El tren el lugar perfecto para dos lesbianas calientes

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Nada más subir al tren nos sentamos la una frente a la otra. Era un viejo tren italiano de cercanías, de vagones grises atravesados por una banda estrecha de pintura verde. La tapicería de los asientos, del mismo color verde que la línea de pintura que recorría el convoy, mostraba algunos descosidos por los cuales asomaba un relleno de espuma de aspecto envejecido, amarillento.

Salvo Claudia y yo, nadie más viajaba en aquel vagón. Mirando a través de la ventanilla, íbamos charlando animadamente, mientras dejábamos atrás los últimos edificios situados en las afueras de Milán. Yo me moría por besarla, pero también me interesaba muchísimo saber más acerca de su vida. Al fin y al cabo, hacía apenas unas horas que nos habíamos conocido, así que me pasé un buen rato escuchándola, observando su boca mientras me hablaba, mirando con detenimiento sus labios, cuidadosamente perfilados, sus dientes perfectos, su sonrisa generosa y amable, mientras me describía la pequeña ciudad italiana donde había nacido, famosa por su circuito de carreras. A mí no me extrañaba lo más mínimo que aquella rubita tan guapa hubiera nacido allí, pues ella misma era como un Fórmula 1: bajita, resultona, con un genio del demonio y capaz de ponerte de 0 a 100 en menos de lo que dura un suspiro.

Era tan coqueta en sus gestos… como cuando me guiñaba el ojo con una sonrisa de complicidad, o se humedecía los labios con la lengua, después de ponerse cacao, tan golosa, y después se miraba en su espejito, y fruncía el ceño y ponía morritos, haciéndose la descontenta, me volvía loca. Y, sobre todo, cuando se ponía a imitar a Sofía Loren, y a mí me parecía que estaba viendo un anuncio de pasta, y me entraba hambre.

Claudia parecía ser de ese tipo de personas destinadas a alegrarle la vida a los demás. Una chica de mente abierta, inteligente y divertida. La había conocido ese mismo día, por la mañana, en una terraza del centro, junto a la plaza del Duomo. Se acercó a mi mesa, con su aspecto de niña rica, apenas dieciocho, para pedirme un papel de fumar. A mí me hizo gracia su descaro y le contesté sin pensar que tenía papelillos en el hotel y podíamos ir juntas a fumar allí. Mentira, yo no tenía papel de fumar en el hotel, ni había fumado un porro en toda mi vida, de hecho yo no fumo ni tabaco, y tampoco tenía habitación en ningún hotel, estaba alojada en casa de unos amigos, así que creo que respondí así, de repente, por puro instinto. Por puro instinto sexual, claro. Se la veía tan coqueta.

La invité a sentarse junto a mí y desde ese momento, ya no nos separamos en todo el día, reconozco que su compañía resultaba ser una experiencia verdaderamente deliciosa. Era buena conversadora, muy alegre y expresiva. Y a ella también le debía resultar curioso charlar con una mujer mucho más madura y de aspecto más formal que ella. Se notaba que Claudia sentía cierta curiosidad por mí. Se interesaba por las cosas que yo le contaba. Y ahora estábamos a solas en aquel compartimiento de tren, oscuro y decadente, camino del lago para pasar la tarde y posiblemente la noche juntas, esta vez sí, en un hotel.

– Tus ojos me recuerdan al mar – le dije.

– ¿Al mar? – se echó a reír – El mar es azul. Y mis ojos son verdes, como los de una pantera.

Y empezó a imitar a una pantera, intentando poner cara de animal salvaje, rugiendo y enseñándome los dientes, paseándose a cuatro patas, como una felina, por los asientos descosidos del compartimiento… Pero era tan sumamente coqueta, que más que una felina parecía la hija de Fellini, posando para la prensa…Si no tenía ni uñas, la pequeña embustera. Pero bueno, al fin y al cabo, qué esperaba. Claudia era italiana, normal que lo suyo fuera puro teatro. Aunque por más que ella intentaba meterse en la piel de una pantera, aquello no resultaba demasiado creíble. No por la interpretación, que era fantástica, sino por el físico. Porque aquella chiquilla no era ninguna pantera. Todo lo contrario. Claudia tenía el aspecto de una linda y dulce gatita. Una mimosa y coqueta gatita persa que jugaba a hacerse la rebelde, pero que se moría de ganas por colarse bajo las faldas de su amita.

