La visita de mi prima Celia
Que llegó mi prima era algo evidente. La invitación partió de mi madre que en una de sus largas conversaciones por teléfono con su hermana, le propuso que le agradaría tener a su hija unas semanas durante aquel verano con nosotros. Pero mi madre no había tenido en cuenta que aquella mujer podría llegar a ser un terremoto de la noche a la mañana. La niña inocente y tímida que ella conocía ya había mudado su piel, y ahora era una joven como un torbellino.
Aquí estaba Celia. Llegó una mañana, con una gran maleta y sus pantaloncitos cortos. Y fue tal la turbación que me produjo su presencia que me quedé anonadado y sin saber qué hacer. ¡Aquella maravilla iba a convivir con nosotros en nuestra propia casa!. ¡No me lo podía creer!. Pensé en mis amigos, en la expectación que provocaría. Me plantó dos besos en las mejillas al llegar, y el frío me recorrió todo el cuerpo. Una suave piel tibia rozó mi mejilla y un leve perfume limpio me provocó el deseo de una más prolongada caricia imposible. Cuando abrazó a su tía, mi madre, se puso en puntillas y yo, situado detrás, recorrí con mi mirada su cuerpo, especialmente la parte de él que enseñaba, o sea, sus largas piernas, de un contorno muy agradable por tener unos muslos rellenitos y un culo redondo, apretado en sus pantaloncitos.
Explorada mi primita por atrás, anhelaba que me dejara rápidamente hacerlo también por delante, y a los pocos segundos la tenia ante mi, sonriente, y dejándome claro que tenia las dos tetas más hermosas que yo podía imaginar. Parabienes, preguntas, y cuchicheos antes de indicarle que subiera y se acomodara en la habitación contigua a la mía. O sea, el epicentro del terremoto estaría situado justo detrás de la pared de mi dormitorio.
Y me pidieron que, como buen mozo y mejor primo le ayudara a subir aquel maletón con ruedas, que tendría que ser izado para poderlo transportar por las escaleras. Algo ruborizado andaba yo ya por esos momentos.
Ya arriba, después del esfuerzo, que no era el culpable del color de mis mejillas, le indiqué la habitación que le había preparado mi madre y me pidió que le indicara dónde se encontraba la ducha. Cinco minutos después, yo en el piso de abajo sentía correr el agua, que mi imaginación veía correr por su desnudo cuerpo, y que me era imposible contemplar. Cuando mi primita Celia salió del cuarto de baño, se había cambiado de ropa. Ahora llevaba una blusa más escotada. ¿Es que no había logrado provocar mi deseo lo suficiente?, pensé. El color de la blusa era el mismo que el anterior, blanco, pero ésta era de un tejido arrugado, algo transparente, dejando ver su sujetador más blanco sobre su piel morena. Sus tetas parecían ahora más voluminosas, se dejaban caer un poco más lacias, lo que influía sobre la redondez de su contorno, perdían turgencia para ganar movimiento.
Mi prima era a todas luces consciente de la belleza de su pecho. Las jóvenes han visto crecer poco a poco esos adornos en su delantera, sienten cómo a medida que aumenta su volumen van llamando la atención, especialmente en el sexo contrario. Y disfrutan cuando sienten el deseo del que las contempla. Fui sorprendido por ella en varios cruces de mirada rapidísimos, pero no por ello imperceptibles, en mi degustación de la visión de aquellas formas tan plenas. Pero ella, lejos de ruborizarse o adoptar un falso pudor, adoptó la actitud de regalarme la estampa que llamaba mi atención. Y noté que ella asumía dos posiciones, una de perfecta compostura cuando mi madre o alguien más de los que convivían con nosotros se hacían presentes o participaban con nosotros en alguna conversación, y otra cuando estábamos los dos cara a cara.
Había momentos entre nosotros en los que su camisa aparecía desabrochada hasta donde le era posible, dejándome ver las curvas que trazaba su sostén en su pecho. No era casualidad que cinco minutos después ya estuvieran todos los botones en su correcto lugar, para de nuevo, pasados unos instantes volvieran a desabrocharse tal como antes. Captado el juego, la miraba sin recato, y ya no desviaba la vista al ser sorprendido, ni sentía rubor, miraba decididamente con atención lo que me ofrecía, y disfrutaba.
Los primeros días de la estancia de mi prima transcurrieron entre los momentos que ella me enseñaba su pecho y los que no podía. Pero hubo un momento en el que, estando sentada frente a mi, mantuvo sus piernas algo más abiertas de lo acostumbrado y creí verle las bragas. Mantuve la mirada, como ya era mi costumbre, y ella, con su mejor sonrisa en la cara, fue abriendo poco a poco sus muslos, como las ceremonias solemnes, pero lo que me pareció ser sus bragas negras, no lo era, por su ausencia, pasando a darme cuenta que lo que veía era el vello negro de su pubis de diosa, la diosa que era mi prima Celia.
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