El primo de Luisa es muy ardiente en la cama

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Siempre hay un verano para hacerse mayor. En ese caso fui yo quien hice mayor a alguien. Me estaba hartando de tanta compasión por parte de mis amigos. Fernando y yo lo habíamos dejado meses antes, justo cuando se cumplían diez años de vivir juntos. Incluso habíamos planeado casarnos y tener un hijo, algo que le hacía más ilusión a él que a mí, dado mi trabajo y mi espíritu independiente. Soy relaciones públicas, estudié en una muy buena escuela de Barcelona. Estoy absorbida, pero enamorada de mi trabajo y eso es algo que Fernando nunca pudo digerir. A sus cuarenta y dos años, tenía ganas de formar una familia y eso, según él, pasaba por abandonar mi vida laboral y dedicarme única y exclusivamente a las tareas del hogar y al hipotético hijo. Así pues, dejé a mi pareja y me trasladé a un apartamento en pleno centro, tenía ganas de volver a sentir el bullicio de la gran ciudad.

Una vez instalada, fui contactando con viejas amistades, para que vieran el apartamento, pero como he dicho antes, acabé quemada de tanta solidaridad, parecía que el mundo se acababa, justo cuando, tal y como les aseveraba, empezaba otra etapa de mi vida. Pues bien, mis amigos masculinos, algunos de ellos casados, intentaban acostarse conmigo. Mis amigas, parecían madres, parecían más tristes que yo. Sin embargo, mi amiga Luisa fue de esas pocas personas que me ayudó a seguir luchando. Está casada, sin embargo, lleva el matrimonio con David con total equidad, de modo que sabía cómo me sentía. Ella y yo nos conocimos en el colegio.

Hace un par de años, cuando tenía treinta y cinco, Luisa me invitó a pasar unos días con ella y su marido a la costa. Aquel Agosto del 2003 fue agobiante de tanto calor, llegué a Blanes, donde ellos tenían la casa de veraneo y nada más llegar, solicité una ducha, que creía más que merecida.

Luisa y David fueron unos anfitriones espléndidos, por la noche cenamos muy ligero y posteriormente, mientras tomábamos unas copas de vino, estuvimos hablando sobre el triste final con Fernando meses atrás. En eso que llamaron a la puerta y se trataba de un amigo del matrimonio, de un divorciado, algo más joven que mi ex. Se llamaba Ernesto y me invitó a tomar una copa. Accedí, pero me fui un tanto mosqueada cuando mi amiga me despedía haciendo muecas, dejando entrever un posible rollo con Ernesto.

Así pues, nos tomamos algunas copas, no lo pasé del todo mal, pero la mitad de sus chistes me resultaban desafortunados, yo no hacía más que forzar la risa de vez en cuando para no ofender, ya que no era mala persona. Pero, sinceramente, echaba de menos mi independencia, que nadie me marcara unas pautas a seguir. Y liarme con un recién divorciado me resultaba una idea predecible, predeterminada. No esperaba nada de nadie, sólo quería mitigar el sofocante calor con los baños en la piscina de la familia de Luisa.

En eso que mi amiga me avisa que hay una comida familiar, en casa de sus tíos en Malgrat, un pueblo muy cercano a Blanes. Yo cada vez tenía más ganas de volver al trabajo, sinceramente. Así pues, nos vestimos de modo bastante informal, incluso llevamos bañadores con nosotros, y nos dirigimos al mencionado municipio. Sus tíos resultaron ser más jóvenes de lo que imaginaba. Los primos de Luisa, Sara y Fernando, como mi ex, se acababan de levantar. Sara tenía dieciocho años. Fernando, iba a cumplir los veintiuno. Él era muy amable. Incluso durante aquel día me demostró que demasiado. Sus sonrisas hacia mi persona se iban sucediendo, durante la comida me iba contando anécdotas de su corta vida.

