Doña Eugenia, una mujer atractiva
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Esta es una historia que comenzó hace unos cuantos años, pero que todavía continúa hasta que el cuerpo aguante. Soy una persona divorciada de 50 años, con un buen trabajo, 1,7 de estatura, complexión fuerte y con muchas ganas de follar.
Todo comenzó cuando la vecina de arriba, doña Eugenia, quedó viuda. Era una mujer atractiva y siempre me había llamado la atención: sus pechos abundantes y su buen culo. Llevaba muy bien sus 65 años, ya me había dado alguna paja pensando en ella, pero nuestra relación se limitaba a ser buenos vecinos. A los pocos meses de la muerte de su marido, tuvo un problema con las cañerías de su casa y el agua pasaba hasta la mía, así que subí para ver cuál era el problema.
La señora estaba nerviosa porque no sabía qué hacer y se lamentaba de los problemas que me estaba causando. Iba con una bata con un buen escote y enseguida mis ojos se fueron a semejantes monumentos; casi no escuchaba sus lamentos, solo me imaginaba comiéndome esas tetas una y otra vez. Cuando volví en mí, la abracé tiernamente y le dije que no se preocupara, que yo me encargaba de todo. Desde allí mismo llamé al seguro de la casa y ellos se encargarían de todo. Me lo agradeció mucho y, ya más tranquilos, me invitó a tomar un refresco y comenzó a contarme su vida: que si sus hijas no la visitaban, que se sentía muy sola, que ya era muy vieja.
—De vieja nada —le contesté—, estaba muy bien, y que solo tenía que llamarme cuando me necesitara, cosa que hizo que se le iluminara la cara y me diera un buen abrazo. Noté cómo sus pezones se habían puesto duros y mi pene comenzaba a ponerse firme, pero por ese día ya tuvimos bastante.
Nada más bajar a casa, comencé a idear cómo conquistarla. Primero, hice que nos encontráramos y, cada día, la veía más contenta. Me llamaba con frecuencia con cualquier excusa y, cada vez, estábamos más familiarizados. Yo era más efusivo y le encantaba que le dijera lo bonita que estaba. Cuando llegó su cumpleaños, me había anunciado con antelación, me invitó a subir. Estaban sus hijas y sus nietas, ellas me agradecieron las atenciones que tenía con su madre.
Eugenia estaba preciosa, con un vestido ajustado que resaltaba sus bonitos pechos y su bonito culo. Yo estaba todo contento, porque estaba para comérsela, pero aguanté como pude. Cuando ya era tarde, bajé a mi casa más caliente que un mono. Me despedí de sus hijas, que me agradecieron de nuevo y me pidieron que cuidara de su madre, cosa que yo ya tenía muy clara. Desde mi ventana vi que se iban y puse en marcha todo mi plan. Le había comprado un ramo de rosas rojas que sabía que le gustaban, y subí de nuevo.
Eugenia se llevó una sorpresa cuando me vio de nuevo y aún mayor cuando vio el ramo de rosas. No sabía qué hacer ni qué decir, así que yo aproveché para abrazarla bien fuerte e intentar darle un beso en la boca, pero ella me rechazó nerviosa. Lo siento, me dijo suavemente, ya sabes que soy muy religiosa y el sexo es casi todo pecado. Le contesté que era una mujer muy linda y que se estaba perdiendo lo mejor de la vida, que tenía derecho a disfrutar de la vida plena.
Así quedó la cosa: le di un beso en la mejilla y me fui a casa, caliente y enfadado, cosa que ella notó.
Para aliviarme un poco, me puse una película porno de mujeres maduras. Cuando sonó el timbre, abrí y allí estaba Eugenia. Ahora el sorprendido era yo; casi no me salían las palabras, hasta que la invité a entrar. La película seguía corriendo, así que los gemidos se oían desde la puerta. Me preguntó si estaba con alguien. No, no balbucee, es solo una película, la hice pasar. Seguía con el vestido que tanto me excitaba. Nos sentamos en el sofá y le quité la película.
