La negra Herminia
No buscaba nada especial, sólo pasar el rato y quizás un poco de sexo. No era de aquellos que llegan a Santo Domingo buscando echar todos los polvos que en su lugar de origen no pueden echar y van por ahí exhibiendo dólares y euros a ver cuantas chicas les caen encima. No. La verdad es que yo estaba allí trabajando, quizás el único español que estaba en Santo Domingo trabajando ("desgracia la mía" pensaba, satisfaciendo mi gusto por la autocompasión). Había hablado con clientes, negociaba acuerdos, no veía la piscina más que de pasada por la mañana saliendo al hotel y la playa a lo lejos. Pero bueno, se acababa todo y en dos días me volvía. Había decidido que esos días los dedicaría a tumbarme a descansar, pero no pude evitarlo. Quizás el calor del trópico, quizás ver a tantas y tan bellas mujeres me hizo que apenas dado el último apretón de manos empezara a sentir tirantez en mi entrepierna. Sudaba, se me aceleraban los latidos, respiraba con cierta dificultad... Necesitaba sexo.
Uno, sin embargo, tiene sus principios. Yo consideraba que ya ayudaba a las chicas del hotel pagando religiosamente y repartiendo propinas, y a las chicas que iban de pesca a la piscina, no quería ni acercarme, pues donde mejor estarían muchas sería en la escuela. Así que decidí ir a lo seguro. No me costó mucho informarme de dónde habría chicas profesionales y disponibles.
Tenía cierta aprensión. Me llevé cien dólares, un reloj normal y una vestimenta poco vistosa. El chofer que me había llevado esos días fue quien se encargó de los traslados, le tenía confianza. Salimos de la ciudad y llegamos a un pueblo próximo. En el pueblo había un puertecito y en él un bar con luz de neón, señal que en todo el mundo significa lo que significa. Además, el nombre: Casa Venus.
La sorpresa fue que cuando entré me pareció que estaba equivocado. Estaba más negro que el culo de Ronaldinho. Luego me fui acostumbrando a la extrema penumbra. Vi que quien lo había decorado había buscado el exotismo de convertirlo en un bar hawaiano. Me reí íntimamente de la horterada de buscar ese exotismo en medio del caribe pero pensé que buscarían también público estadounidense, y que no se les puede ir con muchas sutilezas, sino a lo que conocen. Pero no vi nadie. Ni clientes, ni chicas... Nadie. Avancé hacia el centro y me acerqué a la barra. Me apoyé y miré.
Noté movimiento tras la barra, a la derecha, y ya vi a alguien. Salía por una puerta lateral y me quedé impactado. Era una mujer, una mujer negra como la noche, de piel brillante, con una alta peluca rubia, labios y ojos muy pintados de brillante púrpura y tan gorda como sólo las había visto en algunas páginas especializadas de Internet. Andaría más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Iba vestida a la hawaiano, con una corona de flores en torno a la peluca, varios collares de lo mismo en el cuello y una falda larga de paja. Los collares de flores le descansaban sobre lo que me di cuenta de que eran dos mitades de melón, de enorme melón, sujetas con cuerdas a la manera de un sujetador y en las que se escondían unos voluminosísimos pechos. El vientre, amplísimo, le desbordaba sobre la falda. El culo no se lo vi, estaba de frente. Pero el conjunto, su mirada y su sonrisa, de dientes blanquísimos, me parecieron de todas formas tan seductoras que lo que a otros les hubiera parecido un monstruo a mí me sedujo en el acto. Mi pene llegó casi a golpear contra la barra. El corazón se me volvió a acelerar. Se estaba acercando y me dijo.
- ¡Ay, disculpa, mi amor! ¡Has llegado en mal momento. Toditas las chicas están ocupadas arriba y otras se han ido al hotel con unos gringos que han venido! Pero no te preocupes que el hombre que viene a Casa Venus nunca se va insatisfecho. Ahora mismo te invito a tomarte un roncito y unos tostones hasta que baje una hembrita que te guste.
- Vaya, gracias - La verdad es que no me salió más.
La negrota, evidentemente, era la madame. Se dio la vuelta para coger una botella de ron y entonces ya pude ver su culo, no sólo el enorme volumen, sino el brillo de su piel entre los resquicios que dejaban las pajas. Puso frente a mí en la barra la botella con un vasito y un cuenco de tostones y se quedó conmigo, charlando. Muy cerca, eso sí, tanto por las exigencias de su trabajo como por que sonaban por los altavoces bachata y merengue a todo volumen. Hablamos de muchas cosas, porque el caso es que las chicas no bajaban y la madame debería estar aburrida. Y yo, tímido hasta el fin, trataba de controlarme, de que no se notase el ritmo de mi respiración, de que no me temblara la voz aunque aquel par de melones y lo que en ellos se encerraba se me estaba metiendo en el cerebro. No sé si pasó media hora o diez minutos. Pero evidentemente aquella mujer era una experta en su trabajo y sabía reconocer y me preguntó de improviso.
- ¿Yo te gusto, mi amor?.
Y yo, cogido de improviso, no pude sino contestar.
- Sí. Me gustas. Me tienes obsesionado.
- ¿Y por qué, mi amor? Si yo soy una negra gorda y vieja y aquí tienes niñas preciosas. Ahora bajará Gladys, y Lilibeth, y Yasmin, que son delicias, jovencitas, con los pechos duros y de punta... Yo era así hace años pero ahora sólo soy la encargada.