Después del ágape, estuvimos charlando largo y tendido en el jardín, ante la piscina. Luisa, jocosamente me dijo varias veces que si su primo trataba de ligar conmigo, que lo mandara a paseo, tenía su permiso. El chico, me miraba de un modo tal que me hacía sentir un tanto nerviosa. Era muy alto, pero con lo delgado que era y con aquella cara de niño, sentí que una ligera crisis de identidad se apoderaba de mí. Debo reconocer, empero, que yo me sentía harto halagada por atraer a un chico tan joven. Pero quince años de diferencia son tantos, que ni pensaba en tener nada con ese mocoso.

Cuando ya habíamos hecho la digestión, nos dispusimos a echar un baño. Me quedé en traje de baño y vi cómo me miraba. Nos miramos un segundo y le tiré al agua señalándole que no hiciera más el bobo. Salió del agua y realmente debo reconocer que quedé mesmerizada por la delgadez de su joven cuerpo, marcado por la musculatura; nada exagerada, sólo fibrosa. Hacía muchísimos años que no tonteaba con alguien tan bello. El otro Fernando, mi ex, ostentaba una gran inteligencia, algo que siempre he valorado en un hombre. Su grave voz me daba una seguridad que nunca había experimentado en nadie hasta conocerle. Y en la cama, era un amante dotado de gran pasión, sus abrazos y su dulce masajeo me hacían sentir como una mujer entera, algo que los dos hombres insensibles que antes había conocido no hubieran conseguido ni en siglos. Hasta conocerle, concebía el sexo como algo meramente situacional, sin importancia alguna. Pero el paso de los años y su barriga falta de deporte le hacían perder atractivo. El primo de Luisa, sin embargo, poseía una mirada vivaz, llena de fuerza e ilusión. Su juventud me hizo sentir como una colegiala. Nos bañamos ante la mirada de mis amigos y el resto de familiares, que no sospechaban lo que se estaba fraguando.

Acabó el día y ese chico me dijo que le haría ilusión que le fuera a ver a jugar a waterpolo con su equipo. En tono de broma asentí. Nos dimos los números del móvil y nos despedimos. Agradecí a los tíos de Luisa su gran dosis de hospitalidad y nos fuimos. Pasaron los días y, ya de vuelta en la ciudad, me dispuse a trabajar duramente, a pesar de estar en pleno Agosto todavía.

A los pocos días, entendí que el flirteo con aquel chico no era más que una sandez sin fundamento. Tal y como podía sospechar, me llamó. Hizo uso de una excusa, que yo le había dicho que iría a verle jugar el dichoso partido de waterpolo. Le pregunté cuándo era y finalmente confesó que la liga no empezaba hasta Septiembre. Me quería invitar a un café y me sorprendí a mí misma, cayendo como una novata. Quedamos en el Shilling, un café maravilloso sito en la calle Ferran. Tomamos el café, le dije que todo esto era absurdo. Y más cuenta me di de ello cuando me contó que acababa de cortar con una niña de diecinueve años. Me sentía ridícula, vieja y fuera de lugar. Perdía el equilibrio emocional a pesar de la contagiante energía de aquel hermoso joven.

Me acompañó a casa en su coche de segunda mano y me besó los labios al despedirse. Me quedé entrecortada, pero no tuve tiempo de reaccionar. Todo aquello se me estaba yendo de las manos. Me sentía absorbida por sus labios, por la poca gente que pasaba por la calle. Me estremecí cuando nos besamos por segunda vez, esta vez abriendo las bocas, abrazándonos con tal ansiedad, que parecíamos dos hambrientos catando un exquisito manjar. Empezó a acariciarme las piernas, sus largos dedos escalaban sobre mi piel, obligándome a cerrar las piernas cuando la falange de su índice alcanzaba la tela de mis bragas. Vi su cara emanando tics de niño contrariado y mientras corría hacia la portería de mi apartamento, me sentía como una calienta-braguetas. “Esto no conduce a ninguna parte”, pensé. Quise llamarle, decirle que no podíamos continuar, mejor dejarlo así. Pero no lo hice. Se apresuró a llamar él, pillándome por sorpresa. Le dije que quería quedar con él para hablar seriamente. Así pues, decidimos cenar unas tapas en La Bombeta. Durante el trayecto, estaba hecha un mar de dudas, mi vida había dado un vuelco importante, de grandes dimensiones. Pasé de vivir con un hombre entrado en la madurez, con un trabajo más que notable y brillante nivel cultural, a liarme con un veinteañero en un coche usado, como una universitaria. Sin embargo, otra parte de mí me aconsejaba que me dejara llevar, que la juventud es fugaz, que aquello podía ser algo pasajero, para guardar en mi memoria. Además, incluso llegué a pensar en Luisa. Todo aquello me hacía perder el equilibrio que antes ostentaba.

