Por la rendija de la puerta de tu cuarto entreabierta

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Apenas alcanzas a ver unas piernas morenas, musculadas, aunque sin excesos, una polla, gruesa, curva y oscura, de capullo descubierto, fuertemente marcada por una red de venitas violáceas. La mano de tu mujer, arrodillada entre ellas, la estrangula por la base acentuando su relieve. Se inclina sobre ella y la chupa. De cuando en cuando, la saca de entre sus labios y ves su capullo húmedo y brillante. Entonces, ella le habla en tono mimoso, como una gatita en celo, casi como si ronroneara. Le pregunta si le gusta así, si disfruta? Parece otra. Nunca es tan dulce contigo.

A veces, el desconocido empuja con su mano fuerte y velluda su cabeza hacia abajo obligándola a tragársela y la mantiene un rato así. Ves su rostro enrojecer primero, para ir adquiriendo poco a poco un tono azulado, pálido. Estás a punto de intervenir cada vez cuando la suelta. Ella tose, y las lágrimas corren su rimmel dibujando líneas negras que se ramifican sobre sus pómulos. Jadea y respira deprisa. Babea.

Le habla con una curiosa mezcla de dulzura y cariño. La llama puta. Le da órdenes tajantes sobre cómo comérsela que ella obedece al instante, centrándose en su capullo, metiéndose en la boca sus pelotas mientras hace resbalar la mano envolviendo su capullo húmedo, congestionado. Entonces la felicita como si fuera una perra.

Ella acaricia su coño. Parece enfebrecida.

Te has quedado paralizado. Tienes el corazón en un puño, y sientes la sangre latir agolpándose en tus sienes. No sabes qué hacer. De algún modo inevitable, la brutal sexualidad de la escena te ha excitado. Tienes la polla tan dura que casi te duele, y la aprietas con la mano a través del bolsillo del pantalón presionando tu capullo frotándolo de tal manera que te irritas. Te sorprende comprender que llegas a imaginarte a ti arrodillado. Tratas de rechazar la idea. El corazón parece ir a salírsete por la boca y sientes un ahogo en el pecho, una presión.

– Para, para, zorrita. No quiero correrme todavía.

Se pone de pie sin cuidado empujándola con su cuerpo compacto y fuerte. Es un hombre maduro, quizás de cuarenta años. Moreno, aunque con una línea muy marcada en la parte del bañador. Depilado, bien proporcionado. Te sientes pequeño a su lado.

Agarrándola del pelo, la obliga a colocarse a cuatro patas sobre el colchón y desaparece de tu vista. Ya solo ves la mitad del cuerpo de tu mujer: su rostro asustado, sus tetas balanceándose al compás de la respiración agitada. Escuchas una palmada y ves su cara crisparse. Jadea, no es fácil saber si de miedo o de placer. Emite un quejido y su expresión se crispa.

– Solo es un dedo, putita. No tienes nada de qué preocuparte todavía ¿Es que nunca te lo ha hecho el cornudo de tu marido?

– No?

– Pobre maricón?

Ves temblar sus brazos, que a duras penas la sostienen. Tiene la expresión tensa. De cuando en cuando se escucha una nueva palmada, o su rostro se tensa en un nuevo gesto de dolor. Adivinas que ha introducido un dedo más.

No sabes en qué momento te la has sacado, pero el hecho cierto es que estás agarrado a tu pollita, que te parece ridícula al lado de la del hombre. Está mojada y más dura de lo que recuerdas haberla sentido nunca. Te sientes al mismo tiempo humillado, profundamente ofendido, y caliente, muy caliente. Si él te lo pidiera, intuyes que aceptarías cambiarte por ella. Cada vez que te menciona sientes un latido en la mano de tu pollita de piedra.

– Bueno, putita, ahora bien quieta, y te dolerá menos.

De repente comprendes que te ha visto. Te mira a los ojos sin decir ni palabra hasta el preciso instante en que los cierra crispándose su expresión en un gesto de dolor. Respira aceleradamente, cómo si tuviera miedo, y te mira a los ojos a veces. Adivinas su polla atravesando el agujerito estrecho de su culo. Sus manos se agarran a la colcha con tal fuerza que ves blanquearse sus nudillos. Comienza un bamboleo suave y cadencioso, que se traduce en quejidos agudos, casi chillidos leves. Se le saltan las lágrimas y sus tetas, de pezones duros, contraídos, se balancean bajo su pecho. Llora. Escuchas un nuevo palmetazo e imaginas la huella de su mano dibujada en rojo sobre la nalga blanca. Chilla. A veces se inclina sobre ella y ves sus manos estrujando sus tetas pálidas con fuerza, como si las amasara, tirando de sus pezones. Ella resopla y jadea. Te sacudes la polla al mismo ritmo creciente con que él barrena su culito haciéndola gemir y jadear, haciendo que su rostro se crispe de dolor.

