El oscuro portal

Autor: Sombra | 18-Jan

Sexo con Maduras
Nos besamos alocadamente, jugueteando con nuestras lenguas de manera descontrolada y furiosa, como si nos fuera la vida en ello, como si el tiempo se terminara en el siguiente instante, y como si cada uno de aquellos apasionados besos fuera el último que pudiéramos dar en vida.

Besé su apetitoso y moreno cuello, lamiendo toda su extensión en múltiples direcciones, mientras ella lo extendía más y más, ayudándome en mis perversas intenciones. Ambos ansiábamos poseer al otro, y estar en un portal oscuro del pueblo no fue ningún impedimento para que hiciéramos el amor como dos impetuosos jóvenes.

Introduje mis manos por debajo de su mini falda vaquera, y con ardiente rapidez deslicé su prenda interior a hasta los muslos, luego mis dedos juguetearon con su sexo, arrancando con su descoordinado movimiento pequeños jadeos y exquisitas gotas de placer femenino. Ella respondió desabrochando mis vaqueros, de un fuerte estirón, y luego buscó con urgencia mi miembro, para tomarlo con fuerza con su mano izquierda, y comenzar a frotar su suave y caliente piel con la mía, levantando toda la potencia sexual masculina de la que yo podía hacer gala en semejantes ocasiones.

No lo pensé en aquel momento, pero allí, en el portal de aquella vieja casa abandonada, justo en una intransitada calle apenas alumbrada por un pequeño farol de tenue luz amarillenta, nuestros apretados cuerpos ocultos en parte por la impenetrable oscuridad de aquella noche de primavera, debían llamar poderosamente la atención. Pero no era momento de pensar todo aquello, y la excitación irracional que sentíamos el uno por el otro hizo su papel.

Puedo cerrar en estos momentos los ojos y la veo. Una mujer madura, de cuarenta y tantos años, cubierta con una larga gabardina tostada que dejaba intuir unas largas botas de tacón alto color marrón en los pies. Su pelo corto y rizado, en media melena, teñido de un pálido color caoba, acompañado todo el conjunto por aquel perfume natural de su cuerpo, mezclado con una cara fragancia francesa, capaz de embargar mis sentidos.

En el callejón, nada más entrar en medio de un torbellino de pasión, con los besos cegando toda razón posible, había despasado conforme puede cada botón de su gabardina, para dejar a la tenue luz del farol dos apetecibles pechos cubiertos por un ceñido top blanco, bajo el cual se insinuaba un sostén del mismo color, adornado con encajes.

Deslicé una de mis manos por sus largas piernas, cubiertas por unas medias de color claro, y la obligué como pude a levantar una de ellas, por la cual saqué su prenda íntima. Acto seguido la tomé por la cintura, y tras levantarla con fuerza, la apoyé en la pared del portal. Ella rodeo mi cintura con sus piernas, apretando con fuerza, mientras su tanga blanco colgaba de una de las botas. Agarré mi miembro con una mano, y tras encararlo, la penetré.

Sentí el mismo placer de siempre, el mismo que me había vuelto un adicto a su piel, a su perfume y a su sexo. El mismo por el cual corría el riesgo de ser sorprendido en mitad de la noche con la madre de mi novia en brazos, apoyada contra una vieja pared, en aquella oscura calle de mi pueblo. El gemido de placer fue conjunto, y mientras ella jadeaba de forma entrecortada, tratando por todos los medios de no gritar en mitad de la noche, yo respiraba su aroma de hembra, con nuestras mejillas apegadas la una contra la otra, y mis manos sujetando sus nalgas por debajo de la mini falda, notando la redondez de aquel trasero en forma de manzana, con la piel tersa y el tacto suave.

Y la penetré como siempre, de manera furiosa, deseosa y lujuriosa, sintiendo sus cálidas paredes contener mis embestidas, a la vez que ofrecían a mi sexo todo el placer que un ser humano puede sentir en aquellos momentos. Y entre jadeos y gemidos, penetraciones y besos, llegué a sentir aquel inolvidable momento que alcanzamos el primer día que hicimos el amor en el sofá de su casa.

Sus paredes se contrajeron de forma descoordinada, en cinco o seis salvajes golpes de cadera que encerraron mi sexo en su interior, exprimiéndolo como una naranja madura, e inundando todo su interior con el néctar de mi esencia. Luego sentí su respuesta, cuando un río de sus secreciones cubrió mi miembro, todavía atrapado en sus adorables paredes.

Luego relajamos nuestros pulsos, tratando de acompasar de nuevo nuestros corazones, y finalmente, la deslicé con delicadeza mientras ella trataba de mantenerse en pie por si misma.

El resto todos los saben. Una vez más, tuve que asumir la evidencia.

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