parte, me cogió del brazo y me guió hacia el interior. Llevaba un camisón de dormir muy corto, apenas le cubría las bragas. Lo siguiente que recuerdo es acostarme y quedarme dormido al instante, con una gran sensación de confusión.
Desperté más allá del mediodía, en una habitación extraña que no conocía. ¿Qué coño había pasado? ¿Había ligado y estaba en la casa de alguna tía? De repente la realidad me golpeó como un bofetón. Había llegado y la llave no me funcionaba, y me abrió la puerta la Dolores. Joder, no estaba en casa, estaba en el piso de arriba. El de Lola.
Estaba en calzoncillos. Busqué la ropa por el cuarto pero no la encontré. Tenía una erección matutina durísima, de modo que tuve que esperar a que se relajara, porque no podía salir en gayumbos y encima empalmado.
En cuanto se me bajó, salí al pasillo para encontrarme con Lola, darle las gracias por acogerme y disculparme por las molestias. No es que me diera vergüenza que me viera en calzoncillos, pero no era la situación más cómoda del mundo estar casi desnudo en la casa de una vecina mayor. Me asomé al salón, y la vi sentada leyendo el periódico. Restos del desayuno reposaban en la mesa.
– ¡Hombre, madrugador! ¡Buenos días por la mañana! ?dijo levantando la cabeza de su lectura.
– Hola, buenas ?saludé con timidez, saliendo del pasillo al salón. Como decía, no me daba pudor el que me viera en paños menores. Después de todo, era parecido a una figura materna. Lo que me daba corte era haber llegado borracho y equivocarme de piso.
– ¿Quieres un café? ?me preguntó?. He hecho una cafetera y todavía está caliente.
– Hombre pues sí, no me vendrá mal ?acepté.
– En seguida te lo pongo. ¿Pero qué haces ahí de pie aún? ¡Anda siéntate a la mesa! ?me ordenó.
– Hombre es que? ¿dónde está mi ropa? Es que estoy en calzoncillos y me da cosa ?titubeé.
– Cuando llegaste ibas muy perjudicado, y te la quité. Apestaba, así que la he metido a la lavadora. En cuanto se seque te la pones. ¡Y que no te dé cosa, que te conozco desde crío!
Qué bochorno, no sólo me había equivocado de casa, sino que ella encima me lavaba la ropa.
– Joder Lola, qué vergüenza, ya disculparás? y además me lavas la ropa ?me excusé, sentándome en la silla.
– Calla tonto, que no es nada ?dijo, quitando importancia al asunto?. Voy a ponerte el café, que se me va el santo al cielo.
Dobló el periódico y lo dejó en la mesa, y se levantó. Cuál fue mi sorpresa al ver que la bata que llevaba puesta, no estaba abrochada. Vi perfectamente su cuerpo bajo la bata: estaba en ropa interior, con sujetador negro que cubría sus grandes pechos, y una braga de color negro también.
Se dio la vuelta dirigiéndose a la cocina. Aquello sí que me dejó un poco turbado: si bien no me importaba estar en calzoncillos, no me esperaba para nada que ella también estuviera prácticamente en ropa interior.
– La leche y el azúcar están ahí en la mesa, ¿verdad? ?preguntó desde la cocina.
– Sí! ?respondí alto, para que me oyera.
– He metido la ropa en la secadora. En cuanto se seque, te la puedes poner ?dijo mientras ya regresaba con la cafetera humeante y una taza. Su bata seguía abierta, no parecía importarle que la viera así.
Dejó la taza en la mesa, y empezó a verter el café en ella.
– Tú dirás ?dijo, para que le indicara cuánto quería.
– Así, ya vale ?le señalé cuando se llenó a mitad.
Me puse un poco de leche; Lola se sentó en su silla, pero en seguida se levantó.
– ¡Ay, qué cabeza tengo! ?exclamó?. No te he dicho si querías galletas o algo. Me las he dejado preparadas en la cocina y se me han olvidado.
– ¡No, deja deja, es igual! ?intenté negarme, pero ella ya se iba en dirección a la cocina.
Volvió a los pocos segundos con una bolsa de magdalenas y un paquete de galletas maría.
– Que daba igual, no tenías que molestarte ?dije, pero cogí una magdalena?. Encima de que llego a las tantas y te molesto y me lavas la ropa, me das galletas.
– ¡Ay qué tonto eres! ?repitió, riendo?. ¡Que no es ninguna molestia! Así me haces una visita, que si no ya no se te ve el pelo por aquí.
Se sentó en su silla, y cruzó las piernas. Iba descalza. Su bata seguía abierta: le cubría los hombros y parte del costado, pero el sujetador, el vientre, y las piernas, estaban totalmente a la vista.
No puedo decir que aquello no me excitara. Intenté aparentar estar lo más normal posible; pero era difícil teniendo en cuenta las circunstancias, yo medio desnudo y ella también. Era inevitable mirar de vez en cuando su cuerpo, a las tetas (grandes, y sobresaliendo por la parte de arriba del sostén), y a las bragas y piernas. No sé si me descubrió, pero si lo hizo no lo demostró de ninguna manera.
– Venga, cuéntame qué tal lo pasaste anoche ?me pidió, y puso su pie sobre mi pierna, dándome unos golpecillos. Ya he comentado que Lola se tomaba muchas confianzas y tocaba mucho; pero que posara su pie desnudo sobre mi pierna, y me diera golpes jugueteando, no me lo esperaba y casi di un respingo.
– Bueno, la verdad es que no me acuerdo de mucho ?comencé a decir, mientras ella retiraba su pie y se quedaba en la posición original, con las piernas cruzadas.
– ¡Y tanto! ?me interrumpió?. Llevabas una buena cogorza. Y vaya susto me diste, pensaba que venían a robar. Miré por la mirilla y vi que eras tú, y ya me quedé más aliviada.
– Ya? perdón ?dije con cara de circunstancias.
– ¡Que no te tienes que disculpar! Nos ha pasado a todos. Menos mal que tengo el sueño ligero y te abrí; te llevé a esa habitación porque siempre tengo las sábanas preparadas para cualquier visita.
Se había servido otro café, y le gustaba hablar.
– Ibas haciendo eses, y te conduje hasta allí ?continuó, riendo?. Te ayudé a desvestirte y ya te dejé en la cama. Qué rico estabas, ahí dormidico.
– Qué vergüenza, por dios ?murmuré.
– ¡Qué dices, vergüenza! ¡Pues anda que no te he visto echarte la siesta pocas veces de crío! ?profirió?. Bueno pero sigue, que te he interrumpido ?y volvió a darme con su pie en la pierna.
– La verdad que me lo pasé muy bien. Cenamos en el Tubo, y luego estuvimos en el Licenciado Vidriera y algún otro garito. Pero no me preguntes cuál porque no me acuerdo ?dije, y ella se echó a reír.
Su risa era fresca y contagiosa, y me entraron ganas de contarle alguna anécdota graciosa.
– Bueno, y pasamos por la Plaza de los Sitios, y los tres que íbamos nos pusimos a mear. Pues justamente pasa la policía y allí nos tienes a los tres corriendo como críos ?le relaté
– ¡Pero que ya no tienes veinte años, para andar haciendo el loco así! ?dijo en medio de una carcajada sincera, no de quedar bien. Se divertía y se le notaba?. Bueno, y ligaste o qué ?y me dio por tercera vez con el pie en la pierna; en esta ocasión no golpeó, sino que rozó pícaramente de lado a lado, gesto acorde con lo que me acababa de preguntar.
