El harén (I)

Autor: damiarenas | 27-May

Dominaciones
Lo importante de elegirlas sumisas y jóvenes, es que después son más dóciles y el proceso de adaptamiento toma menos trabajo. Yo lo sé, pues así lo saben aquellos que cazamos hembras para mantenerlas en cautiverio. También hay que cerciorarse de que viven una vida más bien una existencia sombría, que provengan preferiblemente de un mundo bajo, sin muchas expectativas. Las que demuestran cierto grado de desmoralización son más débiles de carácter y por lo tanto responden con mayor entusiasmo. Si acaso se descubre que la hembra tiene una disposición para ser humillada y ultrajada, se cuenta con gran suerte, pero aun así tienen que ser domadas y no es tarea simple hacerlas domésticas. Si se toman en cuenta ciertos detalles, después no es necesario amarrarlas o castigarlas tan a menudo. Es mejor limitarse a tres o cuatro hembras máximo, mantener a las otras encerradas cuando se disponga de una para evitar que se confabulen y lo ataquen a uno. Y hay que mantenerlas una contra la otra. Obviamente, al comienzo, es mejor mantener a la nueva separada de las otras. Con el tiempo, hay que hacerlas conocerse y que compitan por mi afecto, que se ganen el buen trato. A veces las pongo a pelear entre ellas, si es que veo que existe entre una u otra alguna cuenta pendiente o algún tipo de animosidad. La lección es que todas deben cooperar para que las cosas sean harmoniosas en el hogar. Sin embargo, para que no se hagan cómplices y nazca esa camaradería propia de la miseria, es aconsejable que se castigue de vez en cuando a uno que otra y se le diga que eso se debe a algo que otra me informó. Con el tiempo, todos se cansan de jugar a ser buenas y me dicen lo que las otras hacen en mi ausencia. Además, por ningún motivo en particular, me gusta ponerlas a pelearse entre ellas, que se halen de los pelos y se muerdan como perras en celo delante de mí.

Hace bastante que compré unas tierras en las afueras de la ciudad y construí una casa de dos plantas con un sótano bastante espacioso donde la luz del sol entre por la mañana a través de las ventanas. No hay nadie en al menos veinte kilómetros a la redonda. Todo es un espectáculo de naturaleza, un lago y copioso bosque, y mis terrenos en sus límites están circundados por una cerca infranqueable con púas de dos metros de alto. Además tengo media docena de perros carniceros entrenados solamente con el propósito de frustrar cualquier tentativa de escape. Las hembras, entre sí mismas, se vigilan unas a las otras. A estas alturas, sólo esperan la siguiente dosis de droga a la que están adictas, píldoras de éxtasis que les daba primero a escondidas en comidas o bebidas, y una vez las tenía amarradas, se dejaban hacer con facilidad. Igual las castigaba un poco, dándoles unos pencazos, tenerla esposada, medio adormilada por la droga, con una bata sucia y agujereada que dejaba ver todos los rincones de su cuerpo, sin calzón. Un cóctel de éxtasis y calmantes, alcohol, las dejaba en un estado zumbático. Se dejaban con dulzura gozar en cualquier circunstancia.

Una vez una hembra intentó escapar y fue alcanzada por los perros. "Perdóneme, amo" me dijo. Pasó tres días y sus noches en una celda pequeña sin ventana, y después confinada en una alcoba sin más que una cama y encadenada de ambas manos. Se la meterán los perros una que otra noche, amarrada a la cama. Después la tatué con una insignia de pertenencia. La puse en penitencia, a pan y agua, y un frasco de vitaminas. Abusada cada noche por lo que llamo una cuarentena le tumba a cualquier hembra la arrogancia. Se le quema el rostro, no de manera que quede desfigurada, pero que tenga una visible marca de traición que la delate a las demás, y ordenarles a las otras maltratarla a sus antojos y de que si no la afligían entonces sufrirían el mismo destino. Ellas, aterrorizadas por el ultrajo en que la hallan, flaca y pálida, marcada como una burra, exhausta de tanto castigo. La tienen que limpiar, lavar, cortarle las uñas, dejarla dormir una noche. A la mañana siguiente, la vestirían y la maquillarían mientras que la súbdita permanecía aún con ambas manos esposadas a sus espaldas, aunque se encontraba cómoda por el trato recibido. Después, cuando ya la tuvieron lista, la sentaron en el centro de la sala y le trajeron un pastel de canabis puro. Dijo que no quería. "Es mejor que comas, puta" le dijo una de las concubinas. "Porque si no comes, te damos una paliza".

Así que ella comió, la muy perra se tranquilizó con el efecto del pastel y entonces le cayeron a golpes de mano limpia. Le reventaron los puños en la cara por un buen rato, la amarraron y le dieron cada vez que gritaba y le prohibieron que abriera la boca. Tenía el labio inferior partido y un par de dientes flojos, escupía sangre revuelta con lágrimas. Le cerraban cualquier palabra con un puñetazo. La dejaban gemir y llorar de dolor, y le decían: "Es por tu bien. Repítelo hasta que lo aceptes" le ordenaban. Y la chica asentía con la cabeza y los ojos enrojecidos. Una la abrió de par en par y la amarró para que quedara en esa posición, bien abierta, y le metió dedo por dedo, chupándosela, hasta meterle cuatro dedos profundos, y luego empujar hasta meter más de cuatro, parte del dedo gordo. Pareciera como si le quisiera meter toda la mano. La otra se desmaya del dolor, y la levantan con un balde de agua helada, solloza.

