Marcado por el dolor
Cristina era un bombón, la chica más guapa de mi clase, que digo, de la facultad. Yo había soñado mucho con ella, soñado despierto mientras me masturbaba pensando en su pelo castaño con tonos rojizos, sus ojos verdes, su sonrisa o sus... tetas. Porque hay que decir que aquellos pechos no tenían rival entre todos los que conocía. Un colgante metálico circular colgaba de su cuello y reposaba en el lugar en el que a todos los chicos, y yo el primero, habrían puesto sus manos con ganas. El colgante era algo oscuro pero se podía leer en él su nombre. Esto pude averiguarlo de tanto como me gustaba observarlo. Aún ahora pienso en el colgante aquel y me emociono, y con razón, pero no quiero adelantar acontecimientos. En fin, Cristina era un sueño para mí entonces.
Una vez, estando con Juan, un amigo, completamente aburridos los dos en el pasillo entre clase y clase sin hacer nada, ella pasó a nuestro lado. Pero se detuvo un momento para mirar a Juan y dedicarle una sonrisa. Él no hizo otra cosa que desviar la mirada, como queriendo parecer indiferente. No entendí en absoluto este gesto suyo.
- Te ha sonreído la tía más buena de la facultad y tú parecías en babia... ¡Serás tímido¡ - bromeé yo.
- Yo no quiero saber nada de esa tía, y hazme caso: olvídate de ella si no quieres tener problemas. Es un consejo que te doy como amigo.
Su contestación me sorprendió mucho. Pensé que detrás de este consejo sólo había despecho porque esa chica le había rechazado en alguna ocasión. Me temo que tenía razón y si lo hubiera seguido me habría ido mucho mejor. Pero no lo hice, y otro día fue a mí a quien sonrió antes de acercárseme. Enseguida entablamos conversación porque yo no quería perder la ocasión como Juan. Me quedé muy ilusionado cuando se fue porque se había fijado en mí. De hecho, cuando al día siguiente me invitó a su casa el Sábado para que estudiáramos y saliéramos después yo no cabía de gozo.
Abreviando diré que llegó el Sábado y estudiamos mucho juntos aquella tarde aunque el ambiente era de tonteo y ella estaba de lo más seductora. Estábamos solos en su casa además. Cuando nos cansamos del estudio le pregunté si quería que fuéramos a tomar algo por ahí. Me contestó que no, que se había hecho un poco tarde y no le apetecía... pero que podía pasar la noche con ella, si quería, en su casa. Se me aceleró el pulso cuando me dijo eso. La chica no se andaba con rodeos, en absoluto. Era tan fácil. Me acerqué a ella y la besé. Ella me correspondió y nos besamos varias veces antes de que se levantara y me dijera que iba a la cocina para dejar algo preparándose. Así tendríamos qué cenar después, antes de que siguiéramos con lo nuestro. Mis perspectivas para aquella noche no podían ser mejores y esperé encantado a que volviera de la cocina.
Regresó y me pidió que me desnudara. Así de directa era ella. La obedecí lo más rápidamente que pude y entonces empezó a desnudarse ella. Cuando se quitó su jersey gris y vi su camiseta blanca, que tan bien marcaba sus pechos, se me ofreció un panorama de lo más prometedor. Después de que se quitara los pantalones no lo resistí más y tiré de su camiseta para quitársela. ¡Menuda talla de sujetador gastaba la chica! Aquello era un sueño y no podía ser real, pero sí lo era porque mis manos fueron rápidamente a sus pechos y no desaparecieron. Los besé luego con devoción y noté entonces que no llevaba el colgante pero no le di la más mínima importancia al detalle. Dejé un momento de besarlos porque se despojó del sujetador, y entonces volví a la carga y con más entusiasmo, esta vez besando sus pezones. Los introducía en mi boca y los lamía. Me aplicaba con manos y boca a toda aquella carne tan deliciosa y abundante pero no eran suficientes. Hubiera querido comerlos si fuera posible.
- Dios, siempre he deseado hacer esto. He imaginado tantas veces tus pechos y me he pajeado con ellos. - le confesé pues yo ya estaba totalmente salido. Ella me sonrió.
