Empecé a no reconocerme en el espejo
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Decidí escribir un relato erótico como medida cautelar contra la erotomanía. Una psiquiatra muy amable me había dicho que esa enfermedad no tiene cura, que tendría que vivir con ella el resto de mi vida, que ni los fármacos ni la psicoterapia servían de nada, aconsejándome por tanto ser muy cuidadoso en todas las decisiones amorosas que tomara porque éstas podían llevarme a la cárcel. Soy un erotomaníaco de libro.
Hace ocho años me enamoré de Susi y desde entonces le he enviado la friolera de tres mil quinientos ocho correos electrónicos de contenido exclusivamente sentimental. Lo que supone uno coma dos mensajes diarios. Hasta ahora, ella no ha respondido a ninguno, y eso demuestra que no le intereso en absoluto; sin embargo, yo sigo ahí, escribiendo y escribiendo, hablándole del mundo, de las cosas grandes y de las cosas pequeñas, llorando sin parar y con mucho miedo a que se me dispare la paranoia, se me nuble el entendimiento y deje de ser yo para convertirme en un perturbado delirante y obsesivo al que sólo le importe satisfacer su deseo, hablar con ella, acosarla hasta que decida prestarme atención.
Acudí a la consulta de la doctora Sana cuando empecé a no reconocerme en el espejo. Una noche de insomnio y altas temperaturas recordé una experiencia sexual que había tenido con una amiga de mi amiga Ana en una tienda de campaña y me excité. Recordar a Chencha, lo bien que le sentaba el bikini, lo enamorada que estaba de mí, las dos horas de conversación que mantuvimos en la tienda antes de quedarnos completamente desnudos, hizo que me olvidara durante un rato de Susi y me levanté. Me dirigí al cuarto de baño para seguir pensando en Chencha frente al lavabo, pero cuando encendí la luz y me miré en el espejo, todas las células excitadas de mi cuerpo se quedaron dormidas. Dicen que la adrenalina te la pone floja, y es verdad. El cuerpo se prepara para lo peor y necesita toda la sangre disponible. El tipo del espejo se estaba riendo. No podía ser yo porque en ese momento, a pesar del recuerdo agradable de Chencha, mi conciencia estaba más triste que un niño sin madre.
Si a uno le duele un brazo, se mira el brazo, pero si a uno le pasa algo en la cara, se mira en un espejo. No hay otra forma humanamente posible de hacerlo. Y yo me quedé paralizado frente a un tipo que no debería haber estado allí, alguien que me recordaba vagamente a mí mismo, pero que no era yo. Yo soy un personaje muy triste, un erotomaníaco perdido, pero éste parecía un triunfador, un atleta de la sonrisa, el campeón del optimismo. De repente dejó de reír, me miró fijamente a los ojos y dijo: “García, eres un gilipollas”. “¿Y tú quién eres?, ¿Qué coño haces en mi cuarto de baño?”. “Soy un Jodido García”, sentenció él, pero la frase llegó a mis oídos perfectamente invertida: ”Soy un García Jodido”. Ahí llevaba razón y por eso no lo mandé a la mierda de inmediato. “¿A qué has venido?”. “A decirte que eres un gilipollas y un llorón”. “Eso ya lo sabía, así que no necesito que nadie me lo recuerde”. “¿Qué vestido llevaba puesto hoy?”. Supe de inmediato a quién se refería, e intuí lo que esa pregunta llevaba consigo. “Un vestido rojo, pero eso no quiere decir nada”. “Mira que eres gilipollas, tío, no te enteras de la película, se te escapa el argumento, eres un gañán demasiado gilipollas para captar los detalles, las sutilezas, los guiños del guionista, piénsalo bien, capullo, un vestido rojo, el mismo vestido rojo que…”. No le dejé terminar. Apagué la luz y regresé a la cama.