– No pareces una pantera – le dije.

– ¿No? ¿Por qué? – me preguntó con aires de mujer orgullosa, recordándome otra vez a la inigualable Sofía.

– Porque las panteras son negras, como la noche. Y tú eres blanca, como la leche.

– Yo soy pantera alpina.

Después de dedicarme una sonrisa pícara, Claudia siguió en su papel de fierecilla indomable. Yo la observaba sin prisas, disfrutando de mi momento “voyeur” mientras ella gateaba sobre el falso cuero verde de los asientos, contorneándose y ronroneando como una gata en celo, rozando sus muslos uno contra el otro por debajo de su falda, a cada paso, dejándome entrever la seda de sus braguitas blancas… Yo me debatía entre la idea de seguir disfrutando de aquella sesión de voyeurismo gratuita, algo que me excitaba bastante, o lanzarme como una leona salvaje sobre aquella linda gatita y devorarla sin más, al estilo “Memorias de África”.

Pero, al contemplar la imagen de la italiana, inmóvil a cuatro patas sobre el asiento, con su terso culito de adolescente frente a mí, mirándome de reojo, con los labios ligeramente entreabiertos y la respiración agitada, no tuve dudas: Pensé: “Fin del momento voyeur… Abran paso a la bollera”. Me levanté y me acerqué a ella lentamente, sin dejar de mirarla a los ojos. Acerqué mi mano a su cabeza y comencé a acariciarle su melenita rubia, retirándosela del cuello, dejándole la nuca al descubierto. Ella me miraba fijamente a los ojos, visiblemente excitada. Me lancé sobre su nuca y le mordí levemente con mis colmillos, varios mordiscos por el contorno de su cuello, bajando hasta el comienzo de sus pechos. Después llevé mi boca otra vez hacia arriba, recorriendo su piel con la humedad de mi lengua, ascendiendo hasta el lóbulo de la oreja para mordérselo suavemente y susurrarle al oído:

– Voy a comerte enterita, pequeña putilla. Voy a arrancarte esa ropa de niña pija que llevas y a follarte sin descanso hasta que manches este asiento con tu agujero más sucio.

– No… no quiero… – me decía bajando la mirada – No quiero.

– No tienes escapatoria – le dije- Estás atrapada en este tren, dentro de este vagón sucio y oscuro, sola y encerrada junto a una mujer más grande y más fuerte que tú, y que va a hacer contigo todo lo que desee, tanto si quieres como si no.

– No, no quiero…Déjame…- me suplicaba ella con un tono de voz un poco más agudo del normal, por lo que deduje que aquel juego la estaba excitando. Y decidí averiguar hasta dónde era capaz de llegar aquella gatita linda.

Comencé a exhalar mi aliento sobre su cuello. A lamer su piel. La delicada piel de su nuca, de sus mejillas, de su pequeña orejita, metiéndole suavemente la lengua en el interior, y entonces noté que un ligero escalofrío recorría su piel.

– No…por favor… no… -me decía con la voz alterada, mientras sus ojos verdes me estaban gritando todo lo contrario. Sus ojos del mismo verde del mar.

Empecé a besarla y a morderla. Su cuello, sus mejillas, un beso y luego otro y un mordisco y otro más, y más cerca, cada vez más cerca de sus labios, y ella no parecía una gatita, sino más bien una gacela, una linda gacela acorralada e indefensa. Excitada al saber que había caído en las redes de una hambrienta leona… lesbiana. “Eso es lo que te va a acabar salvando, putilla”, pensaba yo.