– ¿Ligar? Pfff qué va, todos a dos velas ?contesté algo nervioso.
Me llamaba la atención que se tomara la libertad de tocarme con tanta confianza con el pie, sin pensar si me podía dar aprensión o asco. Que no me lo da, más bien todo lo contrario; pero de todas formas, me chocaba que una mujer de cincuenta años no tuviera eso en cuenta. Teníamos cierta confianza, pero no pensaba que hasta ese extremo.
– ¿Qué no ligas? Ya me extraña; ya te digo que tengo el sueño ligero y vives justo debajo ?y me guiñó un ojo.
– ¿Y eso qué quiere decir? ¡Dios me libre de hacer ruido! ?comenté entre risas, acabando mi café con leche.
– No no, si el ruido no lo haces tú, lo hacen tus visitas ?y rió también?. Bueno, voy un momento al baño y recojo la ropa, que ya debe de estar seca.
Se levantó y se dirigió al pasillo. Desde mi posición no podía ver el interior del cuarto de baño, pero sí que vi que no había cerrado la puerta. Se la dejó totalmente abierta. Empezó a mear y oí perfectamente cómo caía con fuerza el chorro al váter. Me gustaba su naturalidad y su forma de decir y hacer las cosas.
– ¡No recojas nada! ?gritó desde el interior, a mitad de meada?. ¡Déjalo todo así que ya lo recogeré yo luego!
Escuché cómo iba apagándose el chorro, hasta que cesó por completo. Le siguió el ruido de la cadena el wc, y a continuación salió Lola.
– Bueno, voy a sacar la ropa y así te puedes vestir. Y me pongo algo yo también, que si no dirás ?esta tía es una guarra que va tol día desnuda por casa? ?dijo con gracia. Su llaneza y espontaneidad cada vez me agradaban más.
– Oh, no, no pensaba eso ?respondí, aunque sí me sorprendía que no tuviera recatos en ir con la bata abierta y estar junto a mí en ropa interior.
– Anda que no, pajáro ?replicó, alejándose ya hacia el cuarto de la lavadora.
Permanecí en la mesa a la espera de que volviera, jugueteando con las migas de la mesa. Reapareció con un gran cesto de ropa limpia.
– Sígueme, que te doy tus cosas.
La seguí por el pasillo, hasta la habitación donde yo había dormido. Dejó el canasto en la cama, y cogió mis prendas.
– Toma, esto es tuyo, y esto es tuyo ?dijo, entregándome mi ropa?. Y esto me lo llevo para mí ?apuntó sonriendo, mientras se llevaba un par de cosas y dejaba el cesto sobre la cama.
Me puse el pantalón y la camisa, cuando oí que Lola me llamaba desde su dormitorio.
– ¡Tomasín! ?exclamaba?. ¡Anda tráeme la camisa blanca porfa, que no sé ande tengo la cabeza!
Tomé la camisa blanca que me había indicado, que estaba encima de toda la ropa. Había varias bragas en el montón; no le importaba mucho que las pudiera ver o tocar. Se la llevé a su habitación. Estaba terminando de subirse un vaquero, por lo que le vi otra vez las bragas antes de que el pantalón las tapase. En la parte de arriba no llevaba nada, solamente el sujetador; esta vez sin bata, la cual reposaba a los pies de la cama.
Se la entregué, y bajé la vista hacia el suelo, en un gesto como de no querer mirar por respeto. Lola se dio cuenta.
– Jo, ya perdonarás? Es que no me doy cuenta de que no estoy sola en casa, y como no soy vergonzosa? ?se excusó mientras se abrochaba la camisa blanca?. Yo soy así. Lo raro es que no me haya tirado ningún pedo ?y culminó con una risotada, a la que acompañé.
Salimos y fuimos al salón, donde aún permanecían los restos del desayuno. Me dispuse a ayudarle a recogerlos, pero me lo impidió.
– Ni se te ocurra, eso es cosa mía ?me advirtió.
– Hombre, no jodas Lola?
– Nada nada, yo lo recogeré. Pero si quieres ?pagarme? la estancia, puedes hacer una cosa. ¿Tienes algo que hacer? ?me preguntó.
– Pues no, echarme largo al sofá supongo.
– Es porque he de recoger un mueble que me ha restaurado una amiga. Iba a ir ahora a su casa a llevármelo. ¿Me acompañas?
– Claro, cómo podría negarme ?contesté.
Era verdad. No podría decir que no, después de lo bien que me había tratado. Me acogió, me acostó, lavó mi ropa, me da café? Imposible negarse.
– Que no hace falta, sólo si quieres. Que me imagino que estarás hechico polvo.
– No no, tranquila, así me despejo ?aseguré.
De manera que salimos juntos del edificio y nos metimos en su coche. Era viejo pero amplio. Condujo unos minutos por las calles, hasta llegar a casa de su amiga. No estaba lejos, pero para ir cargado con un mueble, mejor con el coche.
Tocó el timbre y nos abrieron en seguida. Ya la estaban esperando.
– Veo que te traes ayudante ?observó su amiga, una vez llegamos a su piso.
– Es el chico de mis vecinos. Como es joven y fuerte, me aprovecharé de él y le haré cargar con todos muebles que nos dé tiempo ?bromeó.
– Pues sí, que es buen mozo y bien majo ?le acompañó la amiga.
Yo no dije nada, tan solo reí ante su broma cómplice.
Resultó que el mueble en cuestión no era para tanto, simplemente una mesilla no demasiado aparatosa. Lola me ayudó a cogerla, pero me di cuenta de que podía llevarla yo solo fácilmente.
– Quita quita Lola, que puedo yo solo ?afirmé.
– ¿Seguro? ?preguntó Lola.
– Que sí mujer, ¿no ves que no está arguellao? ?dijo su amiga.
Bajé la mesilla de noche en el ascensor, y la metimos en su coche. Llegamos a nuestro bloque y la subí hasta su piso sin mayor problema.
– Déjala por ahí, en cualquier habitación. Ya pensaré dónde la pongo ?me indicó, ya en su casa.
La coloqué en la habitación donde había pasado la noche. Salí y Lola me acompañó hasta el recibidor.
– Bueno, has sido muy amable por traerme la mesilla ?manifestó.
– ¿Yo? Pero qué dices por Dios. Si hoy has hecho de todo por mí ?contesté, sincero.
– Anda tira, no he hecho nada del otro mundo. Pero tú, resacoso y cansado, has ido a buscar la mesilla y no tenías por qué ?perseveró con tozudez.
– Hombre, no podía negarme Lola.
– Bueno bueno, que te has portado muy bien ?zanjó con una sonrisa.
Estábamos en el recibidor de la entrada, junto a la puerta abierta ya. Entonces me plantó un beso en la mejilla, muy de madre, como de agradecimiento por los servicios realizados.
– Ya te pasarás otro rato a tomar el café, que me lo he pasado muy bien ?dijo?. ¡Pero si vienes a esas horas, por lo menos llama al timbre y no forigues con las llaves, que no me quiero llevar otro susto! ?no me pareció que bromeara del todo, sino que creo que era medio en broma medio en serio.
– Pues claro Lola, el próximo sábado que salga vengo y llamaré a la puerta, que estoy mejor que en un hotel ?le seguí el vacile.
