Semanas después del “sarao” que disfrutamos Cristina y el matrimonio Camacho a bordo de mi yate, llegué a la conclusión que mi síndico era un flor de tipo. Había reaprendido una lección que jamás debía olvidar: “Nunca juzgues a nadie por su aspecto”. La cuestión es que Camacho se transformó en uno de mis más leales empleados. Mi situación con su esposa se había blanqueado de tal forma que él la había aceptado sin reparos. Esa actitud motivó que yo aumentara su sueldo y mejorara su imagen dentro de la Empresa.
También ocurrieron algunas cosas. En primer lugar mi esposa decidió abandonarme. La verdad es que no me amargué demasiado: me tenía saturado. La muy bruja se fue amenazándome con dejarme en quiebra sin saber que ya Camacho había arreglado que mis posesiones pasaran a manos de testaferros de confianza. Y para continuar me nombraron Presidente de la compañía cuando el anterior decidió retirarse a vivir de sus ganancias y a disfrutar de los días de vejez entre sus nietos. Para festejarlo, Camacho organizó una cena íntima en su casa, donde yo me la pasé follando a su esposa delante de su nariz, mientras Camacho se masturbaba al vernos y con Cristina dedicaban a aspirar hasta el polvo de las alfombras, actividad que parecían gozar mas que practicando el sexo.
Una tarde, Andrea se presentó en mi lujoso despacho. Estaba muy alterada. Y como siempre muy hermosa. La saludé al entrar amasando uno de sus senos y metiendo profundamente mi lengua en su garganta. Si yo estaba loco por ella, la muy perra no resistía ese tratamiento de saber que no podría jamás abrir la boca sin que antes la sodomizara vestida. Llené su recto con mi leche y la obligué a chuparme la polla unos 10 minutos mientras yo me relajaba. Luego le ofrecí un whisky y recién entonces la dejé hablar. Ella me dijo, que estaba asustada. Había ido al médico por algunos malestares y este le había diagnosticado un embarazo de 2 meses. Como Camacho tenía vasectomía desde hacía años, el niño de sus entrañas era de mi pertenencia. A mí me apresó una inmensa alegría. Yo deseaba ese niño desde que la conocí en Alicante y se lo hice saber. Pero ella me contestó que temía que su embarazo la deformara y que yo dejara de desearla como siempre lo había hecho. Yo le expliqué que estaba en un error lo mejor que pude. No podía contarle la morbosidad de los placeres que en mi cabeza estaba elucubrando. Así que la besé, y pensando en mis fantasías, dediqué todo el resto de mi tarde a follarla por todos sus agujeros hasta dejarla exhausta. Convinimos en no decirle nada a Camacho hasta que este notara su pancita.
Así que durante un par de meses más seguimos nuestra habitual rutina de follar todo el tiempo sin preocuparnos. Desde lo del yate, yo no me preocupaba más por esperar a que Camacho se retirara de su casa a trabajar para aparecer en la casa a follarme a la perra de Andrea. Ella se levantaba con él, y mientras el cabrón hacía el desayuno, ella empezaba a arreglarse para mí. Eso me ponía a mil. Y como siempre, al llegar, disfrutaba cogiéndola vestida, muchas veces con él mirándome y hasta recibiendo mis instrucciones de trabajo mientras bombeaba a su esposa. Otras veces, ella se arreglaba a mi placer y esperaba a que yo la pasara a buscar para salir a cenar y bailar. Entonces ella se despedía de Camacho con un beso en la mejilla y en mi presencia le decía que no la esperara levantado porque no sabía a que hora yo la llevaría de regreso.
Yo disfrutaba este juego por ambas puntas. Por un lado gozaba haciendo cornudo a Camacho, por otro gozaba el hecho de que toda la sensualidad de la putita de su esposa estuviera volcada solo a mi placer personal. Era una maravilla solo verla. Una verdadera muñeca que vivía solo para arreglarse para mí. También me costaba fortunas vestirla. Pero el hecho de ser rico hace que esas cosas sean de una importancia relativa, ¿no?. Andrea era tan espléndidamente puta, que todos los hombres la deseaban. El día que Camacho descubrió su preñez, apareció hecho una furia en mi despacho. Yo lo abracé y felicité. ¡ El muy cornudo sería el padre de mi hijo!. Merecía un premio y se lo di. LO tenía preparado desde el día que supe la noticia: Una semana de vacaciones en Canarias junto a Cristina, totalmente pagadas y con 10 mil dólares para gastos. Podría empolvar muchas narices con ese dinero.
