La chica guapa que todos los días me vendía tortillas
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Como ya había pasado varios días sin descargar la jeringa, estaba ansioso y deseoso. No fue raro, por tanto, que me fijara en la chica que todos los días me vendía las tortillas. La verdad es que me parecía muy… Era muy bonita y simpática.
Era una chica delgada, de unos 19 o 21 años como mucho. Era delgada y tenía unos rasgos agradables. Además, por el uso de unos vaqueros bien ajustados, se le marcaban las formas de un cuerpo muy sexy. Su tez morena brillaba con las diminutas gotas de sudor que le salían sobre la piel por el calor sofocante del lugar donde trabajaba.
Me ilusionaba la idea de salir con ella e incluso pedirle que fuera mi novia. No obstante, un día me di cuenta de que ya estaba casada, pues la vi con su esposo e hija cuando salía del trabajo. Él había ido a buscarla en moto. Me sentí un poco decepcionado, pero me animé de inmediato porque estaba decidido a invitarla a salir. Estaba decidido a acostarme con ella como fuera, pese a que ya estuviera casada con alguien más. Después de todo, era evidente que yo también le gustaba.
Decidí que la próxima vez le preguntaría qué día descansaba y la invitaría a comer; y después a acostarme con ella, jejeje. Lamentablemente, cuando tomé la decisión fue demasiado tarde: la semana siguiente fui a la tortillería y no la vi, y al preguntar por ella me dijeron que ya no trabajaba allí.
En esos días me sentí frustrado, sentía que había perdido una buena oportunidad de joder. Para calmar mi desazón y, en realidad, apaciguar mi apetito sexual, ya que hacía tiempo que no me masturbaba, decidí ir a la ciudad.
Al subir al autobús y buscar asiento, me llevé una agradable sorpresa al ver que la ex empleada de la tortillería venía sentada junto a un lugar vacío, y decidí ocuparlo sin dudarlo.
La saludé y ella me sonrió; creo que también le gustó que nos volviéramos a ver. Le pregunté por su trabajo y me respondió que había renunciado porque necesitaba un empleo mejor pagado. Los gastos iban en aumento, pues su hija pequeña había ingresado en la primaria, por lo que buscó un trabajo mejor pagado. Ahora trabajaba en la ciudad donde ganaba más. Le pregunté entonces si iba a trabajar en ese momento y me respondió afirmativamente, pero cuando le pregunté de qué se trataba se puso notablemente nerviosa e incómoda.
Como no quería importunarla, cambié de tema y le invité a salir. Dudé que aceptara, pues estaba casada, pero lo hizo.
Me puse muy contento. Quedamos para unos días más tarde y me ofrecí a acompañarla a su trabajo, pero rechazó mi oferta. Argumentó que entraría en la sección de mujeres del metro para ir más rápido, pues en los otros vagones era casi imposible subir. Me despedí y ella lo hizo con una amplia sonrisa antes de irse.
Me sentía de maravilla. Estaba tan contento que pensé en abandonar el propósito original que me había llevado a la ciudad.
Quería ir a una casa de citas que había visto anunciada en un periódico.
Tras un momento de duda, me ganó la calentura y decidí seguir con mi objetivo inicial. Total, no hay nada mejor que descargar el veneno cuando uno ya está a tope. Y quizá sería la única ocasión que acudiría a tal lugar, pues, si me iba bien con esta chica, sería la única a quien dedicaría todas mis deslechadas. La deseaba de veras.
Como había muchísima gente en el metro, esperé a que entrara un vagón para subir y partir.
Bajé en la estación más cercana a la casa del placer mencionada y caminé hacia allí. He de decir que, al estar frente a la puerta del lugar, se me aceleró el ritmo cardiaco. Toqué el timbre, no sabía qué me iba a encontrar allí. He escuchado rumores sobre asaltos en ese tipo de lugares.