– ¡Sin problema, yo encantada! ?y nos despedimos riendo.
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La semana transcurrió de manera corriente. A trabajar, hacer la cena, dormir; lo habitual. Me crucé un par de veces con la Dolores, una en la escalera y otra en la calle, y nos saludamos y hablamos con total normalidad. A pesar de nuestra pequeña broma cuando nos despedimos, no se me pasaba por la cabeza volver a su casa.
Pero llegó el sábado, y salí, como suelo hacer. Después de varios gin tonics, hacia las cuatro de la mañana, decidí volver a casa. Iba piripi, pero no tanto como hacía una semana. Me encontraba ya en mi puerta, metiendo la llave para abrirla (esta vez la llave adecuada en la cerradura correcta), cuando se me ocurrió subir al piso de la Dolores.
Sabía que cuando me dijo lo de volver a esas horas, era en broma; pero había un deje de invitación real en sus palabras y su expresión. ¿Y si subía? No lo pensé más y di la vuelta, en dirección al piso de arriba. Después de todo, ¿qué podía ser lo peor que podía pasar? Que me mandara a escaparrar, luego yo le pediría perdón y tan amigos. Era muy amable y no se ofendería.
Llegué a su puerta y alcé la mano para llamar a la puerta. Dudé un segundo y casi me vuelvo para abajo, pero golpeé sin vacilar más. Fueron dos veces, toc toc, aunque me parecieron muy flojos. Repetí algo más alto, y me pareció escuchar un ruido en el interior. Como no estaba seguro, llamé al timbre. No quería que se enteraran los vecinos, pero no me quedaba otra.
Ahora sí que escuché con nitidez pasos en el interior, y en seguida se abrió la puerta. Me recibió Lola, descalza y con el mismo camisón corto que la vez anterior. No llevaba sujetador.
– ¡Hombre, qué sorpresa! ¡Buenas noches! ?dijo intentando poner un tono de voz bajo.
– Hola? buenas noches. Creo? creo que me he equivocado otra vez ?bromeé.
– Anda que no tienes jeta tú. Anda pasa. Si quieres ?me invitó.
Accedí al interior, que estaba en penumbra. Sólo se veía un resplandor proveniente del pasillo. Ella caminaba delante, yo la seguía detrás. Cuando llegó a la altura del cuarto de baño, se metió en él, nuevamente sin cerrar la puerta.
– Voy a aprovechar para hacer un pis. Ya sabes dónde es, ¿no? No hace falta que te guíe ?dijo.
– Sí, sí, lo recuerdo ?respondí.
Me encaminé a ?mi? habitación, y de nuevo escuché con nitidez cómo orinaba, y más en el silencio de la noche. Entré en el cuarto y encendí la luz. Instantes después, se asomó la Dolores, muy sensual con su camisón, a pesar de su cara somnolienta.
– Hoy no te ayudo a desnudarte. Que no vas tan mal como el otro día. Tampoco te lavo la ropa, que hoy no apesta ?dijo sonriendo.
– No no, tranquila. Gracias de todas formas ?le correspondí.
– No es nada, tontín. Me gusta que me hagas compañía. Descansa ?y se despidió guiñando un ojo.
– Buenas noches Lola ?le deseé.
Dejó la puerta abierta y se fue a su dormitorio, donde tampoco cerró porque no escuché el ruido. Me quité la ropa, dejándola en el suelo, y me acosté en calzoncillos. Verla con ese camisón tan corto me había excitado, de modo que tumbado en la cama, me quité los calzoncillos y empecé a tocarme el pene, que ganó tamaño en segundos. Me acaricié muy despacio, notando su dureza y rigidez. Lo hice muy silenciosamente, porque yo tampoco había cerrado después de que Lola se fuera. Las dos puertas estaban abiertas.
Fui subiendo el ritmo, siempre procurando no hacer ruido. Como ya dije, en mi juventud habían caído bastantes pajas pensando en Lola; pero hacerlo en su casa con ella dentro, en una habitación enfrente de la suya, y con las puertas abiertas, era un morbo inenarrable.
Salivé mi mano y me refroté el glande. Descargas de placer hacían que se me tensaran las piernas, y mis movimientos ya no eran tan silenciosos. El calor me embargaba, y me destapé. Aunque no veía, notaba cómo salía líquido preseminal y humedecía mi mano. Me acaricié los huevos con la otra mano, imaginando que era Lola quien me tocaba.
Era una paja en toda regla. Ladeé la cabeza, intentando ahogar mi agitada respiración con la almohada. El prepucio subía y bajaba, produciéndome una deliciosa agonía que no acababa. Aquello era mucho mejor que ver porno en pelotas frente al ordenador. Mi excitación llegaba ya al máximo? Entonces cerré los ojos, sintiendo cómo se acercaba el orgasmo. Pero una idea fugaz pasó por mi mente: ¿y si me la follaba? Me podía plantar en su dormitorio y, tal y como estaba, follármela. No era tan descabellado. Después de todo, ella me había abierto la puerta de su casa, y no tenía ninguna vergüenza en mostrarse en paños menores ante mí.
Un tosido. Seguido de un carraspeo. Se me cortó el hilo de mis lujuriosos pensamientos, y con ello el ritmo del onanismo. ¿Me había oído? ¿Era un aviso de que me cortara un poco? ¿O quizá una invitación? No estaba seguro. A punto estuve de levantarme e ir a su alcoba, pero no me atreví. La inseguridad me ganó la partida, y permanecí en la cama. Pero eso sí, acabé mi paja.
Teniendo más cuidado que en los momentos previos al tosido, me agarré el miembro y seguí estrujando sin piedad, friccionando la piel sumido de nuevo en el silencio.
Un escalofrío empezó en mi columna y rápidamente se dirigió al perineo: el orgasmo era inminente. Sin dejar de mover mi muñeca, llegó un violento clímax que me tuvo dando espasmos durante un buen rato. Mi polla expulsaba semen repetidamente sobre mi abdomen, dejando sábanas y cuerpo completamente pringados de placer. No pude evitar emitir un leve gemido al correrme.
– Hmmm? ?suspiré, involuntariamente.
Agucé el oído, a ver si escuchaba algo. Me mantuve quieto unos instantes, temeroso de haber sido descubierto. No hubo sonidos, ni nuevas toses.
Me levanté, y desnudo como estaba, me encaminé al baño. Me dio un subidón de adrenalina, ante el peligro de que Lola se levantara y me pillara en cueros. Me metí en el wc, oriné y me aseé un poco, y regresé a mi habitación. Caminando descalzo por el pasillo, tenía el corazón desbocado. No quería que me descubriera, pero el peligro de que me sorprendiera era un morbo delicioso.
Ya en el cuarto, me puse de nuevo los calzoncillos y me metí en la cama. Ya había tenido bastante por esa noche. Quedé dormido en un santiamén.
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Por la mañana, sobre las diez, volví a despertar con una durísima erección matinal. Me levanté del lecho y abrí la persiana, inundando la habitación de luz. Miré al suelo, donde había dejado mi ropa la noche anterior, pero no estaba. Y así me encontraba, de pie, mirando como un lelo al suelo, con la ?tienda de campaña? puesta como suele decirse, cuando Lola se asomó a la estancia.
– ¡Buenos días! He oído que abrías la persiana y? ?me ladeé instintivamente, para ocultar la erección, pero me fue imposible y ella fijó la vista ahí? ¡Uy! ¡Pues sí que te levantas contento aquí! ?exclamó con una carcajada.
