La verga de Juan José, mi padrastro

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Anoche soplé cincuenta velas en una enorme tarta de crema y chocolate, rodeada de mis seres queridos: mi esposo, mis hijas, mis yernos, mi hermano con su familia y mi madre, ya que mi padre nos dejó hace un tiempo.

Medio siglo, cómo pasa el tiempo, todo un repaso de una vida vivida.Y, por supuesto, entre tantos recuerdos, también llegaron los referidos a mi vida sexual y a mi padrastro. Y tengo que ser sincera conmigo misma, porque amo a mi esposo con todo mi corazón, pero el recuerdo sexual de quien fuera la pareja de mi madre lo llevaré a la tumba para toda la eternidad.

No me acosté con muchos hombres a lo largo de mi vida, pero fueron suficientes para asegurar que la verga de Juan José y la manera en que me cogía serían tan únicas como incomparables.

Guardo muy bien el día en que mi padre se fue de casa. Él me trataba como una princesa, pero las cosas entre ellos iban mal. Mi madre siempre fue una mujer complicada: lo perseguía con sus celos enfermizos por discusiones de dinero o incluso por sus propios problemas. Y siempre entendí a mi padre. Mi madre siempre fue una mala persona, aunque sea mi madre, esa es la realidad, y mi padre siempre fue un padre presente, aunque entre ellos las cosas nunca se solucionaron.

Con el tiempo, mamá rehízo su pareja y llegó mi primer padrastro. Después, hubo otra separación y otro hombre, hasta que llegó Juan José, o simplemente Juanjo, cuando yo ya tenía dieciséis y ya era toda una mujercita.

Juanjo era un hombre interesante: apuesto, alto, de manos grandes, simpático, halagador… Me gustaba como padrastro, como el hombre que había elegido mi madre.

Cuando me metí de novia con Franco, mi pareja de entonces, un poco inconscientemente busqué en él un parecido con el hombre de mi madre, lo que despertaba en mí cierta atracción.

Y con Juanjo se daría una situación especial que no se había dado con los otros hombres con los que mi madre había compartido su vida. Claro, en esos días yo ya era una mujer, con cuerpo de mujer, con pensamientos de mujer; ya no era una nenita. El uniforme escolar, con esa cortita falda tableada, me dejaba ver más como a una puta calienta pijas que como una chica de estudios.

Al convivir los tres bajo el mismo techo, se daban situaciones del día a día, cosas de familia, pero claro, él nunca sería mi padre, y cruzábamos sonrisas, palabras, charlas y situaciones y roces que se hacían peligrosos.

Conducía un taxi, por lo que no tenía horarios fijos; generalmente, cada mañana me alcanzaba al colegio antes de emprender su jornada. También me contó algunos secretos, por boca de mamá: que no usaba ropa interior y que, según decía, tenía una pija enorme.

Él también tenía secretos para mí: sabía que guardaba algunas de las fotos sexis que solía subir a mis redes y lo había sorprendido varias veces observándome con lujos de deseo, en los días en que tomaba sol o cuando salía con algún vestido ajustado y Franco, que era mi pareja en esos días. También me contó detalles de la forma en que me miraba discretamente las piernas al descubierto por debajo de la pollerita, en los días de colegio.

Todo se lo debo a mi madre, sin quererlo, ella era ama de casa y compartía todos sus minutos bajo el mismo techo, pero había conseguido un trabajito en un mercado a unas cuadras de casa a través de una amiga. Ella siempre había querido ser independiente y, en parte, era cierto que con lo que traía Juanjo con el remis, la pasábamos justo, justo para vivir apenas decentemente.

Esta nueva situación solo haría posible una libertad horaria entre mi padrastro y yo, y una intimidad en ausencia de mi madre, que hasta ese momento no había sido posible.

Esa noche Juanjo había trabajado, toda la noche. A veces, tomaba ese turno cuando hacía mucho calor durante el día; recuerdo que me levanté mientras mamá preparaba el desayuno en la cocina. Ella entraba temprano a trabajar y apenas nos cruzábamos en el comedor cuando ella se iba y yo llegaba.

Como cada mañana, tomaba el café con leche sola, ya vestida para ir al colegio, repasando en mi cabeza la lección que tendría esa mañana, cuando, de repente, los ronquidos de Juanjo me sacaron del letargo. Roncaba tan fuerte que me provocó una sonrisa y cierta intriga.

Con curiosidad femenina, me acerqué sigilosamente al dormitorio, la puerta estaba entornada y, de puntillas, me metí lentamente en la penumbra; ya que la situación entre nosotros había estado llena de roces indirectos e indiscretos, no pude evitarlo.

