Mi primer trabajo en un pueblo perdido en lo montes
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Aún recuerdo cuando fui a trabajar a aquel pueblo perdido entre los montes. Yo había obtenido mi título de medicina el mes de junio y, en agosto, surgió mi primer trabajo. Se trataba de sustituir en sus funciones al médico titular de aquella localidad de la que tantas cosas tengo guardadas para el resto de mis días.
El autobús de línea bordeaba aquellos cerros dorados por el pasto y el aire tórrido del verano mientras yo sentía como me embargaba una mezcla de sopor y nerviosismo. Me iba a enfrentar a mis primeros pacientes, tenía que pasar entre aquellas casas ya visibles a lo lejos un mes completo, sin poderme mover del lugar (en aquella época el servicio era continuado). Cunas (ese era el nombre del pueblo) apenas sí llegaba al millar de habitantes. La noche de mi llegada mantuve una entrevista con el alcalde quién me mostró el consultorio y me acompañó e intercedió por mí en todo lo referente al hospedaje. De esa forma terminé en aquella casa, que, sin ser posada de forma establecida, había pertenecido a una señora la cual daba hospedaje a médicos, veterinarios, músicos de fiestas, y todo tipo de transeúntes y trabajadores temporales que tuviesen que pernoctar por alguna circunstancia. La propietaria había fallecido en el último año y la casa pertenecía a su hijo, el cual se dedicaba al comercio y la representación de comestibles por lo que pasaba la práctica totalidad del tiempo fuera del pueblo, dejando las labores de la casa a Luisa, su joven esposa y madre de una criatura de poco menos de un año.
Cada día, terminaba la consulta tarde, siempre después de las dos del mediodía. Luisa tenía la deferencia de esperarme para almorzar juntos. Procedente de un patio con abundantes flores, a través de una cortina la luz implacable de agosto penetraba en visillos a aquella estancia impregnada por el frescor y la textura que el aire adquiere en las casas antiguas. La joven dueña era una mujer afable, servicial, educada y bastante sensual. Tenía los ojos grandes, realzados por un tenue contorno de lápiz. Sus iris eran de color miel y parecían que te iban a tragar cuando te miraban fijamente. Para estar en casa recogía sus cabellos teñidos de un rubio ya suplantado por vetas de su oscuro color natural en un moño que coronaba graciosamente el vértex de su cabeza, y que junto con el resto de sus rasgos y sus ademanes la dotaba de una vistosidad especial. Vestía un vestido blanco de lino, extremadamente delicado y transparente que permitía al contraluz de la puerta del jardín adivinar la suavidad del contorno de sus muslos, su cintura y cuando se ponía de perfil, también sus pechitos. Como era consciente de lo que mostraba al trasluz, solía levantarse de la mesa con frecuencia e ir a la cocina pasando por delante de aquellos haces de luz, dándose perfecta cuenta que atraía mi mirada como un imán en cada uno de sus pasos. A la hora de la cena, ya con su marido presente, solía cuidar mucho más su atuendo y esos ademanes que transportaban la imaginación de cualquiera a delirios furtivos y exquisitos. Cada día, con el sopor del almuerzo a cuestas, me retiraba a mi dormitorio y me gustaba fantasear con aquella mujer acariciando mi pene poquito a poco hasta que daba espasmos con mi pelvis y mi semen afloraba a presión para quedarme dormido después con el gusto apacible de haber tenido un orgasmo a su salud.
Cierto día el trabajo de la mañana fue agotador, cuando llegué a la casa Luisa había almorzado ya, teniendo en cuenta que era las cuatro de la tarde. Un calor abrasador se descolgaba del cielo agosteño mientras en la penumbra de aquella sala Luisa platicaba conmigo recostada en un aparador. Se mantuvo de pie, con sus piernas cruzadas y apoyada en el mueble cuya arista se hundía en su culo y resaltaba por arriba sus exquisitas nalgas. Vestía una bata muy fina y escasa que abrochaba por delante y dejaba ver su piel entre un botón y otro, porque ella se las ingeniaba para arquear su cuerpo y que resultase la tela ajustada; a nivel de la cintura, entre dos botones vislumbré el triángulo blanco de su braguita, oscurecido tal vez por la mata de pelos que albergaba entre sus piernas; Ella era una pura sonrisa mientras hablaba. Yo me estaba parando de verdad, no podía dejar de pensar en lo riquísimo que sería hacerlo con ella, Luisa se daba perfecta cuenta y adoptaba posturas cada vez más insinuantes, más provocativas. Decidió sentarse y al hacerlo cruzó las piernas de manera que dejaba ver toda la cara posterior de su muslo derecho, terso, con una sutilísima irregularidad de su piel por la celulitis incipiente que más que afearla la hacía aún más apetecible. A mí me caían gotas de sudor por la frente, mientras mi paquete se abultaba de forma tan brutal que tenía serias dificultades para disimularlo. Notando mi nerviosismo, hizo un movimiento con las piernas disimulando adoptar una postura natural pero el resultado fue darme a ver otra parte de la piel de sus muslos que antes estaba oculta. Yo estaba deseando de terminar mi comida ante la idea de masturbarme antes de dormir la siesta. Ella calló por unos momentos y me miró fijamente devorándome con sus ojos hasta que emitió un suspiro angustioso, para decir:
– Hoy estoy regular sólo, no parece que me encuentro yo muy bien.
