Invitado y anfitriones en mis vacaciones de verano
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Mi nombre es Miguel y soy un estudiante universitario de 24 años. Me gustaría contarles lo sucedido hace apenas ocho días, durante parte de mis vacaciones de verano. Como no tengo ni un clavel, mis vacaciones iban a consistir en comprar una caja de cervezas en el súper y bebérmelas delante de un DVD alquilado, poco más o menos. Pero hace como una semana, el teléfono sonó y, al descolgar, descubrí que era Sheila, la chica por la que me dejaría matar si hiciera falta.
No me malinterpretéis, no estoy enamorado perdidamente de ella, pero me gusta barbaridad. La chica estudia conmigo en la facultad y nos hemos hecho muy amigos en poco tiempo. Durante una de nuestras quedadas para estudiar, estuvimos a punto de enrollarnos, pero no pudo ser. Por mi parte, estoy libre de compromisos, pero ella tiene novio y creí conveniente que, si alguien tenía que dar el paso adelante, debía ser ella. La chica estuvo a punto en varias ocasiones (esas cosas no hace falta ser Sherlock Holmes ni Matlock para descubrirlas), pero se cortó. El examen lo suspendimos, por cierto.
El caso es que llamaba para invitarme a las fiestas de su pueblo, que está cerca de mi ciudad y que siempre me había dicho que eran estupendas, que la gente era muy enrollada y tal. Yo acepté ir, por supuesto, y me planté en la plaza antes de que hubieran pasado un par de horas. Ella estaba allí, vestida con unos vaqueros raídos y una camiseta negra que llevaba algunas manchas de dios sabe qué bebida. Se le notaba bastante borracha. Me dio dos besos cariñosos, me hizo pasar al bar donde estaba bebiendo y me presentó a un par de tías y un par de tíos del pueblo. Eran muy majos, la verdad, pero pronto descubrí que aquello era una trampa tremenda, pues todo eran parejas. Yo me alegré mucho de que no estuviese el novio, pero éste apareció enseguida, pues había ido al baño. Mi gozo en un pozo, como podéis suponer.
Fuimos a la carpa municipal, a un concierto de un grupo amateur que no lo hacían nada mal y, visto que no me iba a comer un rosco ni de lejos, decidí darle a la cerveza, que es un sustituto pobre, pero recurrente, del sexo. Para cuando terminaron los chicos de tocar, yo ya iba bastante mareado y estaba en esos momentos sacando otro litro más, para compartir. Entonces vi que todo el mundo se despedía y se iba hacia casa, excepto Sheila y su novio José, que vinieron hacia mí, sonriendo.
– Ahora vamos a ir a cenar a mi casa. A la una empieza una discomóvil. Vendrás, ¿verdad? – dijo ella.
Ciertamente, las discomóviles nunca me han gustado, pero ¿qué iba a hacer? Estaba a treinta y tantos kilómetros de mi casa, con una torrija de órdago a la grande y la guardia civil haciendo controles de alcoholemia a la salida. Acepté la cena y la discomóvil, no sin cagarme en todo por lo bajo y lanzarle un par de maldiciones gaditanas al puñetero novio, mientras caminábamos hacia la casa de Sheila.
Para ser sinceros, el novio es un buen tío y me trató siempre con cordialidad, pero yo, comprensiblemente, no lo trago. ¿Injusto? No lo creo: él es quien se lleva a Sheila a la cama, no yo. Cuando llegamos a casa, él se empeñó en cortar unos curados y unos quesos y Sheila trajo un par de botellas de vino de la bodega de su padre. También hicimos unos huevos fritos y nos arreamos todo con dos barras y media de pan. De la segunda botella, apenas quedó un dedo en el fondo. Nos sentamos en el sofá, con la tripa llena y bastante beodos los tres. Era ya la una y media y allí nadie movía un dedo, así que yo dije que si íbamos a la discomóvil.
– Buf, casi no me apetece – contestó José, incorporándose para coger un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa -. ¿Queréis ir vosotros?.