Llegué al sitio y yo temblaba como una adolescente. Le iba a dar los dos besos que corresponden a un amigo, pero mientras yo apartaba la mejilla, él alcanzó parte de mis labios con los suyos. Él daba ya por sentado que lo nuestro era un hecho. Le dije, con suma cautela, que aquello no tenía cabida de ningún modo. Él optaba por vivir el día a día, como era de suponer.

Después del tapeo, fuimos a un disco-bar. Allí, entre la música moderna y el alcohol, me desinhibí un poco y me dispuse a bailar ante su atenta mirada. Me decía cosas bonitas, algo que a las mujeres nos pierde, sobretodo cuando pasamos de los treinta. Me besó y le dejé hacer. Era dulce, bruto, cauto, salvaje. Poseía todos los extremos, sin matices, digno comportamiento de un jovial y apuesto muchacho plagado de ilusiones. El vodka con piña me estaba subiendo traicioneramente y cuando me dijo de ir a mi casa, confesé que estaba loca por pasar una noche con él. Llegamos a mi apartamento y nos besamos locamente, con una pasión descontrolada. Besó mi cuello, mi oreja. Eso originó que me pusiera como una moto, dejé que su hábil mano acariciara mis piernas y que, esta vez, sus dedos se sumergieran en mis bragas hasta formar gustosos círculos en mi sexo, que cada vez iba humedeciendo más. Su otra mano agarró la mía, invitándola a pasear sobre su paquete, que dada la edad de mi amigo, mostraba una erección que nunca había vislumbrado, debo reconocerlo. De súbito, un ataque de ética me recordó que además de todo lo mencionado, yo no conocía bien a aquella persona, que una cosa era ser independiente desde un punto de vista laboral y otra distinta, sentirse fácilmente poseída, como si mis valores carecieran de significado. Lo aceptó estoicamente y sonriendo me recordó lo del partido y le dije que iría a verle. Me demostró ser más maduro de lo que parecía en Malgrat.

El día del primer partido de waterpolo llegó y me sentí desplazada. Hacía por lo menos catorce años que no iba a ver un novio jugar un partido, ya fuese de baloncesto o fútbol. Y si eso resultaba pobre, imagínense que estaba rodeada de las novias de los jugadores. La mayor debía de tener veinte años. Veía a Fernando como ese amante fugaz, secreto, sin manifestación pública alguna, mi apartamento como único bálsamo para nuestra exclusiva comunicación, que no sería otra que la del sexo, alejados de las normas de conducta social, sin miradas de entre morbosidad y curiosidad pueril. Fernando no parecía entender, pero acataba mi deseo de vernos de aquel modo. Llegamos a mi casa después del partido, hice que se tumbara en mi cama, bromeando le dije que debía estar cansado de tanto esfuerzo deportivo. Me quité la camisa, dejando al descubierto el sujetador. Me desabroché el pantalón, dejándolo entreabierto mientras me daba cuenta que mi amante esperaba que le enseñara el resto de mi ropa interior. Nunca he ignorado la pasión que sienten los hombres por la lencería femenina. El chico, tumbado, llevaba unos pantalones de vestir amplios, por lo que otra vez pude observar una joven y radiante erección. Me abalancé sobre él y fui besándole, mientras le desabrochaba la camisa. Poco a poco le acariciaba la piel, exenta de grasa, llena de suavidad.