Comenzó por pedirme perdón por la brusca que había sido, que así la habían educado; que solo había tenido sexo con su marido y, de vez en cuando. Le pregunté si había tenido algún orgasmo en su vida. Se puso colorada, pero moviendo la cabeza, respondió que no. La abracé cariñosamente y hablamos de sexo, de sus placeres y de lo bueno que es para la salud. Ella me confesó que no sabía nada, que solo tenía que abrir las piernas y que su marido se la metiera, y que cuando se corría se quitaba y se iba a dormir. Además, me dijo que ya era vieja para esas cosas, pero que conmigo se sentía como si algo le pasara por el cuerpo, que había notado que su vagina se humedecía cuando yo la tocaba y que ahora estaba así. Volví a poner la película para que viera cómo mujeres mayores que ella se lo montaban, mientras le acariciaba el cuello.
Ella no perdía detalle de la película, mientras comenzaban unos suaves gemidos. No sabía qué se hacían esas cosas, me susurró, y le contesté que el sexo es bello. Mientras, esta vez sí que le pude besar los labios suavemente y respondió, mientras mis manos ya acariciaban su pecho por encima del vestido. Enseguida noté cómo los pezones se le ponían duros. Bajé mi lengua por su cuello y los gemidos fueron a más. Le puse las manos en la bragueta para que notara cómo se me ponía la pija al principio; con miedo, pero ya no la soltaba.
Nos levantamos del sofá y la abracé bien sujeta para que notara mi polla en su coñito, mientras nuestras bocas se fundían cada vez más. Mis manos estaban en sus nalgas y ella, bien abrazada, casi ni me dejaba respirar.
Le fui bajando el vestido y allí estaba mi diosa, con las bragas mojadas y el sujetador a punto de estallar. No hablaba, solo gemía. Intentó quitarme la camisa, cosa que tuve que ayudarle a hacer, y luego se quitó los pantalones. Mi boca fue directa a sus tetas y mi mano a su coño, que estaba empapado. Ella, torpemente, buscó mi polla hasta que la encontró bien caliente.
La llevé a la habitación y, cuando me quité el calzoncillo, exclamó que nunca había visto una cosa así. Le bajé sus bragas y tuvo intención de taparse su rajita, así que le sonreí y le quité el sujetador. Allí estaba Eugenia desnuda, era como si fuera la primera vez, así que actué con mucha delicadeza. Primero, lamí sus tetas y sus pezones, que, como me imaginaba, eran tremendos, duros y de color café, mientras acariciaba su coño peludo. Solo gemía y gemía.
Ahora vas a saber lo que siente una mujer», pensé mientras le abría sus labios vaginales y le lamía con fuerza el clítoris, que era grueso. Ataqué sin piedad sus gritos, que ya eran jadeos: «¡Me gusta, me gusta, me gusta! ¡Sigue, cabrón, sigue así! Sin dejar de acariciar sus tetas, noté cómo le venía un flujo delicioso y su cuerpo se arqueaba. Follame, follame, follame», gritaba como una loca. «Métemela toda», pensé, y seguí trabajando el clítoris hasta que sacó el último jugo. Cayó como desmayada.
Me acosté a su lado y me miró complacida.
—¿Qué me he perdido? —me preguntó.
—Esto solo acaba de empezar —le contesté.
Cogió mi polla y comenzó a pajearla.
—No había chupado una polla en su vida —me dijo—, así que se la ofrecí.
Al principio la rechazaba porque decía que le daba asco, pero luego comenzó a besarla. Luego pasó la lengua y así hasta que se metió el capullo y poco a poco le fue cogiendo gusto.
—Me gusta —dijo la muy zorra esta rica mientras volvía a tragársela toda.
Cuando ya estaba bien armada de nuevo, se la saqué de la boca y apunté a ese coño tan rico. Y de un solo golpe se la metí hasta los huevos.
Como se puso se movía, subía su culo para que entrara mejor. «Dale fuerte, cabrón, dale fuerte», y un mete y saca cada vez con más fuerza hasta que, de nuevo, sentí cómo se corría y le di una buena ración de mi leche. Y así nos quedamos un buen rato: Eugenia tenía una cara maravillosa y de sus ojos salieron unas lágrimas de felicidad, y yo estaba feliz de darle una buena follada.
Estuvimos toda la noche hasta que caímos rendidos, exhaustos de tanto follar.
Desde aquel día, siempre que subía a su casa me esperaba con la bata puesta y me daba una buena mamada. Poco a poco fui introduciéndola en otras prácticas sexuales hasta convertirla en mi puta. Le encantaba probar mi leche y así llevamos varios años.
Un día, cuando estábamos en uno de nuestros encuentros, apareció una de sus hijas, pero esa es ya otra historia.
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