– Sí? Es lo que nos pasa a los hombres por las mañanas ?me justifiqué, rojo de vergüenza.
– Nada nada, no te tienes que disculpar ?continuó riendo?. Venía a decirte que al final sí que me he llevado tu ropa para lavarla, que de todas formas iba a poner una lavadora.
– Vale? gracias.
– En cuanto te relajes, puedes salir que ya está el café preparado ?me invitó, sonriendo y guiñando un ojo.
De los nervios, casi ni me fijé en la ropa que llevaba ella. Ya no iba con una bata abierta como la semana anterior, sino que portaba el sexy camisón con el que había dormido. No sé si me puso más nervioso que me pillara en plena empalmada, o la paja nocturna que quizá me oyera.
Esperé a solas en la habitación, a que se me bajara la erección. No tardó mucho, debido al susto. Salí y me reuní con ella en el comedor, donde ya habíamos desayunado la otra vez. Había café humeante y pastas en la mesa, y también zumo. Tomé asiento.
– ¿Qué tal? ¿Has descansado bien? ?me preguntó con dulce voz, amable como siempre.
– Muy bien ?dije, mientras me echaba zumo de naranja en un vaso.
– Me alegro. No pensaba que fueras a volver hoy? ?comentó sin dejar de sonreír.
– Ya? Lo siento. No sé por qué lo hice? No quiero molestarte ?dije mirándola de reojo.
– ¡Oh, no no, de ninguna manera! Ya te dije que no me molesta; me haces compañía ?aseguró.
– Ya, pero no tenías por qué lavarme la ropa? Me sabe mal, Lola.
– No digas tonterías chico. No me importa. Si me importase, no lo haría ?dijo.
Hablábamos con la misma ropa que he comentado antes; yo en calzoncillos y ella con el camisón de seda, sin sujetador. Era muy corto, y no se preocupaba de ocultar las bragas: estaba sentada normal, sin cruzar las piernas ni taparse de ninguna manera, de modo que podía vérselas sin problema. Eran color crema.
– A ver, cuéntame. Qué tal lo pasaste anoche. Parezco tu madre ?observó riendo.
– Pues tienes razón ?reconocí divertido?. Anoche no fue tan a full como la semana pasada. Pero sí echamos unas risas.
– Si es que sois unos cabezas locas?
– Pues no has visto a los del pueblo, madre mía ?le advertí?. Esos sí que están majaras.
Soltó una carcajada. Me gustaba verla así de contenta.
– ¿Ves? Si ya te digo yo que tienes que venir más, que me lo paso de cojón con tus historias ?en ese momento me colocó los pies sobre mi pierna, adoptando una cómoda posición-. No te importa, ¿verdad? Pues no creas, que yo en mi pueblo también he montado algunas buenas ?continuó hablando, sin darme tiempo a responderle.
Aquello era un paso más. Si la semana pasada se tomaba la libertad de rozarme repetidas veces en la pierna con su pie, esta vez directamente los había apoyado. Y sin darme la oportunidad de negarme, porque me preguntó que si me importaba, pero siguió hablando sin que yo pudiera decirle que no.
– Pues cuéntame alguna ?le pedí, e imitando sus confianzas, le puse una mano en los pies. No los acaricié ni nada; simplemente la dejé ahí.
Si ella tenía la suficiente familiaridad como para ponerme los pies encima, yo iba a tener la misma para tocárselos. Y no pareció importarle, ya que no reaccionó de ninguna manera visible.
– Una vez ?comenzó a decir, con la mirada perdida, evocando un recuerdo?, con veintitantos, estábamos armando mucho escándalo. Era común que nos tiraran agua desde las ventanas. Pero ese día estaba mezclada con lejía, para jodernos la ropa.
– ¡Qué me dices! ¿Pero cómo son tan cabrones?
– Ya ves. En mi pueblo son así.
– Jodo, pues sí que son bruticos ?observé, sin apartar mi mano de sus pies, e iniciando un leve pero continuo movimiento.
– Sí, pero no creas que no se llevaron lo suyo. Les tiramos por la puerta todas las macetas y geranios que había. Se quedó todo hecho una mierda ?me explicó con una mirada llena de malicia y picardía.
Lola dio un sorbo a su café. Sus bragas estaban a la vista, aunque yo procuraba que no notara que la miraba de vez en cuando.
– Y pareces buenecica, pero anda que no tienes peligro ?dije, sin dejar de acariciar los pies, así como quien no quiere la cosa.
– No lo sabes bien Tomasín ?admitió animada.
Puse la otra mano en los pies. El tacto de su piel cincuentona, me producía un agradable escalofrío en la base de la columna. Mi polla notó el estímulo y percibí que se llenaba de sangre.
– Por cierto ?continuó diciendo Lola?, hace un día buenísimo. Hoy no tengo encargos de portar muebles, pero pensaba dar un paseo por el centro y tomar un vermú. ¿Me acompañas? ?me ofreció, con ojos tentadores.
– Claro, no tengo nada mejor que hacer ?acepté.
– Pues vamos a ponernos en marcha, que si no, me voy a quedar pajarita con el masaje que me estás dando en los juanetes.
Vaya, después de todo sí se estaba dando cuenta de mis tocamientos. No era inmune, había reparado perfectamente en que movía mis manos en sus pies. No era un masaje, como ella había dicho; pero sí que frotaba cada vez con más vigor.
Nos levantamos (y menos mal, porque de lo contrario hubiera visto mi segunda erección en pocos minutos), y le ayudé a recoger la mesa. Esta vez no me impidió ayudarla. Salió de la cocina, mientras yo me quedé terminando de meter todo al lavavajillas. Entonces me llamó.
– ¡Tomasín!
Su voz provenía del pasillo, y una vez me acerqué, me di cuenta de que estaba en el baño: el chorro de pis chocaba en la loza del wc. Me puse junto a la puerta, sin asomarme al interior.
– ¡Tomasín! ?repitió.
– Estoy aquí ?le avisé desde fuera, ya que la pared me ocultaba.
– Oye, escúchame un momento, asómate ?dijo.
¿Cómo? ¿Me pedía que me asomara mientras meaba? Era una invitación en toda regla. Yo soy educado, pero hasta un límite. Si ella quería verme mientras me hablaba, incluso a pesar de estar orinando, yo no iba a ser tan considerado y caballeroso como para no mirarla sentada en la taza del water.
Le hice caso, y me asomé al cuarto de baño. Estaba sentada, con el camisón subido hasta la cintura. Le veía toda la pierna, y el lateral del culo. Llevaba unas zapatillas viejas de estar por casa, y las bragas por los tobillos. El chorro seguía sonando.
– Anda ves a por el cesto, que está donde la lavadora. Me lo traes, que también está tu ropa allí.
Obediente, me di la vuelta y fui a por el canasto de ropa. Me lo podría haber dicho perfectamente sin pedirme que me asomara. Pero lo había hecho, ¿por qué? No me quedó claro si se me insinuaba muy descaradamente, o si tenía un extraño sentido de la confianza.
Lo recogí de encima de la lavadora, y volví al pasillo.
– ¡Estoy aquí! ?exclamó desde su cuarto.
Se lo llevé, dejándolo sobre su cama. La situación era algo extraña: parecíamos madre e hijo, o incluso un matrimonio, con mucha confianza y ambos en paños menores, pero nuestra única relación era de vecinos desde hace mucho tiempo.
