La gimnasia preparto con apenas veintitrés años

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Me quedé embarazada con apenas veintitrés años. Llevaba casada solo unos meses y, sinceramente, no estaba preparada para todo aquello que me sobrevenía. Mi marido y yo teníamos una vida sexual muy activa y no pusimos muchos impedimentos a la concepción, aunque ninguno de los dos lo buscaba realmente. En resumen, fuimos unos inconscientes que asumieron que no se debe jugar con estas cosas y aceptaron su papel de padres. Ahora nuestro niño tiene cuatro años y vuelvo a estar embarazada por segunda vez.

El caso es que desde el cuarto mes, el coito se convirtió en una práctica dolorosa para mí. Estaba muy excitada y me apetecía hacerlo varias veces al día, pero cuando mi marido venía hacia mí, dispuesto a darme ese pene que tanto me gusta, el dolor se apoderaba de mi conejito y hacía imposible cualquier relación. Al principio lo ocultaba y permitía que mi esposo se desahogara dentro de mi dilatada vulva, pero pronto sintió que algo raro ocurría y le dije lo mucho que me molestaba esa práctica.

Probamos en varias posturas, pero sin éxito. Todas eran igualmente dolorosas. Entonces empezó la época del sexo bucogenital. Casi todos los días, mi marido se metía entre mis piernas, lamiendo mi conchita arriba y abajo, separando los labios para introducir la puntita y relamiendo mi clítoris hasta hacerme explotar de placer. Por mi parte, le correspondía con una deliciosa mamada. Tanto me excitaba con su lengua y sus labios, que no me importaba que terminase dentro de mi boca, llenándome de leche calentita. Normalmente esa práctica no me gustaba demasiado, pero con la explosión de hormonas que llevaba, aquel riego espeso me parecía néctar de dioses. Sin embargo, hacia el quinto mes, todo deseo sexual se desvaneció de pronto. Mi marido seguía igual de caliente y, casi todos los días, podía verle ahí, mirándome los enormes pechos con deseo. Se levantaba, me besaba, me acariciaba y yo terminaba por dejarme hacer, aunque sin muchas ganas.

También lo notó y dejamos de hacer todo tipo de sexo. Estuvimos hasta dos meses sin tocarnos. Bueno, él sí se tocaba. A menudo, cuando nos metíamos en la cama, él esperaba hasta que yo estaba dormida y se masturbaba. Lo sé porque muchas veces yo no podía dormir y podía sentirlo ahí, agitándose el pene hasta que soltaba un gemido quedo y se quedaba tranquilo. A la mañana siguiente, podía ver un trocito de papel higiénico o de pañuelo de papel en la basura. También se masturbaba por las tardes, al llegar del trabajo. Generalmente se iba a la ducha y allí se tocaba. Lo sé porque me gustaba pegar la oreja a la puerta y escucharle ahí, con el agua caliente cayéndole encima. Mi marido, cuando se cree a solas, suele verbalizar sus fantasías y escuchaba cómo iba narrando lo que iba imaginando.

– Sí, cariño, qué bien la chupas, mi amor -susurraba- Dios, tu boca es maravillosa, cariño, sigue, sigue, por favor, no pares, no… Ahora, me corro, cariño, toma es toda tuya…

Y soltaba un gemido o un jadeo al correrse. Yo, en otras circunstancias, me habría puesto caliente a más no poder y habría entrado para recibir esa leche en mis pechos o en mi cara, pero en ese instante, cualquier pensamiento morboso parecía nauseabundo.

Hasta que empecé la gimnasia preparto. Entonces me dieron un pequeño folleto y tenía que realizar unos ejercicios diariamente. Eran ejercicios respiratorios y musculares. Le pedí a mi marido que me ayudase y me fuera indicando, leyendo del folleto, cómo hacerlo y corrigiéndome si lo hacía mal. Él se portó excelentemente y cada noche me subía a la cama y él se sentaba en una silla para decirme cómo hacer.

Pero entonces me di cuenta de que él miraba mis pechos cuando respiraba. Tenía que respirar hondo y mis pechos se hinchaban más todavía, marcando los pezones, tan gruesos y oscuros, sobre mi camiseta. Y él los miraba anonadado. Entonces se me ocurrió una idea. No podría tenerme, pero le daría argumento para sus fantasías por todo lo que durase el embarazo. El siguiente ejercicio consistía en mover la pelvis estando puesta en la postura del perrito y yo me puse de espaldas a él, enseñándole mis braguitas de tonos malvas. Así no podía verle, pero podía imaginar sus ojos clavándose en mi entrepierna, siguiendo los movimientos del ejercicio. Cuando terminé, procedí a los diez minutos de relajación, que consistían en posicionarse cómodamente y cerrar los ojos, descansando. Él se levantó, me dio un beso en la frente y se fue rápidamente al cuarto de baño. Sé que se masturbó y eso, por vez primera en unos cuantos meses, me excitó sexualmente. No tardó ni dos minutos en salir y se le veía más aliviado que nunca.

Pasaron algunos días y seguía yo con este juego de seducción. Cada vez iba montándomelo mejor y dejaba abierta la puerta del armario, poniéndome sobre la cama de modo que pudiera verlo a través del espejo interior. Su cara era un poema. Mientras contaba las rondas de ejercicios, no apartaba sus ojos de mi entrepierna, de mis nalgas y de mis pechos. Yo disimulaba, realizando los ejercicios con aparente concentración, pero no podía parar de verlo cómo se iba calentando. Hasta que, por fin, cuando estaba de menos de quince días para salir de cuentas, no lo soporté más. Decidí pasar a la acción.