El insomnio seguía allí, en cambio Chencha había desaparecido, había vuelto a su inanidad de recuerdo archivado. Eran las cuatro de la madrugada y el insomnio parecía querer prolongarse hasta que saliera el sol. Por consiguiente, volví a levantarme. En esta ocasión no visité el cuarto de baño, sino que ocupé mi silla del ordenador, encendí el portátil y me puse a escribirle otro mensaje electrónico a Susi. Necesitaba contarle mi encuentro con el Jodido García, seguro que ella lo comprendía mejor que yo, porque a mí siempre se me escapan los detalles y las segundas intenciones. El vestido rojo era la misma prenda que llevaba Susi la última vez que soñé con ella, dos semanas y media antes. El tipo del espejo había querido decirme que la acreedora de todos mis pensamientos estaba loca por mí, que no sólo leía mis correos sino que los memorizaba, saboreando hasta sus más delicados sabores, antes de guardarlos en una carpeta secreta de su corazón. Pero yo no quería creerlo, era imposible, y si pensé en ello fue única y exclusivamente porque él me lo dijo, y porque la propia Susi tuvo acceso a ese sueño gracias al correo electrónico en el que se lo destripé. De modo que el vestido rojo significaba para el tipo del espejo que ella no sólo leía mis correos sino que le gustaban y por eso había querido lanzarme una señal secreta de aprobación. Mientras le contaba todo esto a Susi, me di cuenta de que a lo mejor me estaba convirtiendo en un zumbado y me acojoné de verdad. Acabé el mensaje, pero añadí una posdata pidiéndole ayuda, suplicándole que me respondiera, que me enviara un sólo correo electrónico, el único, el último, el primero y el último, en el que apareciera su deseo expreso de no recibir más noticias mías. Luego busqué en Internet enfermedades mentales que tuvieran síntomas parecidos a los que yo acababa de vivir. Todas las que descubrí guardaban íntimas relaciones con la palabra paranoia.
Conseguí mantenerme lejos del portátil durante cuatro días. Al quinto consulté mi correo electrónico. Cero patatero. Susi seguía en silencio. Aquello tenía dos explicaciones. O bien me estaba invitando a que continuara escribiéndole, o bien su silencio era sólo eso, silencio, y el silencio puede significar cualquier cosa, todas las cosas, o nada en absoluto. Lo más probable es que hubiera borrado el último correo sin abrirlo siquiera. ¿O era posible que estuviera loca por mí y lo del vestido rojo guardara entre sus costuras la explicación que quiso darle el Jodido García? Fue entonces cuando acudí a la doctora Sana.
Su página era www.consultaspsiquiátricasonline.com le envié un largo mensaje contándoselo todo desde el principio. Las primeras conversaciones con Susi, las primeras risas, la novela, el enfado, el silencio, la prolongación del silencio y el record Guinnes de mensajes sin respuesta. También le conté lo del Jodido García. Una semana más tarde recibí la respuesta. Seiscientos euros. Poco después de ingresarlos en una cuenta de Caja Madrid me llegó el siguiente correo electrónico. En éste, la doctora Sana decía que mi dolencia era un tipo muy raro de paranoia, un trastorno delirante crónico y obsesivo de mal pronóstico. Su característica principal era que el enfermo siente que la otra persona lo ama, e interpreta los gestos más absurdos como prueba irrefutable de ese amor. “Tal vez, la presencia en su vida del Jodido García tienda a complicar el diagnóstico, aproximando su trastorno a lo que podríamos denominar síndrome del Doctor Jekil. No se acerque al Jodido García, no permita que entre en su casa ni en su vida. Rompa todos los espejos”. Según la doctora Sana, ni los fármacos ni la psicoterapia podían acabar con la erotomanía.
No rompí todos los espejos porque eso era lo mismo que reconocer que nunca, jamás de los jamases, iba a conseguir curarme, y la esperanza es lo último que se pierde en estos casos, según tengo entendido. Pero los tapé con sábanas y periódicos viejos, eliminando así todos los duplicados de la casa.
Una noche el insomnio volvió a llenarse de testosterona y a mí me entraron ganas de recordar a Chencha. Encendí la lamparilla de la mesita de noche antes de levantarme. Cuando lo hice vi mi cuerpo proyectado en la pared como el perfil inmortal de un héroe griego. Aquella imagen me fascinó, era el cuerpo de un hombre de tres metros de altura extremadamente musculoso y empalmado. Si en ese instante hubiera pensado que aquél era el cuerpo del Jodido García en su versión más poderosa, probablemente habría apagado la luz, pero no lo hice, no hice ninguna de las dos cosas, ni lo pensé ni apagué la luz. Y allí estaba el personaje, un héroe griego justo después de una gran batalla, justo antes de disfrutar del merecido premio tras la victoria. Chencha y Ana.