Y tapé su boca con la mía, mientras ella, en señal de rendición, separaba los labios y dejaba entrar mi lengua en el jardín de sus delicias. Nos besamos profunda y pausadamente durante un buen rato. Sus pezones empezaron a despertar, insinuándose por debajo de la blusa. Hasta el olor de su cuerpo comenzó a cambiar. Su perfume caro de niña mimada empezó a dejarse invadir por el olor de su cuerpo excitado, el olor de su piel, de su saliva, y también el de sus axilas, que ahora respondían a mis besos y a mis caricias humedeciéndose aún más que si estuviéramos bajo un sol sofocante. El aire que rodeaba a Claudia empezaba a adquirir unos matices verdaderamente deliciosos. Yo estaba encantada, provocando esas reacciones tan animales en una chica tan urbana y tan coqueta como ella. Y al tiempo que yo lamía los alrededores de su sujetador de seda, bajo la blusa, notaba cómo su respiración se agitaba, su boca se abría aún más y su corazón latía con la fuerza de una potrilla salvaje. Una potrilla que estaba deseando que la montaran hasta reventarla de gusto. Y aquello me parecía tan excitante.

Comencé a desabrochar un par de botones de su blusa, lentamente, mientras ella se iba acalorando cada vez más. Volví a reclamar el fruto de su boca, y mientras nuestras lenguas jugaban al gato y al ratón en esa jaula que eran nuestros labios, le arranqué el resto de los botones de un solo tirón, dejándola en sujetador. Claudia arqueó la espalda y levantó el pecho hacia mí, muy excitada, y yo la abracé y empecé a arañarle la espalda, sin violencia, mientras le lamía los senos metiendo mi lengua por debajo de las costuras del sujetador. Le arranqué de un tirón uno de los tirantes del sostén, y al sentir sus pezones desembarazarse de la seda, de la boca de Claudia brotó un gemido de excitación, al cual siguió otro gemido mío, más suave, de aprobación sincera. La miré fijamente a los ojos y ella acompañó mi mirada con una sonrisa de satisfacción, que delataba que se encontraba muy a gusto, tremendamente excitada y deseando continuar, a la búsqueda de sensaciones más intensas.

– ¿Qué me vas a hacer? ¿eh? – me preguntó.

– Voy a convertirte en mi esclava.

– ¿La tua schiava? – me preguntó, dando la sensación de que le gustaba cómo sonaba esa frase en italiano.

-Si, pequeña, mi esclava.

Y me abalancé con mi boca abierta sobre su pecho, acariciando con la lengua los pliegues de sus axilas, el borde de sus tetitas y sus deliciosos pezones. Empapados en saliva, sus pequeños botoncitos rosados parecían explotar.

– ¡Mmmm! – murmuraba Claudia, en perfecto italiano.

Y al atrapar con mis dientes uno de sus pezones, su boca se abrió aún más…

– ¡Ooohhhh!…¡ummmm!…

– ¡Uuffffff! – exclamé yo, traduciendo al castellano.

Sí, sin duda alguna, en ese compartimento había comunicación, y en aquel vagón tan triste comenzaba a escucharse la más alegre de las melodías. Una música deliciosa que brotaba de la garganta de Claudia:

– ¡Ooohhh!… ¡Uufff!…¡mmmm! – Claudia estaba tan excitada que mezclaba los idiomas.

– Te gusta que te lama los pezones así, ¿verdad, mi pequeña y morbosa putilla?

– Si…¡mmmm!…¡oohh! – me susurraba entrecortadamente, entre gemido y gemido. Frases en italiano que ya no encontraban tiempo en su cabeza para ser traducidas.

Entonces, mi lengua, emocionada con tanta expresión latina, se sintió como el intrépido Marco Polo y, abandonando su hogar al pie de los pezones de la italiana, emigró hacia el sur, buscando la ruta de la seda que conducía directamente a las bragas de la dulce Claudia. Mi pequeño Marco Polo descendió por las pendientes escarpadas de los pechos de la italiana, caminó por las suaves colinas de su cintura y atravesó el desierto de su vientre, deteniéndose tan sólo un instante para darse un chapuzón en el oasis de su ombligo y, acto seguido, lanzarse de cabeza al océano negro que era la tela de su falda. Y nadando por entre los más de mil pliegues que la excitación de Claudia provocaba sobre la superficie de la falda, alcanzó la arena blanca de sus muslos, desde donde volvió a ascender, buceando bajo la tela, para encontrar el suave tacto de sus braguitas blancas de seda. Claudia se dio cuenta enseguida de que yo estaba observando con detenimiento sus bragas y eso la hizo estremecer.