- ¿Y tú como te llamas? - le pregunté.
- Ay mi amor, yo me llamo Zoraida. Bueno, en realidad me llamo Herminia, pero que sea un secreto entre los dos, no se lo digas a nadie.
Ya estaba lanzado.
- Mira, Zoraida, o Herminia. Jóvenes como tú me dices hay mil, pero mujeres como tú, sólo hay una y eres tú.
No necesitas ser joven, no necesitas ser bella como las demás porque ¿Quien dice que no eres bella? Tú eres bella totalmente bella, más bella que ninguna otra y yo como Don Quijote estoy dispuesto a sostenerlo con mi brazo y mi lanza.
- Chamo, tú lo que quieres es eso, meterme tu lanza.
- Claro que sí. Quiero meterte mi lanza y perderme en tu interior y gozar de todas las maravillas que tienes para dar.
- Pero ya no trabajo mi amor. Me da pena.
- Lo que me da a mí pena es irme sin estar contigo. ¿Por qué entonces muestras tu cuerpo, si no te crees bella?.
No sé, pero me parecía que poco a poco ella empezaba a cambiar. Empezaba a respirar un poco más profundamente y finalmente se acercó a mí y empezó a morrearme. Yo me incliné más y la abracé. Ella me apartó un poco y se desató aquellos ridículos, pero sensuales, melones y se los sacó. Se volvió a acercar y seguimos morreando. Sus tetas se extendían por el mostrador mientras yo las amasaba junto a toda la carne que tenía a mi alcance.
- No trabajo, pero esto no te lo voy a hacer por trabajo. Ven, Quijote, y prepara tu lanza.
Me tomó de la mano y pasamos, tras la barra, a una pequeña habitación que parecía un despacho, pero que tenía una cama en un lateral. Nos seguimos morreando y ella me fue quitando la camiseta, me desabrochó el pantalón y se sentó al borde de la cama. Mi polla, recta, rígida, con las venas muy marcadas, desapareció en su boca. Profunda, cálida, con una lengua carnosa y experta. A veces me la sacaba para recorrerme con ella el tronco y el glande y otras la metía casi entera. Mis manos recorrían sus tetas, se hundían en sus costados, acariciaban su rostro, bajaban hasta el vientre... Hacía calor. Los dos sudábamos.
- Me corro, negra, para un poco.
Paró, me hizo sentar. De pie frente a mí me dijo:
- ¿Te gusta mi culo? -mientras separaba las pajas de la falda. Se lo desató - ¿Te gusta este culo tan gordo? Me lo acercó al rostro mientras meneaba las caderas.
Acerqué la cara y empecé a lamer, a hundirme en él, a recorrer con mi lengua su interior, desde el inicio hasta cerca del coño, demorándome en el ano.
- Nunca me han hecho eso, mi amor.
Su voz enronquecía. Mis manos llegaron adelante. La rodeaba con cierta dificultad, es cierto, pero encontré su pubis, levantando primero su vientre. Me demoré un poco en él, hundiendo las manos en su carne y acariciando. Luego llegué al coño. Le separé los labios por los dedos y... Dios qué clítoris tan grande. Tanto que por un momento pensé que... No. Ella empezó a gemir:
- Tócalo, tócalo, me gusta, me gusta.
Cayó conmigo en la cama. Se puso boca arriba, con su gran coño abierto y yo sumergido en él lamiendo una y otra vez. A veces subía a hundirme en sus tetas y entonces era ella la que me relevaba en el clítoris. No hablábamos, gruñíamos e incluso rugíamos. Me puso debajo, me cubrió con su vientre y sus tetas... Se levantó. Me tomó el pene, me lo acarició.
- Está bien, mi amor, pero ¿se te pone más grande? - No lo creo - Mi amor, estoy muy gorda. Necesito algo como esto.
Metió la mano en un armarito y sacó un consolador gigantesco, como de setenta centímetros y muy gordo.
Soltó una carcajada al ver mi cara y me dijo.
- Es broma, negrito.
Me puso un condón y luego me metió un dedo en el culo. Me sorprendió pero noté que mi polla se ponía aún más dura. Era una profesional. Volvió a tenderse debajo, se recogió el vientre y abrió las piernas.
- Meteme tu lanza.
Se la metí. Tenía la vagina caliente como el fuego y roja como una flor de carne. Empecé a empujar y ella a mover las caderas. Sonaban sus líquidos plotch, plotch, plotch... mientras los dos murmurábamos:
- Toma cintura blanquito, tómala más deprisa.
- Que buena estás negra, me pones a cien, a mil, soy tuyo, soy duro, soy un animal.
- Méteme más, metete dentro del todo, así mi vida qué rico me lo haces, tócamelo que me corro.
- Cómeme entera gorda soy para ti.
- Sigue sigue tócame el clítoris - eso, claro, era cuando no tenía las tetas en mi boca o mis labios en los suyos.
- Ay mijo, qué dura la tienes, esa verga rica es la mía, metesela a tu negrota.
Al final, con un terrible estremecimiento, noté que su coño empezaba a desbordar de humedad. Puse la mente en blanco, saqué el miembro, me arranqué el condón y me apreté la base del pene. Cuando no pude aguantar más y la solté, un grueso chorro de semen se estrelló contra su cara y bajó hasta bañar sus tetas y su vientre.
Entró una de las chicas. La vio a ella tendida y a mí extendiendo el semen por su cuerpo. Se rió y no dijo nada.
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