El cuerpo desnudo del Jodido García se puso a contonearse y a exhibirse ante un público invisible. Su gigantesco pene me recordaba las pinturas que contemplé una vez en algunas paredes de Pompeya. Y la mano que lo aferraba era la misma mano que en la lucha previa había dado muerte a innumerables enemigos. Así de invencible se mostraba el Jodido García en la pared de mi dormitorio.
Cuando me habló supe de inmediato quién era, pero todas mis opciones habían prescrito. Me encontraba tan fascinado, tan hipnotizado con lo que estaba viendo que ni siquiera consideré la opción de refugiarme en la oscuridad. “Prepara bien tu espada, soldado, pues la vas a necesitar en breve”, dijo. Y añadió, “Tienes una cuenta pendiente con tus amigas Chencha y Ana. Chencha estaba loca por ti, ¿Cuántas pajas te has hecho recordando su culo? Mira que sois boludo, pibe. Y Ana, tu amiga Ana, tenía las mejores tetas que hayas visto nunca. ¿Cuántas veces se te insinuó? Pero no, la amistad es sagrada. Menudo gilipollas. ¿Qué hiciste aquella tarde en tu dormitorio de estudiante? Dos tías buenas en tu habitación deseando conocerte bien y tú hablando de la física y de la metafísica, cuando en el fondo, tú lo sabes, lo único que querías es follártelas a las dos. Hay que ser capullo y remilgado. Lo tenías tan fácil. Ellas sentadas en tu cama deshecha, porque no hiciste la cama ni una maldita vez durante todo el curso, y tú en una silla, justo enfrente de las dos. Ana dijo que le dolía el cuello y a ti no se te ocurrió arrodillarte a su espalda y masajearla bien. Ya sabes que unas cosas llevan a otras y el cuello se encuentra tan cerca de una zona erógena que en menos de cinco minutos habrías estado acariciando esos pechos por encima del jersey amarillo. Tampoco aprovechaste tu oportunidad cuando Chencha te suplicó que repitieras el striptis que habías hechos en una fiesta de fin de curso y que ella no vio porque ni siquiera estaba en la Universidad. Ganaste un premio con ese striptis, seguramente yo tuve algo que ver con eso, aunque tú no te dieras cuenta. No bailaste para tus dos amigas, no te fuiste quedando desnudo, no sacaste luego a bailar a alguna de las dos, o a las dos, y entonces tampoco te abrazaste a ellas sin sentir la vergüenza de tu polla empalmada. Tampoco las besaste por separado a cada una ni a las dos a la vez, ni las empujaste hacia la cama, donde ellas, sin duda, se habrían quitado la ropa, si es que no se encontraban desnudas desde mucho antes”.
Entonces cerré los ojos y la voz guardó silencio. El recuerdo de aquel encuentro estaba siendo demasiado vívido como para salir del nirvana erótico sin ayuda externa. O los extraterrestres invadían el planeta en ese instante o yo me iba a masturbar pensando en mi amiga Ana, y en Chencha. Qué jodido el Jodido García. Esa estaba siendo la primera vez que hacía una cosa así, masturbarme con el recuerdo de Ana. Suerte que llevaba sin verla desde junio del año 2001. Mi conciencia no hubiera soportado una lejanía menor, pero sí la del Jodido García. Mientras me frotaba el pene con ambas manos recordando la famosa secuencia estéril de aquel cuarto de estudiante, supuse que, con aquella acción, yo mismo me estaba convirtiendo en el Jodido García, un tipo sin moral y sin escrúpulos que veía en el vestido rojo una prueba irrefutable del amor que Susi debía sentir por mí. ¿Y saben una cosa?, ser el Jodido García tampoco estaba tan mal. Uno dejaba de sentir culpabilidad por todo y llegaba a considerar que los desmesurados correos que le enviaba a Susi representaban el favor más grande que nadie podría hacerle nunca. Y esto, por muy gallito que se pusiera mi alter ego, suponía una prueba evidente, un síntoma muy reconocible de la paranoia.