– ¿Qué le pasa? – interrogué simulando interés científico.
– Pues no sé, hace tiempo tengo trastornos con el periodo, lo mismo se me adelanta que se me atrasa, y a veces siento a especie de punzada en una ingle, pero muy leve. Mi marido me dice que vaya al médico pero yo no creo que sea para tanto.
Aquellas palabras sonaron como un redoble en todo mi cuerpo, cuando me percaté que se me estaba ofreciendo la oportunidad de ver y palpar el cuerpo de aquella mujer, semidesnuda, una especie de hormigueo me recorría de la entrepierna y los testículos y me subía por el abdomen hasta oprimirme el pecho. Casi con voz temblorosa ante la incertidumbre de la respuesta sugerí:
– Si le parece bien, puedo echarle un vistazo, al menos las causas más graves de dolor abdominal puedo descartarlas con una exploración cuidadosa.
– Pues mira, no sería mala idea, ahora que el niño está echado a la siesta, así me quedo al menos más tranquila. Por cierto, deja de tratarme de usted, somos muy jóvenes los dos como para andar con esos respetos.
– Claro, perdona Luisa. Cuando termine de almorzar y lavarme los dientes si quieres vamos a una habitación donde pueda explorarte.
– Sí, vamos a mi habitación, ni siquiera he tenido tiempo de hacer mi cama aún pero no pasa nada, me perdonas el desorden.
Yo ya no veía la hora de terminar de comer, se me atragantaba cada trozo de carne que ingería. Mi hambre desapareció como por ensalmo. Tuve una descarga de adrenalina de tal índole que mi apetito quedó suprimido ( el apetito por los alimentos claro) y mi muñeca temblaba cada vez que sostenía el tenedor para llevarlo a mi boca. Era más bien otro tipo de carne lo que mi boca ansiaba ya. Ella se percató al momento de mi nerviosismo y comenzó a sonreír de forma socarrona y a mofarse de mí con su mirada, mientras me decía cosas totalmente serias, incongruentes con sus gestos, que ya adivinaban todo lo que estaba pasando en mi interior. Finalizado el almuerzo a trancas y barrancas, llevé a cabo un rapidísimo lavado de dientes e hice un ademán de disponibilidad. Ella, de nuevo, bajo su pícara sonrisa, dijo:
– Ven
La seguí por pasillos que desconocía, iba delante de mí moviendo su culito con una gracia y sensualidad apasionante. Yo creo que estaba asegurando al máximo la probabilidad de que me lanzara, de que le metiera mano, estaba haciendo todos los méritos a su alcance habidos y por haber, me estaba condicionando con toda su conducta a ser el único culpable si la cosa no salía bien.
Subió la escalera delante de mí, y mis ojos se clavaron en sus corvas y lo que se podía ver por encima de ellas. Un calor se me subía a la cara de pensar la enorme decisión que debía tomar sólo unos minutos después: lanzarme o no lanzarme. Por supuesto un rechazo podía traer consecuencias graves para mí en aquellas circunstancias de mi vida, pero pensar el gusto que debía dar tener la verga entre aquellas piernas me hacía olvidarme de todas las contrariedades posibles.
Salió de su habitación con el pequeño dormido en brazos y después de acostarlo en otra cama me hizo pasar. Se desabrochaba el vestido comenzando por el botón inferior y rápidamente éste se descolgó de su cuerpo. No llevaba sujetador, sus pechos me parecieron una aparición, grandes, enhiestos, con sus bodes perfectamente curvados y simétricos y sus pezones rosados, centrados en una areola no demasiado amplia, dóciles, tiernos, susceptibles de ser lamidos, mordidos hasta la saciedad. Su braguita era finísima, apenas sí dejaba un triángulo por delante y detrás por el lado del cual salían algunos vellos cortitos y caracoleados. No recuerdo una sensación de fuego como la que me invadió en aquellos instantes, con la escasa voz que me salía del cuerpo le dije:
– Échate sobre la cama por favor.