– Yo paso – contestó Sheila, mirándome -. A menos que tú quieras ir, por supuesto. Eres el invitado y tenemos que tratarte bien.
Yo, podéis imaginaros, no tenía ningunas ganas de estar allí con la parejita feliz porque me estaba poniendo de los nervios con sus besitos y carantoñas esporádicas. Para seros totalmente sincero, ella estaba prácticamente tumbada, apoyada sobre José y apuntando con su culo hacia mí. Tenía un culo estupendo y yo no podía evitar echarle alguna ojeada de cuando en cuando.
– Hombre, algo tenemos que hacer – dije, y entonces me acordé de algo que traía en el coche -. Si queréis, tengo algo de costo en la guantera. Podemos fumarnos un porrito y decidirlo luego.
Era mi condenación, desde luego, pero me sentaba mal obligarlos a ir a la maldita discomóvil. Ellos aceptaron, después de cruzarse las miradas, y fui a buscar la piedra al coche. Cuando salí no cerré la puerta de casa, la dejé entornada. Había aparcado cerca y pensé que así no tendrían que levantarse para abrirme. Como no llamé al timbre al regresar, no me oyeron entrar. Estaban besándose en el sofá y la mano de José se apoyaba en el pecho de ella, por debajo de la camiseta. La mano de ella estaba acariciando su entrepierna, donde se notaba un bulto bastante evidente.
Me quedé helado, mirándolos mientras se sobaban el uno a la otra y viceversa. Resoplé sin hacer ruido y me concentré en la mano de Sheila, que no paraba de agarrar el pene de José por encima del pantalón y moverlo como si lo masturbara lentamente. Yo carraspeé y entré disimulando, mientras ellos se arreglaban un poco para estar más presentables. Gracias a quién sabe qué motivos, no vieron que también yo estaba un poco empalmado, creo.
El porrito fue acogido con gran éxito. Nos lo fumamos tranquilamente, charlando de cosas que ya ni me acuerdo de qué eran, pero nos reímos bastante. Cuando lo terminamos, sin embargo, nos entró el apalanque total. No había quien nos hiciera mover, así que alguien (creo que fue José) encendió la tele y nos quedamos allí, viendo una película del año de la Polka en la que salían Pepe Isbert y Tony Leblanc. Sheila, pasado un rato, pidió que hiciera otro porro y yo lo lié con desgana. Al terminárnoslo, el colocón era ya parte de nuestra fisonomía y José se estaba quedando dormido, así que dijeron de subir a dormir. En el piso superior estaban los dormitorios, de modo que me señalaron mi cuarto, que era acogedor y bien amueblado y ellos se metieron juntos en el de enfrente. Entornaron la puerta y yo me tumbé en la cama dispuesto a fumarme el tercero de la noche y quedarme dormido para olvidar un día tan desastroso.
Estaba haciendo el petardo cuando escuché que hablaban en susurros. Me incorporé sobre la cama y vi que tenían la luz encendida, pero no la luz del techo, sino una más tenue. Entonces oí con bastante nitidez que Sheila se reía en bajito y que él soltaba un gemido bastante más sonoro. ¿Se iban a poner a follar en ese momento? Era lo que me faltaba. Terminé el porro, deseando fumármelo de una vez y dormirme, pero los gemidos empezaban a ser bastante evidentes. No podía evitar escucharlos. Al principio, traté de deducir qué estaban haciendo, pero no decían nada coherente y no podía saberlo, así que, mientras le daba unas caladitas, me imaginé que ella estaba tumbada boca abajo en la cama, completamente desnuda, salvo por unas braguitas estrechas y que él estaba tocándola desde encima, pasando sus deditos por su entrepierna, jugueteando con la telilla suave de su ropa interior. Mi polla empezó a crecer y no podía evitar tocarme con la mano derecha mientras sostenía el porro con la izquierda.
Al cabo de unos instantes, escuché que él gemía más que ella y supuse que estaban cambiados. Ahora es ella quien lo toca a él, me dije. Entonces, oí claramente que él le decía: «Dios, es increíble qué bien la chupas». Me puse a cien. Estaba en calzoncillos, así que saqué mi pene y empecé a masturbarme, dejando el porro en un cenicero sobre la mesilla. Pensé que mataría dos pájaros de un tiro: me aliviaría la calentura y me quedaría dormido.