Imaginarme desnudo entre mis dos amigas era tan fácil. Es verdad que Chencha me había suplicado que hiciera un striptis, y era verdad que yo rehusé hacerlo, por pudor y porque no quería darle falsas esperanzas (lo de la tienda de campaña ocurrió mucho después). Además, la presencia de Ana en mi dormitorio era como la del cura en la eyaculación de Woody Allen. Pero ahora yo estaba siendo otro, un fabulador sin prejuicios y sin remordimientos. Reescribí la escena y esta vez no hablé de física ni de metafísica. Imposté los recuerdos, provocando situaciones de lo más excitantes: Ana dirigiendo mi pene hacia la vagina de Chencha, para hacerle un favor a su amiga; yo besando a Ana apasionadamente hasta que la otra conseguía apartarme de ella para quedarse mi boca en propiedad; Ana chupándomela (Dios mío, Ana chupándomela); Chencha besándome sin parar; los labios de Chencha; el culo de Chencha; las tetas de Ana… Así, hasta que el Gran Masturbador consiguió su propósito. Cinco minutos más tarde estuve a punto de hablarle de todo esto a Susi, pero el Jodido García ya no estaba allí para decirme cómo hacerlo.
Créanme, no le eché de menos ni por lo más remoto durante los nueve días que pasaron sin que volviera a aparecer. Me prometí a mí mismo no caer tan bajo nunca más y eso hizo que me sintiera menos abatido por la depravación a la que había llegado la noche del guerrero griego. Pensé mucho en el Jodido García mientras estuvo ausente. Cabía la posibilidad de que regresara para quedarse, en ese caso, nada de todo esto tendría la menor importancia y yo no escribiría nunca un relato erótico. La cuestión era, si regresaba finalmente, ¿qué haría yo?: ¿resistirme o darle la bienvenida? ¿Quién podía saber una cosa así? Pensé que lo mejor era esperar y, cuando llegara el momento, elegir entre un camino u otro. Y la verdad es que el muy cabrón escogió un gran momento de debilidad para visitarme de nuevo. El sueño consistía en una larga conversación con Susi. Un viaje interminable en avión. Todos dormidos menos ella y yo, una conversación de varias horas sin que nadie nos molestara, ni los demás miembros de la familia, ni las azafatas, ni los pilotos, ni el puto perro que viajaba en una jaula para perros. Nadie salvo el Jodido García. Pinche vida. Hasta los extraterrestres estaban echando la siesta a fin de que esos minutos con Susi fueran perfectos.
Al principio fue como si yo mismo lo hubiera pensado, pero al cabo de quince o veinte segundos comprendí que esa voz no procedía de mí. “Bésala. Bésala. Bésala”. La entonación era tan profunda y tan emotiva que estuve a punto de hacerlo, pero me resistí. Había una luz encendida en alguna parte de mi cerebro y esa luz era de alarma. “Lo está deseando, está loca por ti, bésala, está esperando que la beses desde hace veinte minutos”. La tentación era tan fuerte. El rostro de Susi se encontraba tan próximo, su belleza, su sonrisa, todo lo mejor que era capaz de entregarle a un hombre. Pero me resistí. La voz era del Jodido García. El Jodido García me estaba empujando a hacer algo que habría cambiado mi relación conmigo mismo para siempre. De modo que el comandante se despertó y tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia. Todos se despertaron en el sueño, y yo también me desperté. Sin embargo, no logré desprenderme de la voz. Así que encendí la radio y sintonicé una emisora de música clásica. Subí el volumen todo lo que pude y me dejé llevar por el silencio que Rachmaninov acababa de imponer en mi dormitorio. Lo único que tenía que hacer era eso, apagar la luz, romper los espejos, y dejar que Rachmaninov anulase todo lo demás. Llevo una semana viviendo a oscuras y con la música muy alta, no me concedo ni un minuto de descanso, ni para comer ni para dormir ni para hacer todas las cosas que definen a una persona cuerda. Sé que si logro mantener alejado al Jodido García conseguiré aplazar durante un tiempo los peores síntomas de la enfermedad, pero ignoro lo que sucederá cuando tenga que encender el portátil para contárselo a Susi, o para escribir este relato erótico, suponiendo que sea erótico.
Carmen Love
Julio del año 2006
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