Ella dejó el vestido sobre la silla y se acomodó tendida, algo incorporada, separó sus piernas a ambos lados y mi vista se clavó en ese momento en lo que guardaba en su entrepierna. A ambos lados de la braguita sobresalían los pliegues de su conchita. Aposenté sobre su abdomen la palma de mis manos húmedas por el sudor, y el calor de su cuerpo fue una auténtica transferencia…
– ¿Té molesta algún punto de dónde te estoy tocando?
– No, no, para nada
Traté de palpar de forma profunda y superficial todo su abdomen, le interrogué si tenía molestias en las mamas y aproveché para palparlas también, rozando intencionadamente como quién no quiere hacerlo el índice por sus pezones para sacárselos y sentirlos duritos. Mi polla estaba a punto de estallar.
– ¿Puedes tumbarte boca abajo por favor?
– Claro
Mi exploración había terminado, ahora me veía en la situación más crítica, tenía que lanzarme y no sabía cómo. No podía dejar de intentar algo, aquello prometía ser uno de los polvos que jamás olvidaría nunca. Lo mejor era no andarse por las ramas y pasara lo que pasara, a estas alturas de las circunstancias sobraban los pretextos y el arte de la seducción. Así me mojé el dedo índice en saliva y lo pasé por dentro de sus nalguitas, sentí como tuvo un leve estremecimiento, y comenzó con una risita provocativa…
– Ja, ja, ja, ja…¿Qué haces?
La volví boca arriba y me lancé sobre su cuerpo besando su boca, ella abarcó mi nuca y comenzó a acariciar mi cabeza.
– Creí que no te ibas a atrever cariño – me dijo.
– Me tienes loco Luisa, quiero fornicar contigo hasta quedarme hecho polvo.
Ella puso su dedo índice en mi boca y me insinuó que me callase mientras desabrochaba poco a poco mi camisa y hundía su barbilla en mi pecho buscando con sus labios mis pezones. Empezó a succionármelos mientras su mano, que descansaba en mi rodilla ascendía lentamente por mi muslo hasta mi bragueta. Facilité lo que intentaba y mi polla salió como liberada de una opresión. Comenzó a masajearla deslizando la piel atrás y a delante y yo sentía algo riquísimo que me llegaba de mis genitales a mi cerebro, pero mi obsesión en aquel momento era degustar su cuerpo, lamerlo, morderlo, succionarlo todo, así que inmovilicé su muñeca que había iniciado una masturbación deliciosa sobre mi polla, le saqué sus braguitas y me bajé a su pubis, recortadito, perfectamente triangular…hurgué con mis dedos entre sus vellos hasta tocar su rajita rosada, húmeda y caliente, bajé mis labios hasta allí y comencé con una suave presión de ellos contra aquella delicia.
Una vez que tenía mis labios empapado de aquel jugo mi lengua salió entre ellos buscando avanzar hasta aquel huequito derretido de excitación y tras traerme con una suave presión sus pliegues carnosos y devorarlos con todo el inimaginable juego de tactos que se puede llevar a cabo entre dos mucosas, mi lengua entró en su coño. La sentí rodeada de la presión de sus paredes y me costaba mantenerla erguida, fuera, noté su clítoris tenso en la punta de mi nariz. Como me costaba mantener un movimiento de mi lengua dentro de una cavidad que tendía a cerrarse sobre ella, me limité a sostenerla fuera con una tensión que me nacía del mismo cuello y a empujar y sacar mi cara de aquel tesoro, de forma que literalmente la estaba follando con la lengua. Ojalá pudiese oír de nuevo la variedad de sonidos que aquella mujer emitía en esos momentos: daba chasquidos con su boca, suspiros entrecortados, gemidos dulces y prolongados, todo eso en la posibilidad que daba una respiración dificultada y espasmódica. Intentaba decir algo pero nada le salía…sólo le entendí una vez:
– Qué rico, por favor, sigue…amor mío, sigue…no pares, mmmmm…
Fui testigo de las sacudidas que daba su pelvis. Inundaba mi boca un jugo ligeramente ácido que le chorreaba a ambos lados de mi lengua, la cual estaba literalmente tragada por su coño. Cuando ya no pude soportar más aquella tensión que invadía toda mi boca esperé un momento de relajación de Luisa – porque así entendía que había tenido un orgasmo- para retirar mi cara de sus riquísimos y mullidos muslos.
– Ven cielo.