Sin embargo, no podía contentarme solo con hacerme una juanola mientras a ese tío le estaban comiendo hasta las entrañas. Me levanté sin hacer apenas ruido y fui al pasillo, colocándome junto a su cuarto. La puerta estaba entornada, así que no pude ver nada en absoluto, pero escuché claramente cómo José estaba más que lanzado.
– Sí, sí – decía -. Dios, qué bien lo haces, cariño. Sigue, sigue, no se te ocurra parar ahora.
– Este tío está a puntito… – pensé.
Quería verlo. Si ese tío iba a correrse con la mamada de Sheila, yo quería verlo con mis propios ojos. Me asomé un poco y los vi perfectamente. Ella estaba tumbada con las rodillas encogidas, agarrando su polla con la mano derecha y frotándole el pecho con la izquierda. Tenía los labios apoyados en su glande y movía la mano en una lenta masturbación, mientras jugaba con su boca en la puntita. Sacó la lengua y un hilillo, mezcla de saliva y líquido preseminal, quedó entre ella y el glande de José. Empecé a tocarme desesperadamente. Sheila se incorporó, miró a José, que estaba con la cabeza levantada y los ojos cerrados, poniéndose morado de gusto. Ella dio un par de chupadas más y empezó a ascender con su boca, dándole besos en el vello púbico, en el ombligo, en los pezones… Yo estaba como una moto, estaba a cien. Mi mano se movía compulsivamente, como si la estuviesen apuntando con una pistola. Entonces, ocurrió lo inimaginable.
Mientras los labios de Sheila se entretenían un poco en el cuello de José y sus piernas se encaramaban a su cuerpo, José no lo pudo evitar y empezó a correrse. Le soltó unos cuantos lecharazos en el monte de Venus, mientras ella miraba como alucinada. José le dijo varias veces que la quería, que era una pasada lo bien que lo hacía y no sé cuántas cosas más, pero ella tenía una cara de pocos amigos que tiraba para atrás. Yo había dejado de tocarme y miraba alucinado. Entonces me percaté de que podían verme (hasta ese momento, de lo caliente que iba, no había caído en eso) y me fui hacia mi cuarto, caminando sigilosamente.
– ¡Eres un gilipollas! – gritó ella, incorporándose -. ¡Te he dicho mil veces que me avises si te vas a correr, ostia! ¿Ahora qué hago yo?.
Él se levantó, intentó darle un beso en las tetas, pero ella se apartó de él.
– No te preocupes, cariño – contestó, mirándola tiernamente -. Ve al baño, date una ducha y para cuando vuelvas estaré de nuevo listo para darte todo el placer del mundo. Te lo prometo.
Sheila se levantó de la cama y, poniéndose la camisa de él, salió del cuarto. Afortundamente, yo estaba ahora en el mío, terminándome la juanola. Me corrí, como podéis imaginaros, prácticamente en los primeros movimientos. Recordaba nítidamente a Sheila, subida sobre ese idiota, con las piernas abiertas y deseosas, y a él corriéndose en el pelito de su conejo, corriéndose mientras ella estaba a punto de hacerle volar. Al cabo de un rato, ella salió de la ducha y entró en su cuarto. Yo ya no quería seguir escuchando. Si volvían a follar, sería cosa suya. Yo prefería dormir a tener que pajearme de nuevo mientras ellos se lo pasaban de muerte.
– ¡Pero serás cabrón! – gritó Sheila -. ¿Te has quedado dormido?.
Nadie contestó, lo cual era un sí atronador. Escuché cómo salía de la habitación y bajaba las escaleras, con ese ruido tan raro que hacen los pies descalzos sobre la madera. Y, en ese instante, como una revelación, como una epifanía, me vino a la mente la idea más brillante de mi existencia. No es que sea una idea muy allá, no es la última solución al Teorema de Fermat, pero es una idea que ha cambiado mi vida. Se me ocurrió bajar a ver si, con las defensas bajas y semejante calentón, Sheila era una chica más accesible.