– Buena puta. Muy bien, perra. Sigue así. No entiendo que ese pobre gilipollas haya desaprovechado la oportunidad de romper este culo de ramera. ¿Te gusta?

– Me? me gusta? Me duele? ¡Ahhhhhhhh!

La está follando ya deprisa, sin cuidarla, como si no le importara su dolor, y ella gime entre hipidos violentos. Te mira a los ojos con desprecio cada vez que él te menciona, que se burla de ti. Te llama maricón, y cornudo. Te llama hasta gilipollas. Folla el culo de tu mujer haciéndola llorar y gemir mientras te insulta y tú sientes el rubor en tus mejillas sin dejar de sacudir tu polla mirándola. Tu mujer llora con una grueso rabo oscuro destrozándole el culo mientras tú te la pelas como un mono mirándola. Te desprecias, pero parece suceder algo incomprensible que domina tu voluntad y mutila tu orgullo. En cierto modo, quieres oírla chillar, quieres verla destrozada, humillada. Tú mismo, si el hombre no te asustara, si no moviera en ti un miedo irracional, entrarías a ayudarle. La cabeza te da vueltas en un barullo de sensaciones, de sentimientos confusos, más que ideas. Parece imposible que una idea compleja anide en tu cerebro. Eres una polla tiesa, un miedo, una excitación, un cornudo despreciable incapaz de reaccionar ante el llanto de tu mujercita, que llora a moco tendido balanceándose ya a un ritmo frenético. Escuchas el cacheteo del pubis en su culo. Sus tetas se entrechocan, bailan, y su rostro trasluce un dolor intenso. Tiene los ojos cerrados y los dientes apretados, la expresión descompuesta y, pese a ello, parece estar corriéndose, gozar de alguna manera de ese abuso brutal. Imaginas los dedazos fuertes acariciando su coño mojado mientras su polla destroza su culo pálido.

De repente, un golpe más fuerte, como un empujón violento, la tira de la cama. El hombre, de rodillas, avanza hacia el borde. Se inclina. La agarra por el pelo obligándola a arrodillarse sobre la alfombra de noche. La levanta agarrándola del pelo sin contemplaciones. Ves su polla gruesa, firme, brillante, clavarse en su garganta. Ella llora. Se ahoga. Tiembla en espasmos violentos. Su rostro se tiñe de azul. El hombre empuja a veces como si quisiera atravesarla, a golpes secos. Un chorro de leche asoma por su nariz. Las lágrimas negras de rimmel desdibujan su expresión.

– Buena puta?

Cuando la saca, ella cae sobre el suelo temblando, respirando agitadamente, llorando, mientras clava los dedos en su coño. Se folla con ellos como con rabia, como si tuviera necesidad de arrancarse un orgasmo vergonzoso, humillante. Sus piernas se mueven espasmódicamente. Tiembla masturbándose. El tipo, de pie frente a ella, sonriendo, se agarra la polla con los dedos. Incluso así, semierecta, es más grande que la tuya. Sonriendo con aire socarrón, orina sobre su cara, sobre sus tetas, sobre su coño. Ella se crispa, se tensa, y emite un quejido prolongado con los ojos en blanco. Tu polla palpita con fuerza. Parece de piedra. Palpita y escupes tu esperma a chorretones, como nunca. No sabes si gimes. Te corres temblando, lanzando chorretones violentos, interminables, de esperma tibio. Te sientes eufórico, incapaz de contenerte, de ser ni siquiera precavido.

– Anda, zorra, ve a ducharte, que quiero follarte otra vez. Y tú, maricón, entra, no te quedes ahí. Pónmela dura, anda.

Humillado, confuso, con la polla todavía firme asomando por la bragueta del pantalón, obedeces en silencio, humillado, mirando al suelo, incapaz de enfrentar tu mirada con la suya, obedeces. Se ha sentado en la cama, y te arrodillas entre sus muslos abiertos, avergonzado y confuso.

– Chupa, anda, cornudo ¿A ti nunca te han follado?

Escuchas el agua de la ducha en el baño de tu dormitorio al tiempo que sientes la textura rugosa de su polla ente los labios. A estas alturas ya ¿Qué puede importar?

– Muy bien, mariconcita. Así. No pares.

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