Las prostituía, por supuesto. Traía a clientes que pagaban bien caro, a una élite selecta, que no sabían dónde estaban. Esa vez que aquella perra se sublemó e intentó escapar, invité a un grupo de masoquistas para que se divirtieran con ella. Con la sola condición de que no la mataran ni la dañaran permanentemente. Eran dos hermanos amantes que antes de llevarlos al cuarto donde la súbdita aguardaba se habían mamado la pinga uno al otro para calentarse. Le dieron una suculenta paliza, pero nada que no se cure en tres semanas. Se la mearon, la apalearon, la bofetearon, la sodomizaron por más de tres horas y la violaron repetidas veces durante la noche. Cada vez que una de ellas se revelaba, lo cual no sucedía a menudo, estudiaba las razones que permitieron posibilidad semejante materializarse. Si acaso había algo que se tenía que implementar en la sistemática desmoralización que tomaba lugar. Usualmente castigaba a todas por lo que hiciera una, pero se me ocurrió que aquel mecanismo era injusto para las que se portaban bien. Así que decidí mejor que las otras participaran en el castigo.

No siempre las cosas son tan alarmantes. Incluso, después del periodo inicial, todo vuelve a la normalidad y reina la armonía en el hogar. Cada una sabe lo que tiene que hacer y cómo comportarse en mi presencia. Si desean hablar, que sea algo digno de escuchar, y ante todo pidieran permiso antes de hacerlo. Las dejo que jueguen durante el día embadurnadas en el barro, en sangrientas contiendas a la lucha libre, aunque la mayor parte del tiempo permanezcan abandonadas al vicio de fumar marihuana que sembramos y de beber alcohol. Me gusta drogarlas antes de abusarlas, para que así disfruten más de la sesión. No es cualquiera que tiene el estómago para tener lo que tengo. Así me forjé en la ciudad, y monté negocios, después de varios años de sacrificio en las calles traficando. Era un mundo en el que muchos entraban y pocos salían, pero yo estaba decidido a salir de las sombras y a forjarme camino. Así que a los tres años, ya tenía un par de negocios en la Capital, por un tiempo me dediqué a viajar y a cultivar mi plan de un harén de mujeres para mí solo, y después con el transcurso del tiempo liquidé los negocios y emigré a mi tierra natal con una hembra a la que aún no había convertido en esclava, pero ya la trataba como a una verdadera perra desde mucho antes. La había incluso convencido de que se tatuara mi nombre en el cachete izquierdo de sus nalgas. Volví con dinero del exterior suficiente para vivir sin preocupaciones por al menos una década, pero eché para el bosque, compré una hacienda y unos terrenos. Y me dediqué a construir mi pequeño paraíso. Ellas, mis esclavas, reconocen que aquí la tienen bien y que por sí solas andaban como ovejas descarriadas. Aquí no les hace falta nada en lo absoluto. A la más adiestrada de todas la he llevado conmigo incluso al centro del pueblo para que me ayude a abastecernos de provisiones para el hogar. Por aquí, nadie investiga mucho las desapariciones de nadie. Son cuestiones de todos los días. Dos de las hembras traje conmigo importadas, es decir, las adopté en otra nación y me las traje para acá.

La primera que traje fue a una nena que vivía con un novio de hacía años y le montaba los cuernos desde ya hacía algún tiempo. El tipo le caía a golpes incluso desde antes de saber que ella le era infiel. Una vida mísera que llevaba, me contó, con la cara gacha y yo con esa mirada de acero, indiferente, la guié a que me la mamara. La llevé a mi departamento y filmé nuestro encuentro sin que ella supiera. Le tenía los ojos vendados. La tenía dopada y dócil, como una muñeca de carne y hueso, soñolienta, cachonda, arrecha. Le envié los cassettes grabados de nuestra reciente sesión carnal a su novio, y la mantuve conmigo drogada por otros dos días. Después la dejé que se vistiera y le dije que si quería volver a su novio, que lo hiciera. La chica salió y pidió un taxi, y se fue a casa de su amante. Este la esperaba, pues aún no le llegaban las imágenes de su esposa. A los días, cuando recibió el paquete por correo, lo puso en su equipo de DVD y vio la comida tan espectacular que yo le propinaba a su querida mujer. Enfureció, como enloquecido la arrastró a la sala y se la tiró llorando, dándole golpes y al fin sucumbiendo al finalizar sobre su cara. Al día siguiente, la echó de su casa. Ella se fue, pues él la castigaría sin duda por mucho tiempo. Antes de que saliera por la puerta, le dio un puñetazo en la cara y le partió por el trasero con fuerza, y la arrojó al suelo. Le abrió las piernas y se la metió. "Me voy con otro, cabrón" le gritó ella al oído. "Otro que me lo hace más rico." La perra era masoquista, y el tipo la arrastró por la calle del pelo y le dio un par de sonoras bofetadas que la tumbaron al pavimento. Ella salió de su casa y tomó un taxi, y regresó a mí. A lo mejor pensaba que conmigo le iría mejor. Venía a desquitársela conmigo, pues yo le había enviado la grabación a su amante, y yo me la tiré a la fuerza, le caí encima apenas entró a mi apartamento, así con toda su rabia, y desde entonces quise poseerla, le pegué duro. Se calmó, y la convencí de que viajara conmigo por unos días a mi país, como unas merecidas vacaciones. Así fue como la traje acá, y el resto es historia. Fue ella la que intentó escaparse unos meses más tarde, y lo pagó muy caro.

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