Cuando me vio bajar las escaleras, puso cara de susto. Supongo que dudaba si yo había oído lo ocurrido o no y que estaba intentado descubrirlo por la cara que ponía. Si era cara de buitre, es que sí; si pone cara de estar dormido, es que no.
– ¡Anda! –dije, haciéndome el sorprendido-. ¿Qué haces aquí?
– No puedo dormir –dijo ella-. He venido a ver la tele. ¿Y tú?
– Parecido. Tengo mucha sed. ¿Quieres algo de beber?
Ella se me quedó mirando y asintió con la cabeza.
– Ponme un ron negro con medio limón exprimido y dos hielos, por favor.
Me dejó de una pieza, pero preparé lo que me pedía. Yo me serví agua. Si bebía un poco más, igual dejaba de tener capacidad para hacer lo que me proponía. Me senté junto a ella y vi, a través de la camisa, que no llevaba bragas. Le venía muy grande y le tapaba hasta medio muslo, pero en el espacio entre los botones se veía un poquito de su conejo. Eso me excitó muchísimo. Traté de empezar una conversación, pero no podía encontrar las palabras adecuadas. Aquella situación, con ella cabreada bebiéndose un brebaje digno del Capitán Garfio y yo delante de mi vasito de agua, cachondo perdido, no podía ser buena para mi salud.
Decidí atacar directamente. Aprovechando que ella se inclinaba para dejar el vaso con su bebida sobre la mesa, la sujeté suavemente de los hombros y la llevé hasta mí, sin hacer esfuerzo ninguno. Cuando la tenía a escasos milímetros de mi boca, fue ella quien se lanzó y me soltó un beso tan húmedo que me empalmé casi al instante. Yo no quería soltarla, porque dudaba que ella pudiera arrepentirse, así que empecé a jugar con sus botones de la camisa, a desabrochárselos y pude rozar con mis dedos uno de sus pezones, que estaban muy duros. Eso me excitó aún más. Su mano empezó a sobarme la ingle, mientras sus deditos intentaban palpar mi polla.
En menos de veinte segundos, estábamos ambos completamente desnudos, frotándonos como dos posesos. Mis labios y los suyos parecían estar pegados y ella estaba abierta de piernas, muy abierta, mientras mi polla rozaba en su vulva, que yo sentía muy caliente, como si fuese a ebullir en ese momento. El roce estaba muy bien, ella estaba encantada y me agarraba bien fuerte del culo para acercarme más a ella, si es que era físicamente posible. Al final, me erguí un poco sobre ella, la contemplé en toda su belleza: hermosa, innegable, desnuda, sudorosa, cachonda a más no poder y toda para mí. ¿Qué más podía desear?.
Lo hicimos allí mismo, sobre el sofá. Ella debajo de mí, gozando como no había podido gozar con su legítimo. Yo encima de ella, moviéndome acompasadamente, como en un sueño en el que vuelas y vuelas pero no tienes ni pajolera idea de adónde. Sentía cómo los labios de su vulva se cerraban alrededor de mi polla, que no paraba de moverse, sin que mi cerebro le diera orden consciente ninguna. Ella estaba más que disparada. Gemía, jadeaba, me decía gorrinadas al oído y me pedía insistentemente que no parase ni un momento. Yo, todo hay que decirlo, llevaba ya un buen rato utilizando todos los trucos que conozco para retrasar el orgasmo: pensé en la muerte, pensé en Mickey Mouse y en el Inspector Gadget. Pero nada funcionaba. Ella volvía a mi imaginación, tumbada debajo de mí, gozando como loca. No necesitaba abrir los ojos para poder sentirla debajo de mí, retozando como una perra en celo.
Entonces supe que si me corría, la habría fastidiado para siempre. Tenía que hacer algo y rápido, porque aquello estaba escapando a mi control. Sin previo aviso, la saqué (con gran dolor de corazón) y me agaché rápidamente a su conejo, inclinando mi cabeza sobre él, metiéndola entre sus piernas y sacando la lengua hasta sentir el sabor de sus flujos en mi boca.