Tomé mi ropa y me dirigí a mi cuarto. Pero al salir, dejé su puerta entreabierta y me di la vuelta, sin que se diera cuenta. Observé en silencio cómo se desnudaba: se sacó por arriba el camisón, quedándose en bragas. Se las bajó, y pude verla completamente desnuda. La melena le caía sobre los hombros, en una imagen digna del mejor velázquez. Estaba de espaldas, pero era una maravilla de cuerpo, con unas nalgas anchas y a la vez respingonas, blanquecinas y muy hermosas.
Toda la magia y el erotismo del momento se rompieron cuando se puso a rascarse el culo. Yo había quedado como hipnotizado ante tal muestra de belleza, pero una vez más, su sencillez y naturalidad, que tanto me gustaban, me habían sacado del hechizo. Un simple picor en el glúteo derecho, hizo que se rascara con una mano mientras con la otra rebuscaba entre el montón de ropa.
Escogió unas bragas deportivas de color blanco, que se puso con rapidez, y un sujetador a juego. Cuando terminaba de colocarse sus voluminosos pechos dentro del sostén, debió de oírme o percibir algo, porque movió la cabeza como para escuchar mejor, y justo después se giró y me vio.
– ¿Aún estás ahí? ¡Mirón! ?me reprochó, echándose a reír.
– Yo? ¡No no! ?atiné a decir, entrando ya en el otro cuarto.
Pero no me dijo nada más. Terminó de vestirse y fue a arreglarse y peinarse al baño. Acabó pronto y se acercó a mi habitación, justo cuando ya me terminaba de vestir yo también.
– ¿Ya estás? ¿Nos vamos?
– Sí, sí, podemos irnos ?contesté.
Salimos del piso y bajamos a la calle. Hacía un día tremendo, primaveral a más no poder. Me cogió del bracete como una madre a un hijo y paseamos tranquilamente. Fuimos caminando por Independencia, la Plaza España, y luego la Calle Alfonso. Llegamos hasta la Plaza el Pilar.
– ¿Tú qué crees que pensará la gente, que somos madre e hijo o que somos pareja? ?me preguntó risueña.
– No sé. ¿A ti qué te gustaría más? ?cuestioné a mi vez.
– No lo sé. Pareja. ¡No! Madre e hijo. Bueno no, pareja mejor. ¡No lo sé jajaja! ?su alegría era contagiosa, parecía una colegiala.
– A mí me gustaría que pensaran que pareja. Así todos me tendrán envidia.
– ¿Sí? Chico eres un auténtico adulador ?dijo mientras seguíamos del bracete?. Vamos ahí. Te convido a un vermú.
Fuimos a una terraza y pedimos dos cañas. Se estaba muy bien, al sol de primavera.
– Pues no lo decía de broma, lo de la envidia ?insistí, tras traernos el camarero las consumiciones.
– ¡Anda calla, zalamero! ?me exhortó?. Además, eres un poco guarrillo ¿eh? Te pillado mirándome, alcahuete ?pero no había rastro de recriminación en su voz; más bien diversión.
– Sí, bueno? Es que, yo no? ?balbuceé. No tenía excusa, había sido una pillada en toda regla.
– Ya, ya? ?dijo en tono vacilón?. Y anoche escuché unos ruidos sospechosos, ¿no te podías dormir o qué?
Aquello me dejó en fuera de juego. No me lo esperaba, porque ya había dado por sentado que no se había enterado. Pero al parecer sí, y encima se cachondeaba.
– Yo? qué va? ?dije rojo como un tomate.
– ?Yo yo yo? ?repitió haciéndome la burla?. ¡Que no pasa nada, tontín, que te estoy tomando el pelo! No pasa nada por una pajilla.
– No tengo defensa posible ?y me eché a reír, cómplice de su broma.
– Anda, acábate eso y vamos a otro garito.
Terminamos las cervezas y fuimos a otro bar cercano. Me volvió a coger del bracete; parece que íbamos a ir así toda la mañana.
– Y si pensaran que somos pareja, ¿te sentaría mal? ?le pregunté con interés.
– ¿Mal? ¿Por qué me iba a sentar mal? Qué va ?contestó muy segura.
– Y si? ¿Y si vamos de la mano? ?le propuse con algo de timidez. Si ella me vacilaba, yo también quería jugar.
– ¡¿Pero para qué?! ?exclamó, y rompió a reír?. ¿Para qué quieres que vayamos de la mano? ¿En serio me lo estás diciendo?
– Claro.
– Venga va ?y ella misma me soltó el brazo, y me cogió la mano.
Seguimos andando así, de la mano como dos enamorados. No percibí mucha diferencia con la gente de la calle, no nos miraban extrañados.
– ¿Ves? No pasa nada, no nos miran raro ?manifestó Lola.
– Ya? tienes razón ?dije, e hice ademán de soltar la mano.
– No, no, ahora te aguantas ?dijo ella al notar que me soltaba?. Además, es muy agradable cogerte de la mano; hace mucho que no iba con un hombre de la mano ?y me miró sonriendo.
Llegamos a otro bar, y nos sentamos. A ella le iba el juego también, y tardó en soltarme, haciendo alguna carantoña en la mano.
– Oye, es divertido esto ?opiné.
– ¿El qué es divertido? ?preguntó Lola.
– Fingir que somos pareja. ¿Seguimos fingiendo? ?propuse.
– Ya lo estamos haciendo tontín ?rió ella.
Como el camarero no venía, me levanté y fui a pedir a la barra. Me dio los dos tubos, y regresé al velador. De camino se me ocurrió una maldad: si Lola decía que todavía estábamos fingiendo, yo me iba a arrancar con un atrevimiento.
Llegué a la mesa, puse los dos vasos encima, y al ir a sentarme, me acerqué a ella y le di un beso en los labios. Fue un pico corto, pero fue en la boca. La cogió de improviso, no se lo esperaba.
– ¡Uy! ¡Qué haces! ¡Descarado! ?soltó, con una expresión a medias entre la sorpresa y la diversión.
– ¿No has dicho que todavía estábamos fingiendo? Pues eso ?me defendí.
– ¡Anda que no tienes jeta, ya me quieres llevar al huerto! Entre esto, lo mirón que eres y la pajilla de anoche, al final te voy a encorrer con la alpargata ?dijo riendo. Al menos no le había sentado mal.
– ¡Eh eh! ¿Y tú qué? ¡Si tú meas con la puerta abierta! ?repliqué.
– ¡Ahhh, pero estoy en mi casa! ?contestó.
La conversación era distendida, y toda la discusión fue en broma. Luego hablamos de otras cosas; incluso de fútbol, y sorprendió que fuera algo entendida en ese deporte.
A la hora de comer volvimos a casa, después del agradable vermú y un grato paseo.
– Te invitaría a comer, pero es que no tengo de nada ?dijo Lola.
– No te preocupes, con las cervezas y el picoteo, no creo que coma nada.
– Bueno, pues otro día te subes a tomar café, ¿vale? Pero no te esperes hasta el sábado de madrugada, porfa, ven antes ?me invitó guiñando un ojo.
– De acuerdo, esta semana paso un día. O también puede pasar tú ?respondí.
– ¡Vale! Pues esta semana nos vemos ?y se despidió dándome un fuerte beso, esta vez en la mejilla.