Le subí la falda hasta la cintura, y dejé que mi lengua correteara libre por el recién conquistado territorio. Comencé a besar y a lamer toda su piel, desde el ombligo hasta donde comenzaba su pubis, bajando un poco sus bragas de seda. Le lamí las ingles y también el borde de su vulva, que ahora asomaba tímidamente por un lado de sus braguitas. Entonces, con determinación, agarré sus bragas y se las rasgué de un tirón seco por uno de los costados.

– ¡Oohh! – a Claudia se le escapó un breve gritito de excitación y yo, acto seguido, en el mismo lugar donde tan sólo un instante antes había reinado el tacto suave de su ropa interior, dejé mi boca, feliz, rebosante de saliva, para que pudiera explorar aquella pequeña superficie de piel recién conquistada.

Y desde aquel territorio virgen, mis labios iniciaron su viaje hacia la conquista del coñito de Claudia, que ahora asomaba un poco más por uno de los lados de su ropa interior. Mi boca avanzaba sin prisa, deslizándose por el interior de sus muslos, jugueteando bajo la tela de sus braguitas blancas, mientras Claudia gemía, temblando de ganas por dar la bienvenida a mi lengua en su húmedo recibidor. Rasgué sus bragas por el otro costado, y empecé a tirar de ellas, lentamente, alternando los pequeños tirones con sesiones intensas de besos en las cercanías de su vagina, lamiéndola, exhalando mi aliento sobre la entrada de su vulva excitada y húmeda, al tiempo que la tela se deslizaba como una serpiente por entre sus nalgas sudorosas.

Arrojé las bragas de la italiana por la ventanilla del tren y la tomé por los tobillos, separándole las piernas a medida que se las levantaba, lo que la obligó a recostarse a lo largo del asiento, y a mostrarme su sexo completamente abierto: Aquello provocó otro gemido en su garganta, seguramente al sentir en su cerebro una mezcla excitante de pudor y descaro a partes iguales.

Yo estaba empezando a mojarme de una manera seria. Estuve a punto de empezar a desnudarme, pero tenía urgencia por probar primero la miel que Claudia escondía entre sus piernas.

Me incliné sobre ella dándole un lametón tan largo que la empapé de saliva toda su vulva, hasta la base del capuchón de su clítoris, que ahora Claudia me mostraba ya sin ningún tipo de pudor. Le metí la lengua en su coñito, primero sólo la punta, y me dediqué a juguetear un rato con su himen, con lo poco que aún de él quedaba a la entrada de aquella deliciosa cueva que era su preciosa rajita de adolescente. Hundí mi lengua en su vagina unas cuantas veces seguidas.

– ¡Nnnggg!… ¡oohh!… si…

– ¿Decías algo, cariño? – le pregunté. Y la volví a penetrar con mi lengua.

– ¡Uuuhhh!… me piace…¡aaahhh!… me piace moltissimo.

– ¿Te gusta de verdad, amor?

– ¡Uuff!… si…me piace…famme morire.

– Sí, mi pequeña y dulce schiava… te haré morir de puro placer.

Y, al tiempo que la penetraba con la lengua, empecé a deslizar mis dedos por los bordes de su vulva, acariciando su inflamado sexo, moviendo mi dedo con paciencia, recorriendo delicadamente su rosada rajita de arriba abajo, hasta llegar muy cerca del clítoris. Le saqué la lengua de su dulce chochito y le pregunté:

– ¿Por este agujero es por donde quieres que te lo haga, cariño?

Y le metí mi dedo corazón hasta el fondo de su coño, muy despacio, para que pudiera sentir intensamente cada milímetro de mi avance, a la vez que le lamía suavemente la base del clítoris.