Un tipo con mala pinta me abrió la puerta. La verdad es que me dio miedo, pero seguí con mi aventura. Antes de poder entrar, aquel hombre tuvo que registrarme.
Me condujo a una salita donde, detrás de una cortina, estaban las chicas disponibles. Aún temeroso, no sabía si alguna de las chicas cumpliría mis expectativas (tal vez resultarían ser horrendas, pensé). El mismo tipo que me cacheó les gritó a las chicas que había cliente y ellas comenzaron a salir una a una.
Salían una a una. Tenían edades y complexiones diversas. La verdad es que casi ninguna me pareció atractiva y empezaba a desanimarme; sin embargo, cuando salió la última, me di cuenta de que sí que me gustaba. No solo cumplía con todas mis expectativas, sino que además ya la conocía.
La expresión de su rostro combinaba sorpresa e incertidumbre, y quizá hasta contrariedad. Julieta, que hacía apenas unos momentos, en el autobús, me había dicho cómo se llamaba, se notó sorprendida de verme allí, y yo aún más al ver que la chica de la tortillería ahora se dedicaba al sexo por dinero.
Inmediatamente la elegí a ella, quien, con el rostro desencajado, me pidió que la acompañara, y yo la seguí. Julieta subió unas escaleras y, al ir tras ella, pude apreciar sus deliciosas nalgas de una manera como nunca antes:
«En solo unos minutos más, tendré el gusto de devorarlas», pensé.
Cuando entramos en la habitación, ella pidió su pago. Al dárselo, le expliqué que quería dos horas de servicio. Sin mirarme a los ojos, me pidió que la esperara mientras iba a por sus cosas.
Mientras ella regresaba, yo me desnudé pensando en lo que iba a disfrutar a continuación. En esos momentos previos al encuentro, se me ocurrió la oportuna idea de colocar mi móvil de tal forma que nos grabara. Afortunadamente, me dio tiempo y lo coloqué antes de que ella regresara (por supuesto, ella no lo hubiera permitido).
Mientras aquella chica dejaba a un lado un bolso, me dijo que si quería que estuviera completamente desnuda era un coste extra, el que no dudé en saldar. Así que, sin decir palabra, comenzó a desnudarse. Decidí no incomodarla con preguntas obvias, al menos no hasta ese momento.
Sacó de su bolso un envase de lubricante y un par de preservativos. Me puso el condón y disfruté cuando, por primera vez, ella tocó mi miembro erecto mientras me lo ponía.
Me ofreció el servicio convencional de oral y yo me recosté en la cama, dispuesto a disfrutarlo. Pese a la membrana de látex, su boquita se sentía calentita; sin embargo, se notaba que era inexperta.
Yo ya no aguantaba y me levanté de la cama, la puse a cuatro patas y la penetré. Se la dejé ir de un solo empujón. Me dijo que aún no había puesto el lubricante necesario, pero hice como si no la oyera y me la seguí bombeando. Sabía que ella aún no estaba excitada, pero yo sí.
Era delicioso saber que aquella chica, que hasta hace unas semanas me despachaba las tortillas con una sonrisa en el rostro, ahora me ofrecía su coño a cambio de unos cuantos pesos. Y eso sí, yo estaba dispuesto a disfrutar de cada minuto de las dos horas ya pagadas.
Estuve más de veinte minutos en la posición de perrito y, pese a sus pequeñas quejas, yo no paraba. Me encantaba verla en el espejo colocado en aquel pequeño cuarto, una situación muy morbosa. No habíamos dicho nada (ni ella ni yo) sobre sabernos conocidos y me preguntaba qué podría estar pasando por su cabeza mientras se veía a sí misma siendo empalada por aquel que, tan solo unos minutos antes, le había propuesto salir.
Antes de la primera cita, yo ya me la estaba penetrando y eso me excitó.
Sin decirle nada, la recosté en la cama, puse sus piernas abiertas sobre mis hombros y me la metí. La estuve bombeando mirándola directamente a los ojos, pero ella evitaba mi mirada. Julieta miraba la pared con una expresión de pocos amigos, como si estuviera enfadada.