———-
El viernes siguiente, tras haber cenado, me tumbé en el sofá. Entonces me vino un relámpago a la cabeza: subir a casa de Lola. Era tarde, más de las doce, pero pensé que no importaba porque el día siguiente era sábado. Ni corto ni perezoso, y sin más preámbulo, subí arriba en pijama. Sólo era un piso y nadie más me iba a ver a esas horas.
Toqué la puerta, y no tardó en salir a mi encuentro. Llevaba el camisón corto de la otra vez.
– Anda, pasa ?me invitó, con una leve sonrisa y los ojos entrecerrados.
Entré, y observé un ligero resplandor luminoso: todo lo demás estaba a oscuras, y provenía de su dormitorio.
– ¿Ya estabas dormida?? ?pregunté con vacilación.
– Medio dormida, pero no te preocupes? cogeré el sueño en seguida. Ya tienes la cama hecha ?dijo, señalando hacia mi cuarto.
– Vale, que descanses ?le deseé.
– Igualmente, guapo ?contestó.
Me acosté. Entonces se me ocurrió una cosa: como las veces anteriores me había lavado la ropa sin pedírselo, quería comprobar cómo reaccionaba si le dejaba mis calzoncillos. De modo que me desnudé, y los coloqué encima del montón de mi ropa en el suelo. Si venía a recogerla, los vería sin duda, y sabría que estaba desnudo.
———-
Desperté sobre las diez. Abrí la ventana y advertí que no estaba las prendas. ¿Y ahora qué hacía yo? Me encontraba desnudo, y no obstante tenía que salir a su encuentro. Bueno, al fin y al cabo había sido mi decisión iniciar el juego y ahora tenía que apechugar.
Salí al pasillo, y en seguida noté el aroma a café. Llegué a la puerta que daba al comedor, y asomé sólo la cabeza sin mostrar el cuerpo.
– Hola, buenos días ?saludé.
– ¡Buenas! ¿Qué tal? ?contestó Lola, mirándome con su cara alegre de siempre.
– Bien? aquí ?respondí, sin salir al comedor.
– ¿Pero qué haces ahí? Vente aquí y siéntate ?me invitó. Sin duda sabía que estaba en pelotas, y quería jugar.
– Es que? estoy desnudo.
– Ah ?se hizo la sorprendida?. Como me habías dejado ahí los calzoncillos, pensé que tenías otros o algo, no sé?
Me quedé sin saber qué decir. Ella tenía razón, había sido cosa mía y ahora tenía que asumir las consecuencias.
– Anda ven, no te andes con remilgos ahora ?me indicó con una sonrisa.
De modo que me tapé mis partes, y sin más fui hasta la mesa. Me senté, y una vez la mesa y el hule ocultaban mis vergüenzas, pude liberar las manos y cogí mi taza de café.
Lola portaba el camisón como la semana anterior. La verdad es que tenía razón en cuanto a lo de andarse con remilgos. Llevaba ya unas semanas almorzando en calzoncillos con ella, que sólo tenía puesto o bien un corto camisón que poco ocultaba sus pechos (y nada sus bragas, ya que abría las piernas como si tal cosa), o bien directamente estaba en ropa interior con una bata encima.
– Ahora te traeré una toalla, para que te tapes, y te duches si quieres ?me indicó amablemente; su maldad tampoco había sido muy grande después de todo?. Yo también me pegaré una ducha.
– Gracias ?respondí, tomando un sorbo de café con leche.
– Y anoche? perdona si estuve un poco seca ?dijo?. ¡Es que tenía sueño!
– Ah no, tranquila, es normal, ya te lo noté ?respondí riendo.
– Bueno, te traigo la toalla, que vas a pasar un mal trago desnudo aquí ?concluyó divertida.
Se levantó y me trajo una toalla. Me la puse alrededor de la cintura sin levantarme del todo, y sin que me viera nada. Era morboso insinuar sin llegar a enseñar nada, y estar desnudo pero oculto por la mesa primero, y por la toalla después.
Cuando terminamos, me levanté con intención de ayudarle a recoger las cosas, pero me lo impidió.
– No, ves a ducharte, y mientras yo recojo esto ?me ordenó.
Fui al cuarto de baño, y por supuesto dejé la puerta abierta de par en par. Colgué la toalla y me metí en la ducha. Era muy excitante haber llegado a ese punto: empezó porque me había equivocado de puerta borracho; y ahora estaba desnudo duchándome en su bañera. La mampara era de cristal transparente, por lo que no ocultaba nada. Si hubiera estado en el baño, o si tan solo hubiera pasado por el pasillo mirando al interior, me hubiera visto sin problema.
Me enjaboné y disfruté del agua caliente sobre mi cuerpo. Empecé a aclararme cuando ya pensaba que Lola ni siquiera pasaría por el pasillo. Pero estaba en un error: la vi cruzar rápidamente hacia las habitaciones, con el gran cesto de ropa. Sólo fue de espaldas, por lo que ella no me pudo ver. Pero sí sabía que me estaba duchando con la puerta abierta.
Alargué más de lo necesario la ducha, esperando que volviera a pasar. En efecto, le vi cruzar otra vez por el pasillo, pero esta vez lentamente, mirándome sonriendo y sin disimulo hasta que desapareció. Pero de repente volvió a aparecer bajo el marco de la puerta.
– ¿Te falta mucho? ?preguntó como si nada.
– Ya está, ya he acabado ?respondí con la misma naturalidad.
– Te he dejado la ropa en la cama ?se quedó allí en el umbral, forzando la situación, y alargando sin necesidad la conversación.
– Vale ?dije, cerrando el grifo.
Ya no tenía sentido andar tapándose, así que abrí la mampara y salí tranquilamente desnudo de la bañera.
Lola entró en el baño, cogió la toalla colgada y me la acercó. Era una situación que puede parecer normal en una pareja, pero con una vecina cincuentona, que siempre te ha visto casi como a un hijo, era todo menos normal. Y desde luego, muy excitante desde mi perspectiva: estaba en pelotas delante de una madura sexy, ataviada únicamente con un corto camisón de seda.
Me sequé el pelo despacio, restregando, con ella plantada delante. Seguí frotando la toalla por mi cuerpo con normalidad, como si no fuera la primera vez que me secaba ante ella. En ningún momento Lola desvió la mirada, o apartó los ojos con rubor. Al contrario, me observó de arriba a abajo con descaro, hasta que me envolví en la toalla y mis partes dejaron de estar a su vista. Salí en dirección a mi cuarto, y ella se quedó en el baño. Oí que abría el grifo y sonaba de nuevo el agua al caer.
Entré en mi habitación y terminé de secarme. Casi había empezado a vestirme cuando se me ocurrió una idea. Me había gustado mucho que me viera desnudo, y a ella sin duda también verme; se me comía con la mirada. ¿Por qué no repetir, y verla yo a ella desnuda también? Además, Lola no tenía mucho pudor y se exhibía ante mí en paños menores. Entraría al baño con cualquier pretexto, y la vería en cueros.
Me dirigí al cuarto de baño. Se oía la ducha. La puerta sobra decir que estaba abierta. Entré y la vi de espaldas bajo el agua; pude contemplar otra vez ese culo ancho pero respingón, y de un bonito color pálido. Se estaba enjabonando la melena y el cuerpo, extendiendo gel por la parte de delante. Vi cómo se aseaba el sexo, ya que su mano asomaba repetidas veces entre sus piernas.