– ¡Ooohhh!….si… ¡mmm!…

Claudia se retorcía de gusto. Me acariciaba el cabello y apretaba mi cabeza contra su sexo, mientras movía sus caderas adelante y atrás, hundiéndose cada vez más profundamente mi dedo en su vagina y frotando intensamente su clítoris contra mi lengua. Y aquello era sólo el principio de lo que la esperaba en aquel solitario y mugriento vagón de tren. Me entretuve un rato obsequiando a la pícara Claudia con una corta pero intensa sesión de dedo, y después se lo saqué lentamente de la vagina, empapado en sus fluidos. Claudia estaba muy excitada, y yo me sentía tan generosa… así que me dispuse a aumentar sus zonas de placer… Le acaricié la cara interna de los muslos, metí la mano entre sus nalgas y llevé mis dedos hacia la entrada de su culito, frotándolos contra aquella pequeña abertura que ahora se empezaba a lubricar y a dilatar para mí. Después me incorporé, y acercando mi boca a su oído, le susurré:

– ¿O es quizás por aquí por donde lo quieres, pequeña? – al mismo tiempo que le metía el dedo en el ano, hasta el fondo, mi dedo corazón resbalando por las paredes del más secreto de todos sus agujeros.

– ¡Oohh!…¡nnngggg! no, no quiero…me duele…¡ooohhh!.

Pero no le dolía, de la boca de Claudia sólo escapaban gemidos de placer. Y yo estaba empezando a ponerme seriamente cachonda. Las ganas de seguir penetrándola luchaban con el deseo de mi coño por irrumpir en escena. Ya habría tiempo más adelante de bajarse las bragas… Ahora era el momento de seguir devorando a aquella traviesa chiquilla.

Y eso fue exactamente lo que hice, le di un generoso chupetón en el clítoris y ella se volvió a estremecer, cerró su esfínter de golpe y mi dedo quedó atrapado con firmeza entre sus paredes… Comencé entonces a girar el dedo, lentamente, dentro de ella, acariciándola desde lo más profundo de su vientre hasta la entrada del ano. Podía ver su culito abierto, carnoso, mojado y rendido a una caricia tan intensa como larga. Luego, Claudia volvió a relajarse, su esfínter soltó de nuevo mi dedo, y aproveché para sacárselo del culo muy despacio, mientras seguía lamiendo su clítoris, sacándoselo fuera del capuchón, soplando sobre él y empujándolo otra vez con la lengua, hacia adentro, hundiéndolo entre los labios de su vulva, al mismo tiempo que volvía a penetrarla por detrás con el dedo. Aquello la volvía loca, y ya no me dejó sacarle más el dedo del culo. Todo lo contrario. Me cogía la mano y, con fuerza, tiraba de ella hacia adentro, para volver a meterse el dedo otra vez hasta el fondo de su secreto escondite.

– ¡Ooohhh! ¡uuhhff!… fame morire…

Había llegado el momento de desnudarse. No me apetecía por nada del mundo que el orgasmo de Claudia me pillara vestida. Eso de ninguna manera. Aunque sólo fuera para sentir el tacto de su piel desnuda sobre mi vagina en el momento en que ella se corriera. Con mi boca todavía en su coñito, me bajé de un tirón la cremallera de mi chaqueta de lana y también la de la falda. Me quedé con la blusa por fuera y la falda a medio bajar, mientras le seguía lamiendo la rajita a Claudia. Me incorporé un momento para dejar caer la falda al suelo del vagón, me desembaracé de la blusa como si fuera una camiseta, y me quedé frente a Claudia, en bragas y sujetador. Y ya no pude esperar más. Metí mis manos bajo sus nalgas, la atraje hacia mí, la coloqué ligeramente de lado, y me metí entre sus piernas, con las bragas puestas y todo. Notaba su coñito húmedo entre mis muslos, mojando aun más el algodón de mi ropa interior y, con cada movimiento, cada vez que me frotaba contra su sexo desnudo, notaba que mis bragas se iban mojando cada vez más y más.

– ¡Uugghh!…¡mmm!…

Nos estábamos poniendo a cien las dos, tortilleando como zorras viciosas. Mis bragas se habían convertido en un trapo empapado en mitad de mis nalgas. Un trapo muy mojado y deliciosamente cálido…Lo aparté un poco con los dedos, hacia un lado, dejando mi vagina al aire. Me separé los labios con los dedos y junté mi coñito con el de Claudia, nuestros sexos se tocaron, y comenzaron a frotarse, resbalando en su propia humedad, acariciándose mutuamente, el uno sobre el otro. Y yo sentía que mi clítoris se ponía en erección, buscando la vagina de Claudia. Cuanto más frotaba mi vulva con la de ella, cuanto más me apretaba ella las caderas con el interior de sus muslos, cuanto más duros se ponían nuestros pezones, cuanto más me arañaba la espalda mientras yo le daba suaves azotes en su culito de colegiala, cuanto más traqueteaba aquel viejo tren, más segura estaba yo de que acabaría corriéndome sobre el precioso sexo mojado de la italiana.