Pero acabó cansándose de mis caricias y de mi devoción a sus pechos (yo no me cansaría nunca), así que me apartó. Se puso a mis espaldas y cogió mis manos. Entonces oí el clic de las esposas con las que esposó mis manos a la espalda. Me sorprendió pero no me disgustaba nada aquel juego. Me condujo a la cama y me tumbé en ella para que pudiera cabalgarme. Cogió mi pene y montó en él. Cuando brincaba sobre mí sus pechos se movían y era un espectáculo impresionante. Ella sabía que no dejaba de admirarlos y se doblaba un poco para acercarlos a mí. Me esforzaba entonces por alzar mi cabeza y llegar a ellos, pero sin poder incorporarme pues no me dejaba, y a veces tenía suerte y los rozaba con la lengua. Pronto disfrutamos mucho del juego mientras ella no dejaba de moverse. Ella reía cuando fallaba y no llegaba a sus tetas pero reía aún más cuando lograba dar un buen lametón a sus pezones.
No podía ser más feliz y no sé cuánto tiempo disfrutamos con el juego tan excitante. Cuando me cansé cerré los ojos y traté de acompañar lo mejor que podía sus movimientos. Entre sus jadeos me corrí dentro de ella y quedé en la más completamente felicidad. Se dejó caer entonces sobre mí, satisfecha, antes de incorporarse. Entonces se calzó con unas zapatillas de estar por casa y se dispuso a salir de la habitación.
- ¿Adónde vas? - le pregunté.
- A traer la cena y así descansamos un poco.
Yo seguía esposado cuando se fue y sólo pensaba en descansar un poco y comer para recuperar fuerzas, pues pensaba todavía dar guerra después. No había vivido una noche tan loca y feliz como aquella. Cerré los ojos y me quedé muy relajado durante un momento. Cuando volvió no traía ninguna cena.
- ¿Sabes? Creo que me gustaría darte un recuerdo. - me dijo.
A continuación me amordazó y yo la dejé, aunque pensé que sería mejor cenar algo antes de seguir con jueguecitos. Cuando estaba bien amordazado se fue de nuevo y regresó con algo de la cocina, pero no la cena sino con su colgante sujeto con unas pinzas de metal. No entendía nada pero me excitaba verla así desnuda y con aquellas pinzas. Ahora no sonreía sino que estaba completamente seria. Pero la excitación desapareció cuando me di cuenta de lo que quería hacer. Sentí miedo pero no podía gritar.
El colgante estaba incandescente pues era lo que se había estado preparando en la cocina y no la cena. Lo acercó a mi ingle con las pinzas y allí lo depositó, apretándolo bien contra mí carne. Cuando sentí aquel metal incandescente sobre mi piel quise chillar de dolor y sólo pude gemir de forma apagada. Ella, en cambio, se reía. Lloré de dolor y, luego que éste se hubo calmado un poco, también de rabia y odio. Ahora odiaba a aquella a quien antes deseaba con todas mis fuerzas. Hubiera querido tener las manos libres para darle su merecido. La miraba con odio pero ella me respondía con una mirada y una sonrisa despectivas.
- ¿Qué? ¿Lo has pasado bien?
Cómo la odiaba en ese momento... Todos los insultos posibles me venían a la cabeza.
- Ahora ya no podrás presumir de que te has tirado a Cristina, ¿eh? En cambio yo sí podría presumir de lo que he hecho.
Tiro de mí para que pudiera incorporarme un poco y ver la marca del colgante en mi ingle. Tenía su nombre grabado allí.
- Me gustaría saber qué le contarás a las chicas cuando vean cómo grabaste el nombre de una tal Cristina al rojo vivo en tu ingle. A lo mejor ellas también quieren grabar el suyo.
No dejaba de burlarse cruelmente de mí.
- Por si te interesa eres el séptimo chico que se lleva un buen recuerdo de mí, incluyendo a tu amigo Juan, pero no pienso parar hasta llegar a cincuenta... o mejor a cien.
Se reía como una verdadera arpía pero cuando se cansó me dijo muy seriamente:
- Ahora voy a soltarte y te vas, pero ni se te ocurra tomar represalias porque te arrepentirías de ello, créeme.
Me quitó la mordaza y las esposas. La hubiera golpeado pero parecía muy segura y decidí que era mejor empezar a ser prudente. Sin embargo no pude contenerme y la insulté. No la afectó lo más mínimo. Me vestí y me largué furioso.
El Lunes encontré a Juan en la facultad. Tenía la cara muy larga por el disgusto y él lo notó. Me preguntó si me pasaba algo y le dije que había salido con Cristina. Lo entendió perfectamente porque él también había sufrido aquello. Era tan humillante que sobraban las palabras. No hubo más comentarios y no hablé nunca más del tema.
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