El reencuentro (II)
Ambos se miraron, con los latidos aún acelerados por la excitación, y se dijeron, sin decir nada, que querían más
Él se acercó hasta ella, quien estaba apoyada contra la pared intentando recuperar la respiración, y le susurro al oído Ven a mi casa. La frase empezó como una orden pero acabó con tono de suplica. En un solo segundo pasó por su mente todo lo que podrían hacerse en uno al otro en la intimidad de una cama, o una bañera, o una mesa
Solo pudo seguirle.
El camino hacia su piso se transformó en esquinas y rincones donde la lengua del uno se perdía en la boca del otro, donde las manos de una se difuminaban en el pecho del otro. Cada pequeño escondite oscuro se convertía en minúsculos instantes de placer extremo.
Ninguno de los dos sabía cuánto tiempo había tardado en llegar a su casa. Pero eso no importaba. Lo único relevante era que ambos seguían excitados, más incluso que antes. Esperaban ansiosos el ascensor mientras las manos de ella desabrochaban el cinturón de él, y él hacía lo propio con el pantalón de ella. Entraron al ascensor entre trompicones y jadeos. Ella le empujó contra la pared, y él y el ascensor temblaron al unísono. Con una mano desabrochaba los pocos botones supervivientes de la camisa y con la otra buscaba el botón que les llevara hasta su piso.
Abrieron la puerta de un golpe y se abalanzaron hacia el pasillo. Él la levantó del suelo cogiéndola en brazos y la llevó hasta su cuarto. La dejó caer en la cama con un golpe secó y se arrojó sobre ella. Ella le quitó la camisa para poder recorrer con total tranquilidad la sensual espalda de él. Él se deshizo de la camiseta y el sujetador con velocidad vertiginosa. Su cabeza se perdió entre sus tersos pechos para luego esconderse en su ombligo e ir bajando hasta su vientre. Le quitó los pantalones, después deslizó el tanga entre sus calientes muslos. Paró un instante para deleitarse mirándola. A ella le provocaba tanto que la mirara de aquella manera, que la deseara de aquel modo que sus manos tomaron el control de su cuerpo y le arrancaron los pantalones y los calzoncillos en un solo momento.
Se besaron febrilmente fusionando sus lenguas, sus cuerpos desnudos, desvaneciéndose en el sudor del otro.
Déjame a mí le susurró al oído él Cierra los ojos, dame diez segundos y te juro que la espera valdrá la pena. Ella obedeció, se quedó tendida en la cama, desnuda, sudorosa y caliente, con su sexo húmedo que le esperaba jadeante. Oyendo, escuchando cada minúsculo sonido ¿Qué había sido eso? ¿Un cajón? Sonaba como algo
¿metálico?. La espera se le hizo eterna. Por fin él volvió a la habitación. Bajó la intensidad de la luz y se acercó a ella Ahora voy a vendarte los ojos, así sentirás todo multiplicado Ella notó como una suave tela le cubría los ojos. Él levantó los brazos de ella por encima de su cabeza y comenzó a acariciarlos con algo que parecía ser metal. ¡¡Unas esposas!! Adivino ella por el ruido y el tacto. Antes de que pudiera darse cuenta estaba esposada al cabecero de la cama.
Una sonrisa pícara se dibujó en su cara. Estaba tan excitada, cada poro de su piel, cada surco de su cuerpo esperaba absorto el siguiente paso. ¿Te gusta? inquirió él. Siii gimió ella. Aún queda lo mejor aseguró él.
De repente, unas gotas de algo que podía ser agua llenó el ombligo de ella. Un gemido escapó de sus labios. Una sensación fría y estrepitosa recorrió con velocidad la piel de su pecho. Un cubito de hielo. Se deslizaba por su piel como una minúscula lagartija, dejando pequeños ríos que él secaba con su dulce lengua. El contacto del hielo, los carnosos labios y el movimiento de su lengua le propinaban una gran cadena de escalofríos que le recorrían todo el cuerpo. Los suspiros seguían huyendo de entre sus labios. El hielo se deleitó en sus pezones, estos tersos y erectos ahora quedaban también húmedos y más excitados.
Él, recorría el mismo camino que el pequeño témpano con su lengua recogiendo la estela que este dejaba, y marcando la suya propia. Y el pequeño cubito se deshacía con rapidez al contacto con la piel caliente. Saber cual era el destino del hielo la excitaba más aún. Sus manos amarraban los barrotes del cabecero con ansia. Y él, despacio, lentamente, andaba los senderos del cuerpo de ella hasta llegar a su vientre. El primer roce la dejó helado, otro escalofrío le recorrió el cuerpo dejándola casi inmóvil. Él comenzó a mover el hielo en círculos sobre su clítoris mientras ella gritaba de placer. Al tener lo ojos vendados el resto de sus sentidos se habían exacerbado de una manera increíble. Lo olía todo, lo oía todo, lo sentía todo. Cada minúsculo roce, cada pequeño sonido, cada ráfaga de fragancia. Todo.
Los labios de él mordisqueaban el cuello de ella, mientras uno de sus dedos jugaba con la lengua de ella. Y ella, loca de placer, lamía aquel dedo con ansia devoradora. Sentía como su boca se secaba, y como el fuego le atravesaba todas las estelas de su cuerpo para acabar explotando en su vientre. Un grito desagarrado salió desde su vientre anunciando un increíble orgasmo. Has conseguido derretir el hielo. Ella solo respondió con una lujuriosa sonrisa. Él rodó hasta quedarse encima de ella totalmente. Ella movió las manos instintivamente para encontrarse con él, pero las esposas le cortaron el camino. ¿Lo notas? Sí gimió ella. Entre sus muslo sentía ese gran pene, duro y erecto moviéndose como si tuviera vida propia. ¿Lo quieres? Siempre
No necesitó nada más. Un pequeño movimiento y se introdujo dentro de su sexo, húmedo, caliente y expectante.
Un profundo clamor acompañó el hondo movimiento. Con cada movimiento las sacudidas se hacían más profundas y salvajes. Ella estiraba su cuello buscando en la oscuridad el de él, para poder morderle. Ambos seguían danzando, moviéndose al unísono con la melodía de sus gemidos, de sus susurros, de sus latidos. Bailaron durante
¿Cuánto? ¿Minutos? ¿Horas? No importaba, sus sudores se hicieron uno, al igual que sus voces y su tacto. La respiración de ambos empezó a entrecortarse, el vaivén era cada vez más rápido e intenso. El fuego recorría los cuerpos de ambos por todas partes, por cada recoveco, por cada surco, la pasión les estremecía. Y ambos, en el mismo pequeño instante, explotaron al unísono, para acabar tendidos, agotados el uno sobre la otra, disfrutando del peso del otro. Intentando, sin mucho énfasis, recuperar el control de sus cuerpos.
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