Claudia, en un alarde de generosidad, me desabrochó la blusa, me bajó el sujetador y me sacó las tetas. Me encantaba que me acariciara los senos con sus manos suaves y sudorosas. Se puso a chuparme los pezones, y yo sentía que me volvía loca. Entonces tomé una de sus manos, y empecé a lamerle los dedos. Ella estaba encantada, y se dejaba hacer, totalmente entregada a mis juegos. Yo la cabalgaba mientras ella me metía los dedos en la boca y a veces dejaba de chuparme los pezones, me miraba fijamente a los ojos, sonreía, y sacaba su lengua toda fuera de la boca, vencida por un placer delicioso que la poseía por entero y la obligaba a gemir como una putita.

Me saqué los suaves dedos de Claudia de mi boca y los conduje hacia el interior de mis nalgas, acercándolos poco a poco hasta la entrada de mi ano. “Ahora me toca a mí”, pensé. Entonces coloqué su dedo mas largo frente a mi oscuro agujerito y… ¡mmmm!…me lo metí todo dentro. El dedo resbaló hasta el fondo, repleto de saliva, frotándome con fuerza los bordes del ano, haciéndome estremecer de gusto. Mi esfínter se contrajo y Claudia emitió un pequeño grito de sorpresa, como si fuera la primera vez que le metía el dedo en el culo a una desconocida, y después sonrió, satisfecha.

– Me piace… cosi… cosi, donna…¡mmmm!…dai.

Claudia susurraba entre gemidos, mientras yo cabalgaba sobre su dedo, y ella lo giraba dentro de mí, a izquierda y derecha, y cada vez que me lo hundía bien dentro, mi clítoris se ponía más duro, mas salido, y entonces volvía a acercar mi sexo al suyo y empezaba a frotarme contra su pequeña vulva de colegiala, recorriendo los labios de su preciosa rajita hasta llegar a su clítoris, y ella, al sentir mi pequeño apéndice juguetón acariciar su lindo botoncito rosado gemía y se agitaba aún más.

– ¡Mmm!… ¡ooohhh!… bravo…

– Te encanta que te folle así, ¿eh, pequeña?

– Moltíssimo… ¡oohh!… me piace moltissimo.

Y yo seguía acariciando su clítoris con mis labios menores, y luego me giraba un poco, para que nuestros pequeños botones volvieran a juntarse. Sentía que ella estaba vencida, dejándose follar sin condiciones, y aquello me excitaba muchísimo. Claudia empezó a arañarme y pellizcarme las nalgas. Era delicioso. Después metió su mano bajo mi coñito abierto y me penetró con dos de sus dedos. Metía y sacaba los dedos con fuerza, frotándome muy intensamente las paredes de la vagina, y al mismo tiempo mi ano se estremecía, y, como si la dulce Claudia me hubiera adivinado el pensamiento, su otra mano se plantó arrogante a la entrada de mi agujero y me metió bien adentro otro par de dedos. Una pareja de traviesos juguetones dentro de mi agujero más íntimo…y mi culo y mi rajita se dilataban y se contraían simultáneamente, recibiendo aquel regalo que Claudia me daba por duplicado, por delante y por detrás.

– ¡Oh!…¡mmm!!…¡así!, Claudia, así.

Aquello era perfecto…Cuando estaba cerca de correrme, coloqué mi mano entre las nalgas de Claudia y le metí dos dedos en su culo. Al sentir su esfínter tan dilatado, Claudia comenzó a gritar de placer y empezó a mover las caderas rítmicamente, con las piernas muy separadas y la espalda arqueada, concentrada en la sensación que le proporcionaban mis dedos viciosos. Se me entregó totalmente y así recorrimos los tramos finales de un viaje que nos conduciría directamente al paraíso… Las dos abrazadas, desnudas, penetrándonos a la vez por delante y por detrás, practicando el más morboso de todos los números, saboreando juntas un mismo néctar fabricado con nuestra saliva y los fluidos de nuestros sexos.