– Cariño, ¿vamos a hacer mis ejercicios? – le pregunté.

– Por supuesto. Cuando quieras…

Su verga se preparaba entonces para endurecerse durante la gimnasia y después descargarse en el cuarto de baño. Mi vulva se humedecía y sentía esos labios hinchados como si fueran a estallarme. Entonces fue cuando me desnudé por completo y me eché sobre la cama, de lado.

– ¿Desnuda?

– La matrona dice que es mejor así, cuando queda poco tiempo – mentí yo.

Mi vulva se abría y se cerraba con los ejercicios. El espectáculo debía ser esplendoroso, pues mi marido tuvo una erección tremenda nada más verlo y esta erección era perfectamente visible para mí desde el espejo. Me acerqué un poco a él, sin cambiar de posición, como si buscase un lugar más cómodo para mi gimnasia. Mis movimientos eran circulares, los labios de mi vulva se abrían y se cerraban una y otra vez, estaban deseosos de ser penetrados. Me daba miedo, pues el dolor podía ser insoportable, pero sentir esa erección dentro de mí era demasiado tentador. Entonces él lo no soportó más y se levantó. Dijo que tenía que ir al cuarto de baño con urgencia y pasó por delante de mí. Entonces me di media vuelta, me puse sobre la cama, abierta de piernas y le dije:

– Espera, no te vayas. Hay que terminar mis ejercicios.

Mi vulva estaba roja e hinchada, los labios se salían hacia afuera, gruesos, hinchados por el embarazo. Mi tripa, gigantesca, estaba bien redonda y él podía ver mi sexo perfectamente. No lo soportó. Se lanzó sobre mí y empezó a lamérmelo con todas sus ganas. Yo me moría de placer, no podía parar de soltar gemidos, pero no quería una lengua hábil en ese momento. Quería esa polla durísima en mis entrañas. Lo cogí de los hombros, lo subí lentamente y él, poniéndose de modo que no oprimiera mi barriga, empezó a metérmela con fuerza. Estaba como una moto, imparable, completamente entregado.

Sentí un dolor lacerante cuando su verga me atravesó, pero lo soporté mordiendo la almohada y pronto pasó, dejando lugar a unos calambres de placer alucinantes. Chillaba de gusto y me agarraba de sus hombros, alzándome como podía, impedida por mi avanzado embarazo, hasta besarle. Él no paraba de moverse dentro de mí, deseoso de correrse. Me cogió los pechos con las manos y apretó en los pezones hasta hacer que un chorrito de leche saliese de ellos. Eso me daba mucho placer. Los chupó y probó la leche materna, mientras continuaba moviéndose dentro de mi vulva. Parecía estallarme de gusto. Estaba a punto de correrse cuando me cambió de postura. Me puso de lado, abriendo mis piernas y se posicionó detrás de mí, hincándomela de nuevo. En esta posición no podíamos movernos con libertad y se convirtió en un polvo profundo y lento. Su polla me horadaba una y otra vez, mientras sus manos apretaban mis doloridos pechos y yo no podía hacer sino gemir de placer.

– Acábame dentro -le dije- Quiero sentir toda esa leche en mi interior.

– Sí, nena. Ahora mismo…

No tardó nada en soltarme un caudal enorme de leche dentro de mi conejito que parecía arder. Estaba lanzado, apretándome los hombros mientras se vaciaba dentro de mí y me hacía explotar en un orgasmo brutal, de los que no se olvidan fácilmente. Cuando hubo terminado, se puso a mi lado y me abrazó, besándome con cariño. Yo pensé que había sido corto, pero intenso, cuando noté que se le volvía a poner dura.

– Cariño -le expliqué- No puedes volver a entrar. Ahora sí me dolería…

– Entonces, ¿qué hacemos?

No me lo pensé. Le indiqué que subiera y, estando yo tumbada boca arriba, él se puso frente a mi cara y comencé a chupársela. Se la comí con verdaderas ganas. Estaba muy caliente y mi vulva volvía a vibrar con fruición. Me masturbé mientras se la chupaba, hasta que me dijo que quería volver a follarme. Yo no podía permitirlo, me masturbé con más ganas y me metí todo su instrumento en la boca, sacándola lentamente y apretando los labios para chuparla bien chupada. Cuando estuvo fuera, le dije:

– ¿De verdad quieres que deje de hacer esto?

Él no contestó. Estallé en otro orgasmo en pocos minutos y él parecía como loco, puesto de rodillas frente a mi cara. En ese instante, me acordé de eso del bukkake, que tanto asco me dio la primera vez que oí hablar de él, y pensé en que, en esos momentos, me gustaría tener cinco o seis pollas masturbándose frente a mi cara. En ese momento, mi marido estalló de placer.

Los chorros de leche regándome el rostro fueron abrasadores. La leche entraba en mi boca y me manchaba las mejillas y los párpados. Podía sentirla, caliente e interminable, mientras oía a mi esposo gemir de placer y decirme que estaba buenísima y que le volvía loco de gusto. Habían pasado meses desde nuestra última relación y juré no volver a estar tanto tiempo sin darle gusto. Descubrí, en ese instante, que estaba hecha para verle así, vertiendo su leche contra mi piel, completamente derrotado.

Nos tumbamos en la cama y nos quedamos dormidos. Al despertar, todo era mucho más llevadero que nunca y las contracciones empezaron casi de inmediato. Aquella sesión de sexo incitó a mi primer hijo a nacer.

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