Cuando Camacho partió, aún me quedaba el regalo de Andrea: Sería una fiesta en mi finca. La fiesta era privada, pero había contratado un grupo de música para que tocara toda la noche solo a nuestro placer. Eran tres negros jamaiquinos que ejecutaban el mejor reggae de la Península. Uno de mis deseos sería cumplido al follarla al compás de la música. Así que cuando mi chofer la dejó, ella solo se sonrió como diciendo “debí esperar esto de ti”. La fiesta empezó conmigo besando todo su cuerpo a la vista de los negros, que no debían dejar de tocar pero que si estaban autorizados a beber su ron para que su inspiración no menguara. Bueno, no solo ron, también podían consumir alguna de esas porquerías que ellos fuman y que impregnan el ambiente con un olor dulzón. Mientras rompía el culo de Andrea, noté que la muy puta miraba de reojo los musculosos torsos de los negros como tratando de adivinar si sus pollas eran tan gigantes como la mitología local cuenta. A mi me encantaba cogerla embarazadita. Ella perdía el control como de costumbre. Gritaba, gemía, pedía más y tomaba la leche con avidez. Cuando noté que las fuerzas me flaqueaban, hice una señal a los negros para que se acercaran. Esa noche, como premio, Andrea sería follada sin descanso.
El primer negro se aproximó mientras aún mi polla estaba en culo de Andrea. Se paró delante de ella y, ante sus ojos asustados, sacó de su pantalón una verga descomunal. Ante la indecisión y la sorpresa de mi puta, la alenté: “Vamos perrita, cómetela. Acaba con ella, quítale a nuestro amigo toda la carga de las pelotas”. Y ella abrió su boca y comenzó por besar el capullo del moreno. A lamerlo con la lengua como si se tratara de un helado. Ese espectáculo hizo que mi leche brotara en su recto una vez más y que un grito de placer saliera de mi boca. Pero yo no daba más, así que, con una seña, hice entrar en acción al segundo negro. Este ya llegó con la verga erecta y cuando yo retiré mi pija él la reemplazó con la suya en el culo de Andrea embistiéndola sin ningún tipo de piedad. Los ojos de Andrea giraban locos en sus órbitas por el placer. Tenía la verga del primer negro metida casi toda en su boca y la del segundo negro arremetiendo con furia su trasero. A todo esto, yo me senté cómodamente con un whisky a gozar del espectáculo, y una vez acomodado llamé al tercer negro.
Son geniales los negros. No sé como mierda hizo ese tipo para acostarse espaldas al suelo entre esa maraña de tres personas enchufadas y clavar en la raja de mi zorra su descomunal instrumento. Andrea hacía rato que acababa en continuado. Daba señales de no poder más, pero... ¡Qué coño!, tenía que aguantarlo si de veras se creía tan puta. Después de todo, hay mujeres que nacen para laborar, otras para sufrir y Andrea estaba destinada a que se la follaran. No sé cuanto tiempo estuvieron esos negros intercambiando puestos de atención a los agujeros de mi mujer, pero decidí despedirlos cuando ella empezó a pedir basta a gritos. Antes de hacerlo, me acerqué a ella y le pregunté:
- ¿Quieres que los eche? ¡Siiii!, No puedo más. ¿Me amarás solo a mí? ¡Siii!, ¡Lo juro!.
Recién entonces les ordené dejarla. Aún estaba vestida, pero su conjunto de 2 mil dólares estaba arruinado, roto y lleno de esperma de negro. Su boca estaba sucia con semen que le caía de los labios por las comisuras. La hice cargar por las criadas, quienes la condujeron a mi suite personal donde procedieron a bañarla con sumo cuidado. Luego la secaron, la peinaron, la vistieron lujosamente y la trajeron donde yo estaba, en el parque disfrutando de las estrellas. No había caso. Podría follarla una tropa de elefantes, pero Andrea siempre sería una belleza. Lástima que le gustara tanto mamar troncos ajenos. La besé dulcemente en los labios y juntos dejamos que la cálida noche nos envolviera.
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