Dormía boca arriba y, como yo imaginaba, estaba completamente desnudo, así que sentí la necesidad de acercarme aún más y… ¡guau! Nunca olvidaré ese momento: su verga era enorme y dura, el glande le pasaba la línea del ombligo, era un misil, y un previsible prepucio corto hacía que el glande estuviera casi al descubierto. Tenía unas hermosas venas que lo recorrían de arriba a abajo y unos lindos testículos depilados que brillaban en la casi oscuridad del cuarto.

Me mordí los labios, me arrodillé a un lado y me acerqué aún más. Solo se la besé suavemente una vez, y esa verga era monstruosamente atractiva. Me estremecí al sentirla en mi boca y me mojé, sintiendo la erección de mis pezones bajo el sostén como el punzar de mi clítoris entre mis piernas. Juanjo abrió los ojos de sorpresa, pero no dijo nada, solo me dejó chupar y chupar. Estaba engolosinada, es que esa verga era impresionante y no me alcanzaba ni la boca ni las manos para contenerla.

La pareja de mi madre me agarró de las coletas del pelo y me tiró hacia abajo, obligándome a tragarme todo, sintiendo ese glande pasar por mi garganta hasta llegar a su pubis. Empecé a hacer un trabajo de mete y saca, retirándome hasta la punta para que me jalara nuevamente hasta el fondo, tan larga como era. Cuando lo sentí eyacular, me quedé inmóvil con su verga toda incrustada en el fondo, mientras sentía que mi sexo inundado de placer ya era incontenible.

—Puta, como tu madre… —dijo él, mientras yo le regalaba una sonrisa, notando cuánto le había gustado, pero casi de inmediato, cambiando de idea, me apartó diciendo:

—Esto está mal, estás loca? Soy tu padrastro y tú no dejas de ser una chiquilla malcriada, ¿qué te propones?

—Pero ya he cumplido dieciocho —repliqué—, ya soy mayor de edad.

—No importa, por más que seas mayor de edad no dejas de ser una mocosa que no sabe ni lavarse la bombacha.

Y toda la situación perfecta se quebró en un abrir y cerrar de ojos. Él trató de hablar para hacerme notar la situación, pero yo era inmadura y me sentí molesta y herida por su rechazo, hasta el punto de no hablarle en todo el día.

Recuerdo que quedé en salir con mi novio, con Franco, solo por la calentura que tenía en las entrañas; solo quería chuparle la polla, aunque no fuera ni la mitad de larga ni la mitad de gruesa, aunque él no imaginara que mientras se la chupaba solo imaginaba la enorme polla de mi padrastro. Pero, en fin, no le fue tan mal, se la chupé hasta que me acabó todo en la boca y tragué todos sus jugos. Seguí hasta que eyaculó por segunda vez y por tercera, pero cuando llegó la cuarta vez me di por satisfecha.

Franco no podía creer que le hiciera cuatro mamadas consecutivas y que me tragara toda su lefa, pero no podía romperle el corazón y decirle la verdad.

La situación sufriría un impasse por corto tiempo: Juanjo prefería evadirme; trabajaba mucho con el coche, parecía que quería borrar lo que había sucedido, como si nunca hubiese ocurrido, y era evidente que se mostraba incómodo cuando mamá estaba presente, en un triángulo sexual en el que ella era una ignorante lógica de lo que había sucedido.

Y sería yo la que nuevamente daría el paso al pecado: la verga de ese hombre estaba en mi mente. Casualmente sería un sábado, en el que mamá no trabajaba, yo no tenía clases y la vida alinearía los planetas. Por la tarde, él estaba dando vueltas con su remisse. Estábamos mamá y yo en casa. Ella se estaba arreglando muy bonita. Me dijo que tendría tarde de amigas en el centro comercial y solo la veía pasar de un lado a otro hasta que me despidió con un beso en la mejilla.

Claro, era sábado y yo también saldría por la noche con mi novio, así que me di una ducha por la tarde.
Salí del baño con solo una tanga blanca, mis cabellos húmedos, descalza y mis pechos desnudos. No percibí que Juanjo había regresado y ese choque visual fue impactante para él. Fue evidente que había sido todo casual.

Intentó desviar la mirada, intentó evitarme, pero su lado masculino no podía hacerlo y yo estaba muy caliente con ese hombre.

Fui directa hacia él, casi acosándolo. Lo empujé a sentarse en una de las sillas. Juanjo no quería, pero tampoco hacía nada por evitarlo. Busqué rápidamente soltar la hebilla de su cinturón y bajarle un poco los pantalones. Su verga estaba ahí, a mitad de camino, y solo con unas caricias se puso enorme. Pasé una pierna al otro lado para sentarme sobre él. Solo corrí la tanga, apunté y la dejé deslizar. ¡Guau! Era enorme. Poco a poco, despacio, tenía miedo de que me hiciera daño, pero, conforme me acomodé, noté que mis piernas hacían tope con las de Juanjo. ¡Me había entrado toda! ¡Ahhh!