Fueron sus palabras mientras sus piernas comenzaron a rodear mi cintura y apretarme contra ella. Con su mano cogió mi sexo y lo pasaba suavemente por su vulva, estaba dándose un masaje previo, como para ir tomando gusto al asunto. Yo sentía en mi glande el riquísimo calor que se desprendía de aquel coñito. Con su mano derecha dio las últimas pasada de mi capullo por su rajita, lo detuvo para asegurar la posición y adelantó sus caderas en ese momento para aferrarlo y tragárselo entero. Yo sentí cómo algo delicioso iba engullendo mi polla mientras ella lanzó otro sonido ininteligible. Me abarcó con sus piernas y comenzó a facilitar el bombeo, al principio despacito pero que poco a poco fue incrementado el ritmo y ambos nos quedamos sumisos en el mayor éxtasis imaginable. Sólo se escuchaba nuestras exhalaciones ruidosas, el choque de mis ingles con las suyas y los sonidos que mi polla generaba en la humedad de su vagina.
– Mi vida, nunca creí que me lo harías, lo deseaba desde el primer día que te vi.
– Yo también Luisa, cielo, me fascinas…mmmmm…
De esa postura se corrió varias veces. Después se levantó y se colocó sobre mí cabalgada cuando comenzó a mover su cintura en círculos con mi polla secuestrada entre sus paredes naturales. Yo veía en un espejo que había frente a la cama como sus labios menores se replegaba en cada movimiento, en cada ascenso y cada descenso. En esos momentos metí la mano entre tanto movimiento por debajo de su abdomen y alcancé su clítoris. Yo mismo tocaba el tronco de mi polla que totalmente lubricada entraba y salía de allí y también su clítoris, carnoso, erecto, rojísimo, elástico y gomoso, ofrecido y alerta como sensor de todos los placeres posibles. Con los mismos jugos que nacían de su petaquita acerqué mis dedos a su ano para masajearlo; sentía en la yema la presión de su esfínter y lo lubricaba con sus propias secreciones. Con esas manipulaciones llegamos al clímax, ella tuvo orgasmos potentísimos en auténticas sacudidas, con toda la violencia que un cuerpo es capaz de experimentar en un campo de batalla por el placer. Yo aguardaba para correrme, con auténticos esfuerzos mentales retenía mi orgasmo y con él todo el semen que llamaba a las puertas de mi polla.
Ella sacó un bote de crema hidratante y la aplicó en mi glande al mismo tiempo que con la otra mano se ponía un poquito en su ano. Se puso a cuatro patas y fijó el extremo de mi verga en su culito, se relajó e hizo fuerza para dilatar su anillo al mismo tiempo que me pedía que empujase muy poquito a poco, cuando sentí que había entrado algo de mi miembro me pedía que me detuviera para adaptar su orificio a la situación, después otro poquito más, y así acabó mi verga por inundar su recto. Ella lo apretaba y lo aflojaba al mismo tiempo que le entraba y salía, impregnándome de un tacto absolutamente delicioso e irrepetible. En ese trance le metí dos dedos en su vagina y fue muy agradable sentir como palpaba desde su oquedad, el bulto que sobre ella producía mi polla desde atrás en cada embestida.
Se corrió de nuevo con ese tipo de penetración. Hicimos una pausa porque dijo que me quería chupar todo y debía lavarme bien antes. Metió mi capullo en su boca, lo hundía hasta su garganta, sin que sintiera la más mínima náusea misteriosamente. Sus labios se aferraban sobre mi polla, que era en esos momentos un cilindro largo, duro, surcado de venas a punto de reventar. Se deslizaban por ella y la recorrían en toda su longitud, se la sacaba y la metía en la boca, besaba la punta, daba con la lengua unos toquecitos en los testículos. Finalmente me dio con mi punto de máxima sensibilidad. Fijó su lengua en la parte inferior del extremo de mi verga y allí comenzó a vibrarla con toda la rapidez que pudo, yo sentía un gusto creciente que ya no podía detener, era autónomo a mi voluntad, no sé qué pasó después, sólo sentí que me vaciaba en su boca, que mi leche salía por sus comisuras a presión, que ella sacaba mi pito de su boca y recibía los borbotones en su frente, en tus nariz, sus ojos, y chorreaba por su cuello hasta sus pechos.
Nos quedamos dormidos en la apacible habitación hasta que sentimos el llanto del niño que se había despertado. Aquella tarde visité mis enfermos y por la noche, bajo el aroma de los jazmines y la albahaca en el patio, el marido de Luisa me invitó a degustar un vino de reserva que había guardado para ocasiones especiales.
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