No me había visto, ya que estaba de espaldas, y al parecer tampoco me había oído. Me acerqué a la ducha, desnudo y con la toalla en la mano. Intenté hacer ruido con las pisadas, pero creo que tampoco se enteró.
– ¡Lola! ?exclamé por fin.
Se dio la vuelta dentro de la ducha. Por primera vez le vi el cuerpo completo. Sus pechos no mentían, eran generosos y de gran pezón oscuro; y bajo su ombligo, reinaba una mata de pelo negro, ahora chorreante de agua.
– ¿Qué pasa? ?dijo, mientras se aclaraba el pelo como si nada.
– ¿Te dejo esto aquí, o lo llevo al cesto? ?pregunté moviendo la toalla; al final esa fue la burda excusa que se me ocurrió.
– Llévalo al cesto ?me indicó?, yo en seguida salgo.
Salí en dirección al cuarto de la lavadora y dejé la toalla usada. Cuando regresé, Lola ya había salido de la cabina; pero todavía no se había secado: se peinaba y desenredaba el cabello mojado frente al espejo, sin nada puesto. Me quedé observándola en el quicio de la puerta, como embobado. Era una imagen hermosa. Entonces me miró y se dio cuenta de que estaba hipnotizado.
– ¿Aún estás ahí mirón? ¡Anda tira a tu cuarto y ponte algo encima! ¡Marrano! ?me riñó; pero en su tono no había rastro de reprimenda, sino más bien diversión.
Le hice caso y fui a vestirme. Cuando yo ya terminaba, ella pasó hacia su habitación. Llevaba puesto el albornoz, pero estaba abierto y de nuevo vi sus tetas y su pubis de oscuro vello rizado. Me dirigió una sonrisa y entró a su dormitorio. A escondidas, me asomé y la vi vestirse. La verdad es que ella no ocultaba nada, porque dejaba la puerta abierta. Cuando casi acababa me alejé sin hacer ruido hacia el recibidor de la casa y la esperé.
Se había puesto un conjunto sencillo y fresco, que la hacía más guapa aún. Salimos a tomar algo como la otra vez. Si bien no nos cogimos de la mano o nos besamos, sí había mucha tensión sexual entre ambos. Estaba seguro de que la gente pensaba que éramos pareja cuando nos veían.
Al regresar, cuando ya abría mi piso, me invitó a ver una peli algún día.
– Podríamos? podríamos ver una película alguna vez, si quieres ?me propuso.
– Pues claro; además ya hace días que no veo alguna que esté bien ?contesté.
– Te espero ?dijo con voz melosa, sonriente?. Pero esta vez no vengas de madrugada.
———–
El viernes siguiente, antes de cenar, encargué dos pizzas sin decirle nada a Lola. Quería tener iniciativa y darle una sorpresa. En cuanto vino el chico, le pagué y subí arriba con la cena, vino y cocacola, y un pen con varias pelis.
Toqué un par de veces la puerta, y vino a abrirme en chándal y zapatillas de estar por casa.
– ¡Hombre, Tomasín! ?exclamó?. Ya no te esperaba. ¡Pero haberme avisado, que estoy de cualquier manera! ?se la notaba contenta.
– Bah, ya ves tú; estos días te he visto con cosas peores que este chándal ?me burlé?. Además, te queda bien.
– Hombre ya, pero?
– Con camisón, pijama, albornoz? ?la interrumpí guiñando un ojo?. Además estás en tu casa, tienes que ponerte cómoda.
– ¿Qué llevas ahí? ¿De qué son? ?preguntó, abriendo las cajas de pizza?. Joder qué bien huelen.
– He cogido dos, cada una de dos mitades diferentes por si no te gustaba.
– Mmmmhhh, me gustan todas ?dijo con aprobación, tras comprobar de qué eran y olerlas cerrando los ojos?. Vamos, que se enfrían.
Nos sentamos a la mesa, y empezamos a cenar. Me serví vino, y Lola, tras beber un poco de coca cola, también se echó un Cariñena en su copa.
– Hace días que no tomo un buen vino. Y este está de vicio ?observó Lola.
Conversamos agradablemente sobre varias cosas durante la cena. Al final hablamos de cine, ya que íbamos a ver una peli.
– ¿Cuáles has traído? ?preguntó.
– Una de uno que infiltra con los neonazis, Imperium creo que se llama. Y luego alguna española, la de No culpes al karma. Ah y una que me gusta mucho, pero es muy vieja.
– ¿Y cuál es? ?inquirió con interés.
– Te lo sigo si vemos una primero, y luego vemos esa.
– Venga vale. Acepto. Pero te tienes que quedar a dormir. Que será muy tarde y me da miedo que bajes solo hasta tu casa ?bromeó.
– Jajaja perfecto, para mí no es sacrificio, aquí estoy mejor que en mi piso ?aseguré.
De modo que puse la película española que le había dicho, y nos gustó; reímos y comentamos las situaciones.
– ¿Pones la otra? ?dijo al terminar la primera película.
– Sí, espera que la busque?
– ¿Cuál es, cómo se llama? ?preguntó con impaciencia.
– La princesa prometida ?contesté.
– Algo me suena?
Di al play y comenzamos a ver la segunda peli. Se me acercó poco a poco, arrimándose a mi cuerpo. Aquello me gustó, y me sentí como cuando veía la tele con alguna novia de mi edad, anteriormente. Sólo que Lola tenía cincuenta años.
Conforme avanzaba el filme, fue juntándose cada vez más, y llegó a cruzar sus piernas sobre las mías. Me sentía muy a gusto, pero estaba nervioso. Tenía que lanzarme y hacer algo, porque Lola me excitaba y me gustaba, y habíamos logrado un alto nivel de confianza. Aún así, me sentía inseguro, porque no sabía si ella me seguía viendo como a un niño, como a su vecino de toda la vida hijo de su amiga.
Justo me cogió la mano cuando uno de los personajes pronunciaba su famosa frase: ?Hola. Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir?. Ya no la soltó en lo que quedaba de película, y apretó cuando los protagonistas se besaron al final.
Cuando acabó la peli, apagamos la tele y nos dirigimos al pasillo, bastante somnolientos. Yo, como de costumbre, me dirigí a mi dormitorio. Pero cuando casi cruzaba el umbral, me agarró de la camiseta.
– ¿Dónde vas? ?preguntó.
– A dormir, a mi cuarto.
– Anda ven, tonto. Duerme conmigo.
Me cogió de la mano, y la seguí, entrando en su alcoba. Se quitó el chándal, quedando en ropa interior. Entonces se desabrochó el sujetador, liberando sus pechos. Eran dos senos redondos y hermosos, con la evidente caída de la edad, pero completamente apetecibles. Intenté disimular, pero me la quedé mirando inevitablemente.
– ¿Qué miras? No vamos a hacer nada, eh ?dijo burlona, mientras se ponía una camiseta vieja para dormir.
– ¿Yo? Nada ?respondí, y me quité los pantalones y la camiseta, fingiendo normalidad?. Pero te aviso que duermo en calzoncillos.
– Toma y qué. Yo duermo en bragas ?replicó.
Y así nos metimos en la cama. Yo en calzoncillos, y ella en bragas y camiseta.
– Buenas noches ?dije.
– Buenas noches Tomasín, eres un encanto ?respondió, y me dio un beso en la espalda.
Pasaron unos segundos de silencio, en los que los dos permanecimos quietos.