Empecé a gemir con los movimientos, lo rodeé con mis brazos por el cuello y lo besé una y otra vez con esos besos calientes. Puse mis pechos desnudos en su boca porque parecía que no avanzaba, y luego llevé sus manos a mis glúteos para que me acariciara.

En el silencio del hogar solo se escuchaban mis gritos descontrolados. Nunca una verga me había enloquecido de esa manera, nunca había sentido un dolor tan placentero. Él solo me dejaba hacer y noté que llevaba uno de sus dedos a mi esfínter e intentaba colarlo, entonces lo aparté y le recriminé.

—No, es virgen.

En realidad lo hice por mí, no por él. Estaba tan caliente que no hubiera podido decir que no si él hubiera insistido, y seguí moviéndome.

Cuando lo sentí venir, salí de allí y me puse de rodillas para masturbarlo con ganas, aplicando el glande sobre mi lengua sedienta de leche, mirándolo a los ojos. Mientras él me devolvía la mirada, no me lo pensé dos veces y me la metí toda hasta el fondo, dejando que descargara sus jugos en mi garganta. Él me sostenía bien fuerte por la boca para que no cediera ni un centímetro. Seguí chupándosela un rato, hasta que perdió la erección.

Me di por satisfecha y Juanjo volvió a sentir la cruz sobre sus hombros. Sabía que lo metía en una encrucijada, porque no podía resistirse ni evitarlo. Me decía que estaba mal e incluso me preguntaba si a mí no me remordía la conciencia. ¿Estaba haciendo cornuda a mi propia madre? Pero, aunque suene cruel, no me importaba. Estaba ciega por esa verga y ahora que la había probado sería peor todavía.

La semana siguiente no sería como la había imaginado, y menos después de la paliza que le había dado. Juanjo se mostraba aún más distante e indiferente, sobre todo si estaba mi madre delante. Por lo bajo, me decía que estaba loca, que era una mocosa inmadura y que ya no quería tener problemas.
Y me molestaba sobremanera que me viera como una nenita boba, como una chiquilla de colegio secundario, porque ya tenía cuerpo de mujer, era toda una mujer que pronto empezaría la facultad.
Así que un día tejí la tela de araña: sabía de horarios, sabía que mamá no estaría en casa, sabía que vendría y que nos cruzaríamos.

Llegué del colegio, no tenía mucho tiempo, dejé los libros de lado, fui presurosa al baño y me rasuré toda la conchita por completo, pues si me veía como una pequeña. Luego fui a revolver los cajones de mamá y encontré un liguero negro y unas medias blancas, me lo puse con unos zapatos de tacón que yo tenía, pues como quería que me viera como una mujer, sería una mujer. Me levanté adrede la falda del colegio dejando la mitad de mi culo al descubierto, también quería provocarlo como una puta y sería su puta.

Cuando lo sentí llegar, me puse de espaldas para que viera mi enorme culo a su disposición. Él captó el mensaje y me dijo que era una perra mientras tiraba las llaves del coche sobre la mesa. Solo me sonreí entornando la cara para verlo de reojo.

Vino sobre mí, recargando su cuerpo contra mi espalda. Lo notaba jadeando como lobo en mi nuca, me acariciaba el pelo y una mano se coló bajo mi ropa, por mis tetas. Refregaba su pene por mis nalgas y lo notaba endurecerse con rapidez. Tiró de la camisa y los botones saltaron descontrolados por el suelo. Rodaron y eso me excitó mucho. Luego hurgó por el frente de mi tanga y, al notarme depilada, susurró: «Eres una puta calienta pijas».

—Eres una puta calienta pijas…

Me mantenía inmovilizada contra el frente del escritorio y no me permitía hacer mucho.

Ahora vas a ver… —dijo—, y luego de hacer la tanga a un lado, me metió un par de dedos en la concha, arrancándome un suspiro, pero luego me los llevó por detrás e intentó enterrármelos.

Para… —le dije—, por la cola no…

Pero él hizo fuerza y pareció no importarle; luego me metió los dedos en la boca para que se los chupara y volvió a mi culito. Me estaba dilatando y me dolía.

—No… no… —Traté de evitarlo.

Pero, tras un rato, sentí su glande tratando de forzar mi entrada y mi pobre culito cediendo el paso con demasiado sacrificio.

No… no… —Es muy gruesa…

Pero él solo me la daba por detrás y me hablaba al oído.