Cansado de su desdén, retiré sus piernas de mis hombros y me recosté sobre ella. Pasé una de mis manos bajo su nuca y, suavemente, hice que girara la cabeza hacia mí. Por fin nos miramos a los ojos, pero aún guardaba un silencio inescrutable.
La bombeé con todas mis fuerzas, tratando de atravesar su impenetrable coraza, pero ella no emitió más que leves quejidos.
—¿Por qué no dices nada? —le pregunté.
—¿Decirme qué? Entre leves quejidos, por fin me respondió.
Mientras ella permanecía en silencio, pensé: «¿Qué habría pasado si yo no hubiese ido a ese lupanar? Seguro que nunca me habría confiado a qué se dedicaba; lo más probable es que ni su esposo sepa nada al respecto. Bueno, por lo menos le llevo esa ventaja a ese tipo».
Tras otro momento de silencio, en el que nos miramos fijamente, la besé. Ella evitó que lo volviera a hacer argumentando que eso no estaba permitido. Las chicas no besaban a los clientes en la boca.
Podía observar unas gotitas de sudor en su frente, lo que me recordó aquel momento en que la conocí en la tortillería, cuando ella sudaba por el calor que hacía en el local. Ahora la causa de ese sudor era diferente.
—Me gustas, me gustas mucho —me atreví a confesarle.
Ella se quedó callada mientras yo no dejaba de penetrarla. Decidí actuar de otra manera. Me salí de ella y me deslicé hacia abajo, hacia su sexo. Metí la cabeza entre sus piernas y hundí la lengua en su tibia vagina.
Dijo que no lo practicaba, pero no me importó; lamí y lamí aquel húmedo agujero a intervalos, metiendo mi lengua en él. Su sabor era único. Por fin, ella gimió abiertamente y me agarró del pelo mientras se estremecía. Miré hacia arriba y nuestras miradas finalmente se conectaron, compartiendo por primera vez el placer de nuestro encuentro.
Me incorporé y tomé su ligero cuerpo, maniobrando violentamente y dejándola recostada boca abajo. Ella apenas pudo echar un vistazo cuando me coloqué detrás para volver a penetrarla.
Nuestras carnes chocaban constantemente mientras crujía el catre sobre el que estábamos.
Al disfrutar de sus suaves nalgas, cuando mi área púbica se estrellaba con ellas, casi me invadieron las ganas, pero pude contenerme, no quería soltar aún mi carga de esperma que, por tanto (y por ella), había guardado.
A tan solo unos minutos de que se cumpliera el límite de nuestra cita, ella habló:
—¿Te falta mucho? —dijo.
«Todavía», le contesté con cierta malicia, porque no quería perder la concentración en ese momento.
Tras otros minutos de constante ayuntamiento, por fin dejé que mi cuerpo arrojara su tibio néctar.
—Se siente muy caliente, ¡Aaaah! —expresó ella.
El profiláctico económico que habíamos usado se había roto. Por fin mis espermatozoides pudieron nadar dentro de ella. Lo bueno es que ella no podía reprocharme nada, ya que había sido ella precisamente quien lo había proporcionado. Ni modo, lo barato sale caro.
Sin importarme aquello, caí desfallecido a su lado. En los segundos siguientes, en los que me sentí desvanecer, apenas noté cómo ella se limpiaba de mí (no me gustó mucho, pues lo sentí como un desprecio; aquel líquido viscoso había sido parte de mí hacía tan solo unos instantes). No obstante, me sentía satisfecho.
Salí de aquel lupanar muy contento, ya que pretendía que no fuera nuestro único encuentro. Ahora que sabía dónde localizarla, acudiría periódicamente a disfrutar de sus servicios.
No obstante, me dejó plantado en la cita. No sé por qué, pero nunca se presentó. Ahora que vuelva a tomar sus servicios le preguntaré.
FIN
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