De repente, me agarró de las caderas y me situó bajo su cuerpo. Estaba lleno de energía, excitación, ejecutaba movimientos cuya fuerza había ya quedado en mi olvido, de cuando era más joven y me abordaban fogosamente, sin términos medios, con pasión, impulsivamente. Mi amante me recordaba que estaba en su plenitud sexual, como yo en la mía. Se puso en pie y se quitó los pantalones. La erección mostraba, más si cabe, su evidente belleza. Me ayudó a despojarme de sus pantalones y me besó los pies, dedo por dedo. Parecía un animal, hambriento de sexo, de lujuria. Esa fogosidad me producía tal placer, que llegué al orgasmo cuando justamente me quitaba las bragas. Su lengua fue instintivamente en busca de mi sexo, mi vagina parecía estar diseñada para satisfacer los deseos de aquel nuevo amigo, con ciertos atisbos de inexperiencia, algo que no ocurría con mis relaciones anteriores, pero que sin embargo era capaz de ofrecerme un placer jamás vivido. Excitada por los juegos amorosos, me desplacé a la busca de su paquete, que fui acariciando. Le quité los calzoncillos y me mostró su bello pene, de generoso grosor, repleto de venas, ninguneando cualquier sospecha de que el primo de Luisa no estuviera excitado como lo estaba yo. Se lo acariciaba, era suave, pero duro, mirando hacia arriba, erguido y orgulloso. Con la mirada advertí de la dureza de sus testículos, que parecía que iban a explotar en cualquier momento. Acariciaba mi larga melena dando a entender que le apatecía que se la comiera. Y así lo hice, le comí el rabo, primero con los labios y posteriormente, deslizando mi experta lengua por todo el tallo.

Me susurraba que era la mejor. Me sentí un tanto zorra, cuando seguí comiéndole el rabo mientras le acariciaba el culo, duro, bello, respingón. Siempre había soñado con un hombre cuyo culo fuera de similares características. A pesar del rato que llevábamos con nuestros juegos de amor, el pene de mi amante seguía mostrando toda su fortaleza, algo impensable con mi pareja anterior. Me olvidé de que aquel chico tenía quince años menos que yo, abrí mis piernas y me poseyó salvajemente, con toda la potencia que un hombre puede ostentar. Los orgasmos se iban sucediendo, a pesar de su brusquedad, me hacía ver las estrellas. Me dijo que me diera la vuelta, le dije que por el culo no. El chico, me metió su pene por el coño a cuatro patas mientras me sacaba las tetas del sujetador, que minutos más tarde me quitó. Me pellizcaba los pezones, provocándome ciertos gritos, a veces de dolor y otras, de placer. Aquel polvo parecía eterno.

Con el pene todavía erecto, fue a la cocina y trajo un par de cervezas frescas, asegurándome que el alcohol no le afectaba en absoluto. Le dije que se dejara de propaganda y no me dejara así, que su nena quería más. Bebíamos, nos besábamos, nos acariciábamos, lamíamos nuestros sexos, quiso comprobar si le podía hacer una cubana y le dije que gastaba una noventa. Justito, pero pude satisfacer al mejor amante que podía soñar tener. Siguió penetrándome el coño con la potencia de su polla, mientras yo, gustosamente le acariciaba el culo, que ahora tanto añoro. Llegó un momento en que mi coño me escocía y al confesárselo, puso cara de cabrón satisfecho, haciendo gala de su “capacidad de macho”. Le dije que era un machista orgulloso, cuando me dijo que le faltaba poco para eyacular. Le chupé los huevos y el rabo, cuando me avisó que ya se corría. Me tumbé en la cama, cuando el espectáculo fue bestial: Un joven sin grasa y musculoso, corriéndose con su bello pene sobre todo mi vientre y mis pechos. Los dos nos sentimos gratamente sorprendidos por lo que una noche de sexo podía dar.

Aquello duró unos ocho meses, fue un mar de confusión. En la calle no podíamos sentirnos a gusto, al menos yo. No veía futuro alguno con Fernando. Nunca lo tuvimos. Pero nunca había tenido ni tendré tanto placer de tener a un amante de tales características. Y yo sé que él tampoco.

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