– Vas a correrte en mi boca, Sheila – le dije, con la voz más dulce que puede poner un hombre que está a punto de morir infartado.
Ella no contestó sino con un gemido alucinante. Si José no se despertaba y nos pillaba en plena faena, era un puñetero milagro. Pasé mi lengua por toda su vulva, desde el vello púbico hasta el periné. Volví a subir otra vez, deteniéndome primero en la entrada a su conejo y en su clítoris. Después la pasé de nuevo, esta vez un poco ladeada, permitiendo que entrase un poco. Lamí un ratito y volví hacia el periné, deslizándome húmedamente hasta su ano. Ella levantó la pelvis para permitirme ir allí y yo lo lamí como si fuese un náufrago que encuentra una piruleta. Cuando me cansé de su culo, regresé a su vulva y la lamí, la besé, la paladeé con mis labios hasta que ella levantó las caderas de sopetón, me agarró del pelo y gritó que se corría como seis o siete veces, intercalando algún «Oh, sí» y algún «Dios mío» en medio.
Yo pensaba continuar, pero ella se dio media vuelta y levantó la cabeza indicándome que la besara. Lo hice, mientras ella ponía su mano entre sus piernas y apretaba ambas, llena de excitación. Estaba derrengada y empecé a pensar si no me iba a dejar allí así, sin corrida. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el muslo, acercándome a su conejito por detrás. Entonces se levantó, me mostró todo su cuerpo desnudo y, subiéndose sobre mí, agarró mi polla con una mano y, hábilmente, la metió dentro de su vagina. Yo estaba cardíaco. Ella empezó a cabalgarme y a cabalgarme, mientras yo no podía creérmelo. Tenía ganas de cerrar los ojos y dejarme llevar, pero perderme la escenita de sus lindas tetas subiendo y bajando hubiera sido un crimen. Chillaba de placer (aunque creo que fingía un poco para excitarme más) y yo sentí que estaba al borde de que me estallase la minga en muchos trocitos. Se lo dije. Le dije que me corría y ella me contestó:
– Adelante, córrete. Lléname de tu leche.
Eso fue la gota que colmó el vaso (sí, podéis tomarlo como un juego de palabras malo y chabacano). No me importaba si tomaba la píldora, si estaba contagiándome de algo raro o si estaban bombardeándonos los albaneses. Todo me daba igual. Me levanté, con ella sobre mis muslos y la agarré del culo, llevándola hasta la encimera de la cocina, que caía más o menos a la altura adecuada. Una vez allí volví a la carga, pero ya era demasiado tarde para más florituras. Mientras me corría, me agaché y la besé. Ella me agarró del culo mientras me vaciaba en su interior y parecía querer exprimirme. Yo di un par de movimientos más de cadera y dejé que las últimas gotas cayesen solas dentro de su conejito. Volví a besarla, ella dejó de apretarme y, mientras nos mirábamos tiernamente, la saqué. Varias gotas de semen salieron por entre sus labios, colgaron un instante y volaron directamente al suelo.
– Ha sido fantástico – dijo -. ¿Cómo sabías que donde más me gustaba era en la encimera de la cocina?.
– No lo sabía – contesté -. Simplemente, se me ocurrió.
Ella sonrió y se dirigió al sofá, se puso la camisa y subió a su cuarto.
– Mañana nos veremos – me dijo -. Ahora duerme y descansa.
La observé largarse. Vi sus nalgas moverse debajo de la camisa y desaparecer en el piso superior. Yo no podía creerlo. Subí las escaleras y me metí en la cama. Me acabé el porro que tenía a medias y me quedé profundamente dormido. Justo antes, sin embargo, caí en algo bastante curioso: hacía apenas una hora, estaba yo convencido de que al día siguiente me inventaría cualquier excusa para volverme a casa y ahora, no pensaba salir de ese pueblo en lo que quedaba de semana de fiestas.
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