—Ahí tienes, puta, después de comerte esta te podrás comer cualquiera, te lo voy a dejar bien abierto…

Ah, qué diablos, me encantaba cómo me rompía el culo hasta que, de pronto, me la sacó, me giró y me obligó a arrodillarme.

Casi sin mi consentimiento, ahora me la metió en la boca y se corrió en ella como de costumbre.

Tras esa jornada en la que entregué lo último virgen que me quedaba y en la que Juanjo había tomado la iniciativa por primera vez, nos transformaríamos en amantes secretos, a espaldas de mi madre y de su mujer.

Él se llevaba toda mi juventud y yo toda su experiencia. Me encantaba que me follara, a cualquier hora y en cualquier sitio, por cualquier agujero. Estaba de rodillas ante esa terrible polla.

Pero las cosas empezaron a torcerse: él era hombre y solo quería acostarse conmigo, un camino en el que yo misma lo había metido, pero, sin darme cuenta, yo me estaba enamorando de él.

Y comprobaría que todo eso que odiaba de mi madre, en verdad lo llevaba en los genes. Empecé a celarlo, no quería ser la tercera en discordia entre mi madre y él. No me gustaba verlos besarse, acariciarse ni siquiera mirarse. Juanjo trataba de todas las maneras posibles de hacerme ver cómo eran realmente las cosas, pero, como dice el refrán, no hay más ciego que el que no quiere ver.

Empecé a comportarme como una chiquilla caprichosa: me iba mal en el colegio, discutía con todos y con todo, le hacía planteos ciertamente ridículos sobre un futuro juntos, pero Juanjo me decía que eso solo estaba en mi cabeza.

Una y otra vez trataba de alejarme de su lado, pero cada vez que me metía esa polla en cualquiera de mis agujeros, cada vez que tragaba sus jugos, cada vez que me comía la conchita con sus labios, cada vez que me besaba, cada vez que me acariciaba el pelo, cada vez que me miraba, cada vez…
Era tirar nafta al fuego y enloquecer una y otra vez.

Pensaba cortar con Franco, mi novio, pero sería él quien me dejaría. Para mi sorpresa, él no sabía lo que pasaba, pero intuía que algo ocurría y prefería no averiguarlo. Me había transformado en una novia ausente, le era indiferente y ya no quedaba nada entre nosotros, ni siquiera el sexo de juventud, porque claro, yo solo quería acostarme con Juanjo, pero era un secreto que no podía confesar.

Las cosas fueron cuesta abajo, peor de lo pensado, hasta que llegó el punto de quiebre: esa mañana, él preparó la maleta con sus cosas y, para mamá fue duro, para mí fue peor; al menos ella pudo llorar, pero yo tuve que tragarme mis lágrimas.

Pasaron los días, no me resigné, fui a paradas típicas de taxis, preguntando y preguntando, hasta que di con él. Juanjo no podía creerlo: vivía en un apartamento pequeño en las afueras de la ciudad. Me llevó a conocerlo y bueno, volvimos a tener relaciones sexuales…

Esa noche él me dijo:

Julieta… es todo lo que puedo darte, sexo, no me pidas más…

Durante casi dos años fuimos amantes en la clandestinidad: iba a visitarlo cada vez que me apeteciera y yo tenía muchas ganas, ¡qué polla tenía ese hombre! ¡Qué bien me cogía! Mis agujeros estaban moldeados a su medida; amaba ser una zorra, un culo roto, pero volvería a estropearlo todo.

Quería más, no me bastaba con ser una desconocida en la sombra, quería tenerlo en mi cama todas las noches. Volví a mencionar el tema de un «nosotros», de «un futuro», y noté que, mientras hablaba del tema, Juanjo se alejaba más y más.

Y jugué mis peores cartas: fingir un embarazo, una estupidez, pero él no quería ser padre, no le interesaba y su única respuesta fue plantearse un aborto. Y ya no fue fácil fingir, él empezó con el tema de los médicos y todo cayó como un castillo de naipes.

Me ganaría el odio y el desprecio de Juanjo. Me dijo de todo: que estaba enferma de la cabeza, loca, y que me olvidara de él, que solo había tenido problemas en su vida. Y esta vez sí que lloré todas las lágrimas que nunca había podido llorar. Nunca más lo vi, nunca más lo busqué, nunca tuve el valor…

Y el mundo siguió girando: llegaron otros hombres, otros amores, un esposo, hijos, familia, y ahora festejo medio siglo de vida…

Juanjo es como un fantasma, no existe, no lo ves, pero siempre está. Lo siento, nunca me olvidaré de él, el hombre que me quiso como nadie…

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