Seguimos follándonos la una a la otra cada vez más fuerte, más rápido, más desesperadamente, ella tumbada boca arriba, sobre el sucio suelo del vagón, con las piernas levantadas y flexionadas sobre la tripa, y yo a cuatro patas, sobre ella, con mi culo sobre su cara. Mis dedos entraban y salían de su vulva rosada mientras lamía y mordisqueaba enloquecidamente su clítoris erecto, a la vez que los impacientes dedos de Claudia penetraban intensa y profundamente en mi coño, y yo le suplicaba, entre gemidos, que me metiera la lengua en el culo… El sesenta y nueve perfecto.

– ¡Oohh!…- sentir su lengua ahí dentro fue algo maravilloso – ¡Mmmm! Qué delicia escuchar el sonido mojado de su lengua profanando mi culo.

Y cuando las dos estábamos ya al borde del éxtasis, me di la vuelta y me volví a colar entre sus piernas, hundiendo mi clítoris dentro de su vagina y ya no paré de frotarlo, intensamente, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera de su delicioso coñito. Claudia estaba recostada de lado, con sus dedos separando los labios de su vagina, y con la pierna levantada, para ofrecerse por entero a las caricias que mi coño y mi clítoris le proporcionaban, y yo me frotaba enloquecida entre sus piernas y entonces empezamos a gemir, a gritar, cada vez más fuerte, hasta que nos corrimos por última vez, y esta vez nos corrimos juntas.

– ¡Oooohhhh!…

– ¡Mmmmm!…

Fue como sentir un gran orgasmo multiplicado por dos. Un larguísimo y profundo orgasmo repleto de sensaciones compartidas. Como si hubiéramos entrado juntas en el mismo túnel, quedándonos a oscuras de repente, perdiendo la noción del tiempo y del espacio, completamente desnudas, la una fundida con la otra.
No sé cuántos minutos pasaron mientras nos disolvíamos en puro placer, yo muriendo en su boca y ella en la mía, sintiendo su vagina junto a la mía, las dos temblando de excitación, jadeando, sintiendo el ritmo de nuestras contracciones, disfrutando de aquel momento perfecto que parecía haberse detenido en nuestras mentes… Aquello era una delicia, un placer propio de los jardines del Edén. El sonido de una campana, con su irritante e insistente tintineo, nos despertó de inmediato de aquel sueño tan especialmente único. El tren estaba llegando a su destino, y se acercaba renqueante, resoplando, al andén de la estación.

Empezamos a vestirnos, la una a la otra, contemplando nuestros cuerpos con excitación. Yo la empecé a vestir con mi ropa interior, me sentía culpable por haberle destrozado la suya, tan cara. Su vulva aún estaba abierta y mojada cuando la oculté bajo mis bragas de algodón. Y Claudia me secó con la palma de sus manos la saliva que aún humedecía mis nalgas, justo antes de cubrírmelas con su falda negra.

– Ahora ya eres toda una pantera – le dije a Claudia mientras le subía la cremallera de la chaqueta de lana.

– Grazie – me dijo. Y me besó suavemente en los labios.

Luego nos echamos a reir, sudorosas, alegres y satisfechas por habernos portado como dos chicas malas en aquel tren tan triste y decadente, con aquellos asientos tan sucios como nuestros sexos y tan destrozados como la ropa interior de Claudia. Cuando caminábamos por el andén, cogidas de la mano, y el tren silbó anunciando su marcha, tuve la sensación de que lo que habíamos hecho y sentido Claudia y yo en aquel oscuro vagón había entrado a formar parte de los secretos de aquel viejo tren de cercanías, una historia más entre docenas de historias diferentes, pero seguramente todas ellas igual de intensas y fugaces que la nuestra… Y en el hall de la estación, por el hilo musical sonaba Nek, y su canción “el tren”… Desde entonces, siempre que escucho esa canción me acuerdo de Claudia.

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