– Oye Tomasín, tengo frío en los pies. ¿Te da igual si los pongo en tus piernas para que se calienten? ?me pidió, rompiendo el silencio.
– Pues claro que no, Lola, ponlos.
Los enroscó entre mis gemelos, pero la verdad es que no estaban muy fríos. Puede que fuera una excusa para tocarme. Mi miembro empezó a crecer, al sentir su contacto.
– ¿Mejor? ?pregunté.
– Uy sí, mucho mejor ?contestó, y entonces arrimó todo su cuerpo contra el mío, envolviéndome?. Y así mejor todavía. ¿No te importa, verdad?
– Qué va, cómo va a importarme ?dije, con la polla en una erección ya casi plena.
Entonces puse mi mano en su pierna, y se la acaricié por el muslo. Lo repetí varias veces, arriba y abajo, arriba y abajo. Desde las bragas, que tocaba sin ningún reparo, hasta la rodilla.
– ¿Y a ti, te importa? ?pregunté, mientras la acariciaba.
– No, me encanta? ?dijo Lola, y entonces puso su mano sobre mi pene erecto, sobre el calzoncillo?. Y a ti parece que también.
Me di la vuelta y nos abrazamos. Sin decir nada más, nos fuimos acercando, hasta darnos un larguísimo beso, que representaba y a la vez descargaba la tensión sexual acumulada en las últimas semanas. Primero solamente se juntaron nuestros labios; luego ella abrió la boca y buscó mi lengua, que le ofrecí con gusto. Su saliva era cálida, y su aliento me anestesiaba mágicamente.
Le quité la camiseta, a ciegas, puesto que la luz estaba apagada. Me lancé ávido a sus tetas, que lamí incansable, saciándome del deseo acumulado. Ella gemía suavemente, mientras yo pasaba la lengua por sus pezones, que se habían puesto durísimos. Mi mano cubría toda la teta; nunca había estado con una mujer que me sacara tantos años, y nunca pensé que me iba a gustar tanto. Que me iba a gustar más que con cualquier joven.
Me agarró la polla, que ya reventaba el elástico del calzoncillo. La cogió por fuera y apretó, y en seguida bajó la prenda y me dejó desnudo. Empezó a meneármela despacio, acariciándola, sintiéndola.
– Te deseo? ?jadeó.
Respondí besándola en los labios, y probando de nuevo su húmeda boca. Mis manos la acariciaron por los costados, palpando sus anchas caderas. Le agarré el culo, redondo, gordito y respingón, que era la envidia de cualquier veinteañera. Ella me imitó, y apretó mis nalgas con una mano mientras con la otra me pajeaba hábilmente.
La sensación era extraordinaria, sentirme tan deseado por una mujer de cincuenta años. Notar sus manos en mi pene y en mi trasero, y apreciar la perfección de su culo. Se lo había mirado innumerables veces en la escalera, y que me aspen si no había soñado con estrujárselo como estaba haciendo ahora. Pero era real. Estaba disfrutando de ella, y ella de mí.
Dirigí las manos hacia dentro, rozando la parte interna de los muslos. Ella abrió un poco las piernas, dejándose hacer. Pasé suavemente los dedos, en dirección a su sexo, muy despacio. Cuando estaba a punto de llegar, desanduve el camino y volví hasta mitad de muslo.
– Hmmmm ?gimoteó, en una mezcla de tortura y placer.
Volví a acariciarla hacia arriba, lentamente. Su piel era suave y muy agradable. Posé mis yemas en sus bragas. Estaban empapadas.
– ¿Me deseas? ?pregunté.
– Mucho? -contestó entre jadeos, con su boca pegada a la mía.
Pasé los dedos a lo largo de toda su raja, por encima de las bragas, que no podían estar más mojadas. Abrió más las piernas: estaba deseando que la tocara, pero mi intención era alargar un poco más su sufrimiento. Volví a rozar por encima de la tela, palpando sus labios. Metí los dedos mínimamente bajo el tejido, y los volví a sacar. Un estremecimiento sacudió a Lola.
– Cabrón? ?susurró.
Su voz era puro deseo, que se transmitió a su mano, apretando con más fuerza mi polla. Le acaricié las ingles, metiendo y sacando alternativamente los dedos por encima y debajo de las bragas. Noté su vello púbico, que escapaba rebelde a los límites del elástico.
Metí entonces por completo mi mano dentro de su ropa interior, y la dirigí a su peludo coño, que rezumaba flujo. Recorrí todo su sexo, y un nuevo estremecimiento se apoderó de Lola. Encontré su clítoris y lo froté, y Dolores se sacudió por completo.
– Cabrón? vas a hacer que me corra antes de tiempo ?susurró.
La besé mientras seguía jugueteando con su botón. Ella había dejado de pajearme, y se concentraba únicamente en sentir.
– No pares? por favor ?imploró.
Casi sin querer, mis dedos se deslizaron en su interior. No había notado a una mujer tan húmeda en toda mi vida.
– Ahhh, mmmh ?suspiró, al notarme dentro de ella.
Introduje un segundo dedo en su coño, y aumenté el ritmo. Estaba tan lubricada que los dedos resbalaban al entrar y salir. Entonces, con el pulgar, empecé a trazar círculos en su clítoris. Le pillé el ritmo en seguida: ella me guió al principio con su mano, y luego me dejó que siguiera.
– Sigue así? un poquito más rápido ?me pidió.
Obedecí, viendo venir su orgasmo. Se pegó más a mí, dificultando mis maniobras, pero aún así seguí con el mismo ritmo. Me cogió la mano libre y apretó con fuerza, al mismo tiempo que me besaba.
– ¡Joder?! ?gritó, justo en el momento en el que el orgasmo se la llevaba por delante.
Su cuerpo se tensionó contra el mío, y pude sentir cómo se cerraba su coño en torno a mis dedos. Atrapó mi labio inferior con su boca, durante los largos segundos que duró su placer. Me apretó tanto que me hizo un poco de daño, pero al mismo tiempo me excitó.
Tras un rato que pareció interminable, liberó por fin mi boca y mi mano, y separó de mi cuerpo, quedando boca arriba. Con cuidado, apartó mi mano de su sexo.
– Ufffff ?suspiró, exhausta.
Mi mano estaba mojada y pegajosa. Me la acerqué a la nariz y la olí. El aroma era delicioso, a sexo femenino recién horneado.
– ¿Qué tal? ?me interesé.
– Uffff Tomasito, no puedo hablar? ?dijo?. Déjame que me recupere.
Me quedé tumbado, satisfecho del trabajo bien hecho. Mi excitación era increíble, pero me gustaba esperar pegado a su piel. Tras varios minutos en los que se mantuvo absolutamente quieta, mientras yo notaba su cálido aliento en mi nuca, se movió hacia su lado de la cama.
Escuché unos ruidos, mientras Lola tanteaba a oscuras. De repente, se hizo la luz.
– No te importa que encienda, ¿verdad? Quiero ver lo guapo que eres ?me dijo.
– Claro que no ?contesté sonriendo, y la besé.
Su figura desnuda era espectacular, y su rostro, ardiente tras el orgasmo experimentado, de una belleza artística.
Acostada, y apoyada la cabeza en la mano, me recordaba a una pintura clásica. Sus ojos oscuros me miraban penetrantes, pero a la vez me sentía arropado en ellos. Nunca había sentido algo así con nadie. Volví a hundir mi boca en sus carnosos labios, que me acog
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